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Nacional

6 de Diciembre de 2018

El viaje de una sobreviviente trans

Sandy Iturra (44) es una de esas trans para las que la Ley de Identidad de Género -promulgada el miércoles 28 de noviembre por el gobierno- llegó tarde. Para poder vivir tal como es, tuvo que iniciar a los 16 años un viaje, al estilo de La Odisea, en el que la crudeza callejera de la noche fue el único aval de su identidad. Ejerció el trabajo sexual, tuvo problemas con las drogas, se reencontró con su familia transformada en una mujer, se volvió dirigenta social y un ataque transfóbico la dejó al borde de la muerte.

Por

En la intersección de las calles Brasil y Freire de Valparaíso, todas las piezas desencajaron perfectamente para que una de las más brutales agresiones hacia una persona trans en Chile quedara en un “nadie vio nada”.

La noche del 6 de junio de 2011, Sandy Iturra y Camila Sandoval, la amiga con que vivía, habían salido a eso de las 20 horas para machetear unas monedas, comprar vino y ejercer el trabajo sexual. Alcoholizada desde hacía dos días, Sandy además había consumido pasta base. Las trans de la calle aseguran que las drogas son una de las pocas formas de “ensanchar el alma” antes de salir a trabajar.

Cerca de la una de la mañana, Sandoval decidió dar una vuelta a la manzana para ver si “pinchaba” a algún cliente. Sandy quedó sola. Era de las pocas que se atrevía a pararse sin compañía en la calle y poco le importaba que hacía dos años una compañera suya del Sindicato Afrodita de trabajadoras trans y travestis, Clara Andrade, hubiese sido portada del diario La Estrella por una brutal agresión a tan solo una calle de donde ella estaba parada.

Mientras buscaba clientela unos individuos se le abalanzaron. “Nadie vio nada”. El efecto de las drogas y el alcohol hizo que Sandy no sintiera siquiera el primer golpe que recibió en su cabeza. La cámara de seguridad más cercana era de baja calidad y, para peor, rotaba su dirección, de modo que primero no mostraba nada, luego giraba al lugar del ataque, y después volvía a girar. De testigos, a pesar de la exhaustiva investigación policial posterior, solo quedaron las mudas estatuas de Cristóbal Colón y la de homenaje a los mártires de bomberos.

Pasadas las 3 de la madrugada, Sandoval volvió a la intersección tras haberse despedido de un cliente. Lo primero que vio fue a su amiga tirada en el suelo, irreconocible e inconsciente; a otra compañera, la Puka” Rodríguez, gritando por ayuda y las ensangrentadas paredes del edificio de Turbobal.

***

Cuando los problemas la han hastiado, cuando ya no ha aguantado las críticas y ha sentido que se le exige más de lo que puede dar, la válvula de escape de Sandy Iturra Gamboa es una frase: “Ahh, ¿sabís qué? ¡Me voy no más!”.

El viaje de Sandy, nacida con el nombre de Mario el 3 de enero de 1974, comenzó a sus 16 años. Hasta ese entonces, sus infiernos los había vivido en los dos colegios en los que estuvo. Las burlas de sus compañeros eran recurrentes, sobre todo cuando le veían con muñecas o cuando simulaba el sonido de unos tacos con una hebilla que se ponía en uno de sus zapatos para disimular el dispar caminar de sus piernas, una más larga que la otra.

Ahí vino su primer escape. A pesar de tener buenas calificaciones, un día le dijo a su madre, Edith Gamboa, que no quería seguir estudiando. Ella fue enfática:

—Si no querís ir más al colegio, vas a tener que trabajar no más.

Pero Sandy no buscaba definiciones respecto a su futuro laboral, sino que quería encontrar su identidad, ya que siempre se había sentido una mujer. Por eso solía escaparse a la plaza junto a un amigo, apodado “el Chino”, para jugar con vestidos. Incluso se mandó a hacer uno de hojas de terciopelo azul eléctrico con una conocida del barrio.

