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Cultura

7 de Junio de 2015

El Huracán Carmen

Chile debe ser uno de los países con más aristócratas caídos en desgracia por metro cuadrado. Reconocerlos no cuesta nada. Para empezar, se sienten portadores exclusivos del buen gusto, las buenas costumbres y el más noble espíritu. Contemplan todo con falso desapego: dicen estar más allá de las necesidades materiales, pero al mismo tiempo anhelan […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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Milagro en Haití

Chile debe ser uno de los países con más aristócratas caídos en desgracia por metro cuadrado. Reconocerlos no cuesta nada. Para empezar, se sienten portadores exclusivos del buen gusto, las buenas costumbres y el más noble espíritu. Contemplan todo con falso desapego: dicen estar más allá de las necesidades materiales, pero al mismo tiempo anhelan una riqueza que les permitiría ignorar las cochinas cosas y, además, implantar su visión de mundo. Sin embargo, “nuestros grandes señores”, parafraseando a Alberto Edwards, no son monárquicos. Dicho de otra manera: “una rotería tener rey. Nadie está por sobre nosotros”.

Carmen Prado, protagonista de “Milagro en Haití”, pertenece a ese mundo señorial. Sus palabras y ademanes son extensiones de su cosmovisión y la posición que ocupa en la sociedad. Sin embargo, contraviniendo los deseos de la fronda, Carmen quiere ser reina. Casada por tercera vez, con Nils, un diplomático danés mucho más joven, Carmen encuentra en Haití, rodeada de negros, acosada por buenos salvajes, al fin, un trono.

En una clínica regentada por la Pantera, una haitiana que acostumbra descubrir sus pechos a la hora de la sobremesa, Carmen se somete a una cirugía estética con el propósito, nada velado, de acabar con el exceso. Es un gesto señorial. Operarse en Haití supone un riesgo mayor, abrazar la posibilidad de la muerte. Otro gesto señorial. Afirma una y otra vez no temerle a nada, porque es chilena, pero sobre todo porque es una señora. Se contradice, de hecho su relato avanza por antítesis: quiere sacrificarse, quiere que los niños y todos los muertos de hambre se alimenten de ella, pero sabemos que convalece a raíz de una cirugía reductiva.
Afirma que le faltan palabras, pero sabemos que le sobran. Fantasea con la extirpación de su sexo (“ese ratón despeinado”), pero se ofrece para satisfacer “la parte maldita” de los pequeños chimeres que se tomaron la clínica. El cuerpo de Carmen Prado parece contener la modernidad chilena, sus paradojas: la religiosidad, los anhelos de clase, la antigua soberanía, estar fuera de las amarras de la tradición y a la vez ser parte de ellas, el chulo neoliberalismo. Haití es todo aquello fuera de la caverna, así como también lo que estuvo antes, una fuerza primordial, y Carmen, de tanto hablar, se da cuenta de ello.

Elodie, su cocinera, la acompaña por este periplo. Es un personaje definido para contrastar la voracidad de Carmen con la parquedad del subalterno. Pero Elodie no se contenta con recibir órdenes. Su vida es un acto de emancipación tras otro. Tanto desprecia a su señora como la respeta, y, en la mejor de las tradiciones de amo y esclavo, hacia el final queda claro que la verdadera dueña es Elodie, que es ella, la negra, la cocinera, la atea, quien manda, quien no se regala, quien impone su voluntad.

Las últimas diez páginas de “Milagro en Haití” son extraordinarias. Resuelven el delirante discurso de Carmen con otro delirio, con un milagro, y consiguen abrochar este largo monólogo con unas imágenes que ni son mecánicas ni esperadas. Un gran final.

Parece sorprendente que Gumucio no se haya volcado antes a una historia como la de Carmen. Tengo la impresión que liberarse del fantasma de su abuela, o cuando menos negociar los términos de una tregua, posibilitó que se abalanzara sobre este mundo de aristócratas perdidos y avasallados por las olas de la modernidad, señores y señoras que persisten en abrazarse a los mástiles (Carmen se compara al menos tres veces con un mascarón de proa) del pasado como quien se protege, desesperado, de un tsunami. A muchos parecerá anticuado, reaccionario, poco progresista. Y es cierto, como también lo es que a veces desafiar el paso del tiempo es un acto de coraje e infinita tristeza.

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