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Opinión

7 de Septiembre de 2018

El Museo Nacional de Río en llamas visto por una de sus antropólogas

Mirando hacia el esqueleto de nuestro museo, me vino la imagen de una inmolación, de alguien prendiendo fuego a su propio cuerpo como protesta, como revuelta por tantos malos tratos y descuido. Comprendiendo su mensaje silencioso y vehemente, colocamos nuestro museo en el regazo, de la forma que nos fue posible, rodeándolo con un abrazo. Todos juntos, profesores, funcionarios y alumnos que conseguimos entrar en medio de la truculencia de policías que lanzaban bombas y empujaban a las personas aglomeradas en la puerta de entrada. Abrazamos a nuestro muerto, acariciamos el cadáver de nuestra casa.

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Como muchas personas en Brasil, estuve por horas hipnotizada delante de la televisión viendo las imágenes del fuego consumiendo el Museo Nacional el domingo por la noche. A diferencia de la mayoría de las personas, sin embargo, intentaba identificar, en medio de las escenas que aparecían en la pantalla, la ventana de mi sala, con la esperanza de no ver salir de allí las llamaradas. Al teléfono, Rafael, con quien compartía la sala, me sacó del ensimismamiento: “¡se está quemando, sí, Aparecida!” Algunos libros, cintas K-7 originales (¡pero ya copiadas!) de mis grabaciones con los indios Wari’, con quien trabajo desde hace 30 años, computadora, cámara, sillas, la mesa redonda para conversar con los alumnos, las paredes amarillas que yo había pintado e incluso las pequeñas esculturas de sapos instrumentistas, un recuerdo de mi colega y amigo Gilberto Velho.

Son, lo sé, pérdidas muy pequeñas comparadas con aquellas de colegas que perdieron toda su biblioteca personal y todo su material original de investigación. Y son infinitesimales cuando se comparan con el acervo de objetos, registros lingüísticos y otros documentos que investigadores de todo el mundo habían depositado allí, por siglos, confiados en que estarían seguros para la posteridad. No lo estaban. Y no fue por falla de nuestros dirigentes, una sucesión de valientes directores de nuestro museo, que recorrían incesantemente las diferentes esferas de los gobiernos estatal y federal, donde eran tratados como niños pidiendo un juguete nuevo y superfluo. Ellos sabían, todos sabíamos, lo que estaba dentro de esas paredes, y el estado en que se encontraban esas paredes: cayéndose a pedazos, con termitas, agrietadas. Nadie desistía, ni de trabajar en medio de la precariedad, ni de pedir ayuda.

Por más de la mitad de mi vida frecuenté casi diariamente el museo, primero como alumna de maestría en antropología social, después como alumna de doctorado y, por fin, con un orgullo incontrolable en el pecho, como profesora de ese Programa de Postgrado en Antropología Social, el más antiguo de Brasil, creado en 1968, en el auge de la dictadura militar, por profesores visionarios determinados a crear un espacio para discutir cuestiones urgentes y hacer ciencia en medio del caos político. Antes del fuego, preparábamos la conmemoración de nuestros 50 años de vida, medio siglo en que nos mantuvimos como uno de los mejores programas de postgrado en antropología de Brasil y del mundo. Hablar del Museo Nacional en cualquier ambiente académico abre las puertas y suscita respeto inmediato. Hoy eso se refleja en la avalancha de mensajes que recibimos de colegas de todo el mundo, consternados, ofreciendo ayuda, libros, salas de clase.

El lunes por la mañana, parados delante del esqueleto del palacio, todavía veíamos humo saliendo de una de las salas del frente. Los pedazos de papel eran identificables en medio de las cenizas que flotaban. Por seguridad, los bomberos no nos dejaron entrar. Consternados, conjeturábamos sobre si eso o aquello podría haber quedado. Pero sabemos que ya no tenemos nada: ni paredes, ni salas, ni acervos, ni libros, pues nuestra biblioteca, la más importante de América Latina en antropología, se quemó por completo. Nosotros, los profesores de antropología, doctores y post-doctores, investigadores del más alto nivel del CNPq, científicos de la Faperj, con premios, medallas y un enorme reconocimiento internacional, ahora somos una banda nómada de funcionarios de la UFRJ, que ayer, delante del museo quemado, nos reunimos debajo de un árbol para decirnos, garantizarnos unos a otros que al menos estamos juntos. Y con nosotros, ahí a nuestro lado, con ánimo de dar esperanza a cualquier desamparado, estaban nuestros empleados y nuestros alumnos y ex-alumnos.

¿Cómo no emocionarse al ver a esos muchachos y muchachas, tan jóvenes, llorando copiosamente, abrazados unos a otros? Ellos están decididos a continuar, al igual que nosotros. Y no piensen que sus condiciones allí eran las mejores: buena parte se encontraba sin becas y sin ningún dinero para la investigación, consecuencia de los cortes radicales impuestos por el gobierno. Y la investigación es la base de nuestro trabajo. Los antropólogos van a lugares distantes, viven con otras sociedades y otros pueblos por meses o años, y vuelven a contarnos lo que aprendieron en sus tesis, artículos, libros. Por medio de éstos se vislumbran otras formas de vivir, tenemos acceso a preciosos conocimientos, saberes, técnicas, lenguas. Otros mundos, algunos de ellos en vías de desaparecer, especialmente ahora, después de quemados sus últimos registros en esas llamas aterradoras. Un conocimiento que se pierde para nosotros, para nuestros descendientes, y para los propios pueblos, que frecuentaban el museo buscando conocer algunos de los objetos producidos por sus abuelos ya muertos, o conocer la lengua que ya no saben hablar.

Somos todos más pobres hoy, incluso los gobernantes y políticos que no tienen noción de la gravedad de lo acontecido, y andan por ahí dando entrevistas donde hablan sobre reconstrucción y recuperación, como si ello dependiese solamente del dinero que, ahora, milagrosamente, comienza a aparecer. Si el palacio imperial puede, quizás, ser recuperado, lo que estaba dentro de él, jamás. Ningún dinero podrá comprar nuestro acervo, pues esos objetos, registros, documentos, grabaciones, no existen más en ningún lugar del mundo.

Mirando hacia el esqueleto de nuestro museo, me vino la imagen de una inmolación, de alguien prendiendo fuego a su propio cuerpo como protesta, como revuelta por tantos malos tratos y descuido. Comprendiendo su mensaje silencioso y vehemente, colocamos nuestro museo en el regazo, de la forma que nos fue posible, rodeándolo con un abrazo. Todos juntos, profesores, funcionarios y alumnos que conseguimos entrar en medio de la truculencia de policías que lanzaban bombas y empujaban a las personas aglomeradas en la puerta de entrada. Abrazamos a nuestro muerto, acariciamos el cadáver de nuestra casa.

Tener mis alumnos a mi lado, fuertes, de la mano, esperanzados, cariñosos, me hizo ver una faceta bella del caos y encendió mi esperanza en el futuro. Un país en ruinas, corrupto, sin ningún respeto por la educación y por la cultura, y esos alumnos que muestran que lo que experimentan allí es crucial para sus vidas y que están dispuestos a luchar. Sepan, alumnos queridos, que con ustedes viví algunos de los mejores momentos de mi vida, que aprendí ciertamente más de lo que enseñé, y que estoy lista para continuar, para dar clases bajo los árboles de nuestro jardín, si fuera el caso.

Escrito por: Aparecida Vilaça,  profesor del Programa de Postgrado en Antropología Social de la UFRJ

Este texto apareció publicado originalmente en Nexo Jornal

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