A veces salía de noche a Valparaíso, bailaba en los shows nocturnos, volvía de madrugada y no despertaba sino hasta las dos de la tarde. Edith le reprochaba su actitud, ante lo que se desataban feroces discusiones. Por otro lado, seguían los comentarios discriminadores, incluso de su abuela, que le gritaba “¡Maricón!” sin importarle quién escuchaba.

Hasta que no aguantó más:

—Ahh, ¿sabís qué más? ¡Me voy no más!

Deambuló un tiempo en casas de familiares e incluso en la del “Chino”, pero un día decidió desaparecer por un buen tiempo. En plena carretera, con unos pocos pesos en el bolsillo y con solo 16 años, se puso a hacer dedo buscando que algún camión la llevara lejos hacia el norte. Sandy no recuerda el rostro del camionero que le recomendó su próximo destino, pero sí sus palabras:

—Mijito, ¿le doy un consejo? Váyase pa Iquique. Tierra de campeones, tierra de maricones.

Aceptó la propuesta y la dejaron en Alto Hospicio. Mientras pedía de nuevo un aventón para dirigirse a Iquique, Sandy solo pensaba que ya le estaba tomando el gusto a su libertad. En su maleta, listo para ser utilizado nuevamente, yacía el vestido de hojas de terciopelo azul eléctrico.

***

Entre las 5 y las 6 de la madrugada del 7 de junio de 2011, la concejala de Valparaíso y presidenta del Sindicato Afrodita de trabajadoras sexuales trans, Zuliana Araya, recibió uno de esos avisos policiales a los que ya estaba acostumbrada: una de las suyas había sido agredida.

Se trasladó de inmediato al Hospital Gustavo Fricke de Viña del Mar junto a su asesor, el vicepresidente de la Asociación Acción Gay, Marcelo Aguilar. Entró a la sala, vio a su compañera y minutos después salió diciendo entre lágrimas:

—¡Se nos muere!, ¡se nos muere!

Aguilar no reconoció a Sandy. El informe médico decía que tenía un politraumatismo, un traumatismo encéfalocraneano cerrado, una fractura maxilofacial, una fractura de la órbita, una contusión multifacial, un edema cerebral y un traumatismo ocular que la hizo perder la visión del ojo derecho. Ese era el diagnóstico médico, pero lo que las visitas veían era que donde debía haber una cara, había un globo. “Si no es por la nariz gigante que tiene, no la reconozco”, dice Aguilar.

Sandy pasaría al menos dos semanas en coma. En los días que siguieron al ataque, la sede de Acción Gay recibiría de vez en cuando llamados anónimos que decían:

—Cuídense, porque va a haber una segunda.

***

Eran las 7 de la mañana cuando Sandy puso sus pies por primera vez en Iquique, sin tener un lugar dónde quedarse. Antes de deambular sin rumbo, lo primero era comer y descansar un poco del viaje. Compró en un almacén unos panes, unas torrejas de chancho, y se dirigió rumbo abajo, hacia la playa.

Para su fortuna, en el camino pudo adelantar su trabajo de investigación de la ciudad, ya que vio a dos travestis borrachas caminando, botellas en mano, por la calle.

—¡Hola chiquillas! ¿Cómo están?

La mirada que recibió de vuelta fue fulminante, de arriba hacia abajo. “Casi me mataron con la pura mirada los maricones”, recuerda Sandy.

—Oigan, ¿saben ustedes dónde puedo bailar? Porque yo soy bailarina.

—¿De adónde la viste? Si aquí los maricones no bailan. A lo más podís preguntar en la plaza por Jorge Gahona. Él es el que nos arrienda a nosotras aquí.

Pensó en sus bolsillos, casi vacíos luego del pan con chancho recién comprado. Disimuló su inquietud y respondió:

—Ya, no hay problema. En la tarde voy para allá.

El cité recomendado estaba ubicado al frente de la Plaza Arica, un lugar que de día celebraba ceremonias y bailes religiosos y de noche se transformaba en todo lo contrario.

