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22 de Noviembre de 2015

Columna: París

El boulevard Voltaire, donde el viernes pasado fueron asesinados a sangre fría los clientes de varios bares, era para mí de niño otro universo. Iba ahí a la consulta de una sicopedagoga de la que no podía dejar de mirar los vuelos de su blusa. Fue la primera vez que sentí algo perturbador y tibio […]

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París after EFE 15

El boulevard Voltaire, donde el viernes pasado fueron asesinados a sangre fría los clientes de varios bares, era para mí de niño otro universo. Iba ahí a la consulta de una sicopedagoga de la que no podía dejar de mirar los vuelos de su blusa. Fue la primera vez que sentí algo perturbador y tibio que después sabría era el deseo. Me hacía golpear un tamborín y terminar puzzles y hacer dibujos donde el diablo quemaba casas.

Ir al boulevard Voltaire fue uno de los primeros viajes que me atreví a hacer solo. No me atrevía sin embargo a aventurarme unos metros más allá de la avenida, por miedo a no poder volver nunca más. Si lo pienso fríamente, no quedaba a más de cuatro kilómetros de donde vivía, pero para llegar tenía que cambiar de metro dos veces. En París un cambio de metro equivale a un cambio de continente. Muchos años después me tocó alojar cerca de la Plaza de la República y pude reconstruir el mapa mental que no me atrevía a completar de niño.

Vivir en París es como vivir en un cerebro, una mente que divide por barrios las funciones del cerebro, los recuerdos, el oído, el movimiento de los brazos y las piernas. No dejas de sentirte muchas veces excluido de ese cerebro común, de ese laberinto gris en que todas las esquinas son iguales y todas son distintas. Sientes que estás siempre a punto de perderte, aunque la ciudad esté diseñada para que nadie se pierda jamás. No es una ciudad fácil, sin embargo, ni dulce. El racismo está prohibido por ley justamente porque es una ley no escrita a la que casi todos adhieren. Aunque sé hablar la lengua, aunque crecí ahí, no dejaba nunca se sentirme en París un sospechoso al que la policía seguía con el rabillo de los ojos.

Y sin embargo, al salir del metro Voltaire, no podía dejar de pensar que esa ciudad no sólo tenía su razón, sino que tenía la razón, o más, que había establecido sus reglas tomando justamente a la razón como principio. Los derechos humanos, la república, la laicidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad no se cumplían, pero por lo menos se enseñaban. Eran un sueño que no se hacía realidad, pero al menos era obligación soñarlo.

París no era cómoda para nadie, para poder serlo para todos. Los departamentos eran pequeños, el espacio privado era reemplazado por las plazas y los bares con sus ventanales que dan la calle en que todos se muestran con cara de no querer que nadie los vea. París entero es un escenario y una bambalina. Es una ciudad donde lo privado, el pensamiento, la meditación, el amor mismo, se realiza en las calles y las avenidas perfectamente diseñadas para que pierdas a tu amada y la reencuentres cuando la ciudad decidió que la película siga.

París es una ciudad pero también una escuela. Se puede no estudiar en ningún colegio y aprender todo lo que importa de la historia de Occidente caminando por las calles y los parques de la ciudad. París no se adapta a ti, tú te adaptas a París que decide a cada paso si te acepta o no. Las empanadas que los chilenos hacíamos para el 18 adquirieron de a poco horas de cocción y vino tinto y bouquet garni (tomillo, romero y laurel). París, que prohíbe el árabe y los velos en las oficinas públicas, adquirió el couscous y las merguez como si fueran propios. El hijo del imán de la mezquita de París era compañero de curso mío. Nunca lo oí hablar de Yihad o del Corán. Su única obsesión era usar la capa de Darth Vader y comer helados de vainilla y pistacho.

Pienso ahora que este es el crimen que los ISIS quieren hacerle pagar a París. No atacaban una ciudad atea o pagana (como lo pueden ser Londres, Ámsterdam o Roma), sino una ciudad donde hay que dar razón de lo que uno cree. Atacaron una ciudad donde se puede ser musulmán, budista, marxista, cristiano o ateo, pero donde solo se puede hacer eso a la francesa, es decir con citas, libros, comidas interminables, modales de cortesano y radicalidad pascaliana. Encontraron el único lugar en que las elecciones son una especie de rito místico, y los liceos públicos y laicos son templos de una religión sin dios. No dispararon contra un grupo de burgueses decadentes que iba a pasar su noche del viernes en bares y salas de conciertos, sino sobre creyentes en plena misa. No pensaron que disparaban sobre civiles: disparaban sobre ciudadanos.

Un civil es alguien que no usa uniforme y muchas veces tiene que soportar las bombas de los ejércitos que lo usan de rehén. Un ciudadano es un rey que abdica de serlo cada día. Es el dueño del poder soberano de su país. Es alguien que puede oponerse a la invasión de Siria o Libia, pero que dará la última gota de sangre contra quienes osan cuestionar su ciudadanía. Es alguien que puede tener dudas sobre la estrategia pero no del fin último de esta: acabar con cualquiera que ponga en peligro su ciudadanía, cualquiera que quiera volver a dividir el mundo entre fieles e infieles, o sea entre siervos y esclavos.

No, París no es Ámsterdam, no es Londres, no es Barcelona. No, París no es una ciudad tolerante. No, París no es una ciudad abierta. Exige, para que la comprendas y la ames, renunciar a la sinrazón de tu fe para dar, como exigía San Pedro, razón de tu esperanza. Defender París no es defender una ciudad cualquiera de Occidente, no es defender a los inocentes que murieron en la carnicería sin fin. Es defender el centro mismo de una fe que es la mía: la fe en que el diálogo con todos es posible, pero que este no se da sin la exigencia de dejar las armas y los gritos, de olvidar el carnaval y sus máscaras, de usar el idioma en común de la razón y la ley y discutir con pasión para tratar no de vencer sino de convencer. Si para lograr ese diálogo, si para lograr que convencer sea más importante que vencer, hay que vencer primero, que así sea. No hay mayor desprecio hacia el otro que no querer escuchar lo que de manera clara y evidente quieren decirnos. Esta es una guerra, esta es su guerra, pero ahora es la nuestra, la mía también, la del niño exiliado del fin del mundo que recibió de ese país que no era el mío el refugio y la exigencia, el desprecio y la comprensión que todos los teócratas del mundo, todos los nacionalistas de este mundo y del otro, nos niegan de entrada.

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