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Cultura

22 de Enero de 2016

La reina de esa última primavera

Este 23 de enero se cumple un año de la partida de Pedro Lemebel. Un par de meses antes, el escritor había celebrado en su casa el que sería su último cumpleaños. Uno de los invitados, que se había hecho amigo de Lemebel por Facebook y no contaba con conocidos entre el resto de la concurrencia, comparte aquí sus recuerdos de aquella noche.

Por

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-Estay?
–Estoy
–¿Te puedo llamar?
–Sí, anota mi número.

Cerré la viñeta del chat. El teléfono de mi cocina sonó a los pocos minutos. Aló, Chris, escuché al otro lado de la línea. Y allí fue cuando me topé por segunda vez con su voz, sorprendiéndome aún más que la primera. Estaba desgastada, herida por la enfermedad, no quedaba vestigio del tono picaresco al que me había acostumbrado en sus entrevistas y en todas aquellas crónicas que por tantos años animaron la Radio Tierra. Bien, Pedro ¿tú, cómo vas? Como el pico, me respondió.

Así se dio inicio a una conversación cómplice y acechada por la melancolía. Siempre resulta difícil darle ánimos al piloto de un barco que se incendia en altamar. Más aún cuando este ni en las peores situaciones ha soltado el timón. Me confesó que había dejado de escribir como acostumbraba, que el cáncer le había carcomido los ánimos y que ya no tenía ganas de casi nada. No recuerdo qué le contesté, aunque es probable que solo lo haya escuchado. Luego de un buen rato de divagaciones me dijo que el viernes celebraría su cumpleaños y que asistiera, pues este podía ser el último. No hables hueás, Pedro, eso no pasará, le dije.

Pedro Lemebel, a quien contacté por Facebook para una entrevista que nunca se llevó a cabo –pero que luego mutó en una amistad principalmente cibernética–, me puso solo una condición: no podía llevar conmigo a mi polola, pues según sus palabras, no le agradaba ver su morada invadida por desconocidos. Lo encontré tan sospechoso como entendible y con algo de gracia acepté. ¿Cuántos cumples?, le pregunté inocentemente. Me vuelves a preguntar y te corto y no te hablo nunca más en la vida, me espetó hereje para luego echarse a reír.

El viernes llegó. Me encontraba afuera de su departamento solitario como hormiga en el desierto. Tenía un vino en la mano izquierda y el corazón palpitando en la derecha. El nerviosismo era lógico pero debía sobreponerme. Tras un buen rato zigzagueando alrededor del Forestal, subí las caracoleadas escaleras del edificio. El piso de la fiesta era una incógnita, pero siguiendo las estelas musicales que se escapaban del lugar, quedé finalmente frente al portón.

Después de tocar el timbre cuatro veces, se abrió la puerta. Hola, vengo al cumpleaños, dije con la autoridad de un polluelo extraviado. Me hicieron pasar y me escabullí con cierta inquietud entre un gran número de personajes relacionados al mundo cultural. Supuse que eso debía ser, en pocas palabras, “el jet set criollo”, aunque apenas lograba reconocer algunos rostros. Retratos, fotos y pinturas adornaban las paredes. Personas de todas las edades bailaban al son de un ecléctico repertorio que podía pasar en segundos de Elvis Presley a Julieta Venegas. Sobre los muebles, restos de champaña, botellas de vino a medio terminar y muchos canapés.

Disculpen, ¿dónde está el Pedro?, pregunté con un leve tartamudeo a las siluetas más próximas. Sus dedos índices guiaron mis pasos hacia la cocina. Y allí lo encontré, sentado con una mirada que se asemejaba a la de un niño solitario. Algo así como los ojos de un pegaso condenado a ser desalado. Nos abrazamos, le di el vino que le había comprado. Se llevó dos dedos a la garganta y con una voz rasgada por el cáncer habló: Ábrelo… te presento a la ministra de Cultura y a Chinoy. A este último lo ubicaba por uno que otro tema, mientras que a la ministra no la conocía ni de nombre. Sin decir nada más, Pedro se puso de pie y se alejó. Me quedé con la ministra y el cantante. Intercambié con ellos un par de palabras, un par de sonrisas protocolares y ya con un vaso de vino pegado a mis dedos me alejé de aquel reducido grupo.

De nuevo en el living, miraba en dirección a todos los rincones sin saber a quién acercarme e ignorando, al mismo tiempo, si contaba con la voluntad necesaria para hacerlo. Opté por apoyar las manos sobre la mesa de centro riéndome de mi timidez, cuando un chico crespo, de lentes y unos veintitrés años se me acercó. Se presentó como José María Pereira y con una sonrisa me propuso que nos fuéramos a tomar un vino. ¿Otro?, le pregunté. Sí, otro, copete hay de sobra. Me llenó el vaso con tinto. Salud, soltó con amabilidad. Pese a la sospecha natural que nace de los acercamientos fortuitos, en aquel contexto fue un alivio encontrar a alguien. Me contó que escribía poesía pero que aún no se atrevía a declamarla y que a Pedro lo había conocido hace unos cuatro años en una marcha por la educación. En eso apareció Pedro, nos tomó de la mano y arrastró a una pieza. Negro, te presento al Chris, le dijo. Nos acabamos de conocer, siguió el joven. ¿Te contó que anda con una venus hermosa? Se produjo un silencio. No, nada, le respondió el muchacho cabizbajo. Otro silencio. Así que tirai para ese lado, remató sonriendo.

Nos sentamos en las sillas que se encontraban dispersas por la habitación. Los ojos con los que miraba Pedro estremecían. Se veía distante, aunque sereno. Tal vez perdido en evocaciones de otros tiempos. Me voy a morir, soltó finalmente. No supe qué responder. Nadie supo. José María rápidamente cambió de tema pero el eco de esa frase siguió retumbando en la habitación. ¿Y por qué no vino tu novia?, preguntó el cumpleañero, esta vez alivianando el ambiente.
Minutos después volvía a deambular sin rumbo por su departamento. En la cocina ahora se encontraba nada menos que Claudio Narea, encarado férreamente por una invitada que lo tildaba de machista, de haber sacado un libro por intereses económicos. Más al fondo Chinoy comenzaba a guitarrear al centro de una veintena de personas que lo escuchaban con atención. Tras concluir el show, Pedro se sentó al lado mío y me comentó lo patudo que había sido el cantante al usar su pieza “de camarín”.

Estuve un largo rato viendo los diversos espectáculos que realizaban los amigos de Pedro para celebrar su nacimiento. Hasta que el minutero de mi reloj me dio un charchazo: debía partir. Busqué al anfitrión para despedirme, y recién entonces comprendí lo que tuve que haber entendido desde el comienzo: Pedro Lemebel era quien verdaderamente se estaba despidiendo, acompañado por sus cercanos que bailaban, declamaban y cantaban embelleciendo así un destino irrevocable. Comprendí también que había llegado muy atrasado al danzar de sus días, pero aun así su aporte en mí había sido considerable. Cerré la puerta con una nostalgia que no lograba entender completamente. Y tan solo como había llegado, me extravié por los pastos del Forestal, sin dejar de pensar en la reina de esa última primavera.

*Estudiante de periodismo.

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