Cuando encontró a Jorge Gahona se dio cuenta de que las miradas poco amigables parecían ser el saludo natural de su nuevo mundo. El dueño fue enfático al decirle que no tenía plazas disponibles. Sandy parecía no tener esperanza hasta que se apiadó de ella la Jamie, una travesti santiaguina que, a pesar de lo regia que se veía con su exagerada vestimenta y maquillaje, tenía una altura y anchura de hombros que delataban que era mejor tenerla de amiga que de enemiga.

Convenció a Gahona de aceptar a la menor en su cité en una discusión que terminó con un: “¡Te digo altiro que el maricón chico se queda conmigo!”.

Al entrar a la pieza de la Jamie, Sandy quedó encandilada por el brillo de los vestidos y de los trajes que colgaban de las paredes. Pensó que al fin podría rehacer sus shows de baile pero, al revelar su deseo, recibió una respuesta de esas que te cambian la vida:

—No po’ guachita, estái mal. Aquí lo único que te queda es salir a putear.

No tuvo mucho tiempo para reflexionar, ya que de inmediato le pasaron unas calzas, una polera rosada y le dijeron que se maquillara igual como si fuera a hacer un show. Después de que la Jamie intimidara a otras travestis en la calle para hacerle un espacio, Sandy se subió al primer auto que pasó y le dijo al conductor dos cosas: que fueran a estacionarse al lado del cementerio y que le pagara de inmediato. No recuerda haber tenido miedo, tampoco el detalle de qué sintió ese día. Solo recuerda que, cuando recibió por primera vez el pago de cerca de dos mil pesos de la época de parte de ese cliente, se dijo a sí misma: “Esta es la mía”.

Como una esponja fue absorbiendo todos los conocimientos que la calle tenía para ella. Forjó su carácter viendo a la Jamie imponerse ante sus compañeras de esquina, manejó el lenguaje escuchándolas insultarse y “echándose la espantá”, mejoró sus técnicas de trabajo oyendo sus historias e incluso aprendió a robar. Con el tiempo, empezó a desarrollar el personaje de “la mala”, algo que le encantaba.

En paralelo, la madre y la abuela de Sandy solían pasearse por Valparaíso buscando a su hijo Mario. Preguntaban en las calles, en los barrios bohemios, si lo habían visto o tenían alguna noticia. Pero nada. Durante años, Edith Gamboa vivió con el presentimiento de que algún día le comunicarían que su hijo estaba muerto.

En Iquique, Sandy tenía cada vez más éxito en lo que hacía y decidió ganarse el respeto de sus compañeras. Por las tardes, era común verlas encerradas en sus piezas.

—¿Por qué se encierran? — preguntó.

—Porque están duras (drogadas) po’ guachita, mejor no molestarlas — le respondieron.

Ahí vio una oportunidad. Más de alguna vez le había tocado tener sexo con narcotraficantes, quienes le solían regalar cajas de fósforos llenas de pasta base. En lugar de consumirlas, Sandy las convirtió en su moneda de cambio para obtener el respeto de sus compañeras. Al poco tiempo se acabaron las drásticas miradas. “Los maricones después casi me ponían alfombra roja. ¡Yo me sentía como la reina del sur, po’ oye!”, recuerda.

Sin embargo, la amante de los vestidos, la trabajadora sexual, “la mala”, la filántropa de la pasta base o sencillamente la mujer trans, solo salían del cité cuando caía la noche. Ante la luz del día, Sandy solía cumplir con las expectativas de vestimenta y expresión de género que la sociedad tenía de Mario Iturra, hasta que sus amigas le dijeron:

—Oye Sandy, si te veís así de regia de noche, ¿por qué no te empezái a maquillar de día también? Yo estoy tomando estas hormonas y mira cómo tengo las pechugas, ¿querís?

Al cabo de un tiempo empezó a tener sus senos más grandes y el cabello más largo, pero no se sentía del todo segura. Para romper con el miedo vampiresco que le daba salir como Sandy a la luz del día, tendría que pasar una prueba de fuego. Se le ocurrió un desafío perfecto: unas cuadras más abajo del cité había una construcción llena de obreros de esos que chiflan sin tapujos. “Esos hueones te huelen”, se dijo.

