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Opinión

22 de Diciembre de 2015

Columna: Terminar por la mitad

“Yo no creo en milagros”, le dice el sacerdote recién llegado a la secretaria del antiguo cura de la parroquia. Unas cuentas páginas más adelante, desoyendo la última voluntad de su predecesor, el recién llegado sube hasta una de las torres de la iglesia, toca la campana y obra, sin querer, un milagro. La desobediencia […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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TERMINAR

“Yo no creo en milagros”, le dice el sacerdote recién llegado a la secretaria del antiguo cura de la parroquia. Unas cuentas páginas más adelante, desoyendo la última voluntad de su predecesor, el recién llegado sube hasta una de las torres de la iglesia, toca la campana y obra, sin querer, un milagro.

La desobediencia es el modo característico que los personajes de Soto usan para producir sus experiencias. Y eso ocurre porque están sometidos a alguna cosa y son conscientes de estarlo. Angustiados, aburridos o insatisfechos, se oponen a las costumbres inveteradas de sus grupos de referencia (casi siempre la familia tradicional, que en este libro es un estilo de prisión). En “Madre”, un relato reflexivo sobre la escritura de teleseries, Soto corta la edípica (y no cabe otro adjetivo) relación entre madre e hijo invocando la ironía, y al cine negro norteamericano. La manida escena final recuerda los desenlaces de cientos, si no miles, de thrillers clase B. Todo el cuento es irónico (el protagonista toma leche materna esporádicamente hasta los veinte años) y una lectura crítica del oficio de guionista.

“Felicidad conyugal” es un cuento en la vieja tradición de “Casa de muñecas”, es decir, en la línea de la emancipación femenina. Que la narradora del cuento sea la hermana del marido botado es un acierto; que la protagonista, después de su fuga, termine postrada en estado vegetal es un tremendo desacierto: moralidad de culebrón.

Pudiendo ser el mejor cuento de la serie, “La hoguera” es uno de los más débiles. El cuento recupera “¿Cuánta tierra necesita un hombre?” de Tolstoi (“La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias”, “¿Por qué he de sufrir en este agujero si se vive tan bien en otras partes?”). Medir la tierra es imposible (defenderla, otra imposibilidad). El abrupto final llega hacia la mitad del cuento.

“Matar a los niños” y “Campanario” son cuentos muy breves cuyo principio estructurante, en uno y otro caso, es la autoridad y el costo de desafiarla. “Las flores del espacio” es el relato más “experimental” de todos cuantos hay aquí, en particular sus primeras páginas. Tanto la prosa como el universo narrativo remiten a Bisama (¡aparece un japonés!). A pesar de que el lenguaje sea prestado, el cuento funciona.

El cuento que da título a este volumen de cuentos es el más largo y en el que mejor se pueden advertir los mecanismos internos del estilo de Soto. Comienza como “Rambo 3” y termina como “El corazón en las tinieblas”. Soto reescribe la obra maestra de Conrad situándola en la Patagonia (tal como lo hiciera Benjamín Labatut en “La Antártida empieza aquí”). Sin embargo, una de las paradojas de la mente moderna –la dialéctica entre civilización y barbarie, la descripción de la conciencia ilustrada seducida por el grito de lo salvaje– que Conrad dibuja a la perfección, es más tenue en “La pesadilla del mundo”. Las figuras y metáforas que Soto usa están muy cerca del Bolaño de “2666”, lo que también ocurría en “Cielo negro”, su primer libro de cuentos, y nuevamente el final es muy abrupto y esquemático.

A pesar de haber publicado dos libros de cuentos, Simón Soto sigue siendo una promesa.

La pesadilla del mundo
Simón Soto
Montacerdos, 166 páginas, 2015

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