Con el maquillaje, la vestimenta y sobre todo con la actitud que solía mostrar en la noche, se dirigió calle abajo. Se sitúo frente al lugar de la construcción y dio inicio a una caminata. Al cabo de unos segundos empezó a notar que, en lugar de los “¡Uuuy!” que estaba acostumbrada a escuchar, salieron unos “¡juit juiu!”. Del mismo modo, los “maricón culiao” fueron reemplazados por “guachita rica”.

La humillación que puede ser para cualquier mujer pasar por ese escrutinio público, para ella fue la única forma de salir de su burbuja nocturna. Partió al cité a celebrar y reírse con sus amigas. Desde ese minuto, Sandy sería Sandy las 24 horas del día.

***

El detective Mauricio Martínez, de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de Valparaíso, admite que una de las grandes dificultades a la hora de investigar un crimen es insertarse en un mundo que es completamente ajeno.

La primera noche que llegaron los investigadores a las calles donde se paraban a trabajar las compañeras de Sandy, en búsqueda de posibles testigos, lo hicieron con su habitual vestimenta formal de terno. Prontamente pasaron a ser presas del explícito acoso verbal de las trabajadoras sexuales e incluso algunas les revelaron sin pudor los vistosos atributos que habían conseguido mediante cirugías.

Ante eso, optaron por una aproximación más estratégica y lograron que Zuliana Araya fuera su llave de entrada a ese mundo. Sin embargo, con alrededor de quince visitas nocturnas y más de 60 personas empadronadas -según consta en el informe policial-, nadie pudo dar una pista realmente relevante para el caso.

Las cámaras fueron inútiles y por días se buscó infructuosamente un molde de rejilla que pudiese haber provocado unas marcas con forma de panal de abeja que Sandy tenía en su rostro. “Una de las principales dificultades fue que, como ella estuvo hospitalizada, se demoraron como una semana en enviarnos los antecedentes. Lamentablemente perdimos la inmediatez del sitio del suceso”, asegura Martínez.

A días de que la investigación comenzará, Sandy despertó de su coma. Lo primero que sintió no fue dolor, sino una sed incontrolable producida por el proceso de desintoxicación de drogas que habían iniciado en ella. Las reacciones de abstinencia se manifestaron en gritos a familiares que no reconocía, con una voz como la de la película El Exorcista:

—¡Tráeme agua, po’ concha de tu madre!

Para el resto de su estadía en el hospital, tuvo que ser amarrada a su camilla.

***

En algún minuto, Sandy Iturra dejó de regalar las cajitas de fósforos y comenzó derechamente a consumirlas.

La administradora del cité de Jorge Gahona, Katty Fontay, decidió que sería un buen momento para enviarla de vuelta a la Quinta Región. “Yo veía a la Sandy y pensaba que se iba a perder. La droga mató a muchos colas jóvenes en Iquique: la Thiare fue atropellada porque estaba muerta de volada; la Pascuala se pescó una tuberculosis; Nicole también murió por la droga. Todas de alrededor de 30 años. Yo creo que si la Sandy hubiese seguido así podría haber muerto”, asegura.

De vuelta en Valparaíso, se quedó en una casa de putas llamada Bacará y se ganó ella misma, a punta de golpes, su puesto en la calle. Ya instalada, pensó que era hora de hacer una reaparición similar a la que el músico de salsa Willie Colón narraba en “El Gran Varón”.

Según ella, fue para un Día de la Madre que decidió “dejar la cagada”. Compró un oso de peluche y un juego de loza, llamó a un colectivero que se estaba pololeando y le pidió que la llevara a Quintay. Su familia estaba en el restorán de su abuelo, “La picada de don Mario”. Se quedó durante varios minutos mirando desde afuera. Hasta que decidió entrar.

Quien se había ido con el pelo corto y la ropa descuidada ahora volvía con la cara rebosante en maquillaje, pelo largo y arreglado, un escote pronunciado y unos tacos que sonaban cada vez más fuerte hacia el local. Tocó la puerta y fue justamente Edith Gamboa quien le abrió.

—Hola mamá, soy la Sandy, tu hija.

El silencio fue inmediato. Hasta ese entonces Edith solo había escuchado rumores, pero se había querido convencer de que no eran ciertos. Ahora vio la realidad a la cara y el cambio le pareció demasiado brusco.

Sandy ordenó algo de comer y pidió pagarlo con su propio dinero. Era su forma de demostrar que sí podía cuidarse sola. Luego se retiró del local, disconforme con cómo había resultado un reencuentro para el que ni ella ni su madre estaban preparadas.

Tras el episodio, Edith estuvo varios meses sin querer salir a las calles de Quintay ni siquiera a comprar pan.

***

Ya desintoxicada, Sandy le dijo a los detectives que tenía toda la intención de cooperar para encontrar a los responsables de su agresión. Pero nunca logró dar con algún rincón de su memoria que aportara un dato relevante.

Las querellas criminales que presentaron tanto Edith Gamboa como la Intendencia de Valparaíso -en ese tiempo dirigida por el alcalde Raúl Celis- no llegaron a buen puerto y, por falta de pruebas, en 2013 se determinó no perseverar en la causa.

Ambas partes querellantes lamentaron con resignación el resultado de la investigación. “Este es uno de los crímenes emblemáticos en contra de la población trans. En cuanto a crímenes de odio se refiere, está al nivel del caso Zamudio”, dice el abogado Héctor Valenzuela Pepe, quien representó a la Intendencia en el proceso.

***

Como buena nómada, reacia a quedarse en un solo lugar, para la década del 2000 Sandy decidió salir de Valparaíso y trabajar en las calles de Santiago, tanto en Santa Rosa con la Alameda como en la población Huamachuco III de Renca. A esas alturas, iba equipada con una cortapluma por si algo salía mal.

Su cuerpo también estaba transformado. Llevaba ya años consumiendo hormonas y en Valparaíso una amiga le había inyectado en sus pechos silicona industrial, la misma que ha llegado a acabar con la vida de mujeres tanto cisgénero como trans. No pudo quitársela sino hasta años después, cuando viajó a Perú a hacerse un raspaje y ponerse prótesis. Respecto a sus genitales, si bien muchas veces el doctor Guillermo Macmillan le insistió en que se hiciera la operación, ella no quiso. Su explicación es la siguiente: “¿Yo tengo que mutilarme para darle placer a un hueón? ¿Para una felicidad falsa? Naah, ni hueona. El que me quiera tiene que quererme con todo el paquetito completo, sino no”.

Los años en Santiago marcaron su acercamiento con el activismo. Ya varias veces había visto a su colega de esquina Silvia Parada -quien años después cumpliría una pena de seis años de presidio por abuso de menores- acercarse a ella con preservativos e invitándola a formar una agrupación de trabajadoras trans y travestis.

En 2001 se fundó Traves Chile, y ese mismo año libró una batalla con la municipalidad de Santiago luego de que el alcalde Joaquín Lavín, cansado del submundo que se armaba en la calle San Camilo, decidiera instalar casetas de guardias nocturnas. Al verlas, Silvia se acercó a Sandy y pareció leerle la mente:

—Y ahora, ¿cómo vamos a putear?

Fueron a encarar al alcalde y le hicieron ver que no tenían otra opción para ganarse la vida. Según un reportaje de la Revista Sábado, llegó el momento en que una de las trans indignadas lo interpeló:

—¿Usted contrataría como secretaria a alguna de nosotras?

Lavín no supo qué contestar, pero se dio cuenta de la magnitud del problema. La solución, pensó, sería la educación. Se comunicó con Infocap -dirigida por el padre jesuita Felipe Berríos- y armaron un curso para 25 trabajadoras sexuales trans. Sandy volvería a una sala de clases, algo que no hacía desde los 16 años.

El sacerdote solo les hizo una petición: que si tenían algún problema se lo comunicaran de inmediato. Y cumplieron. Antes de reaccionar a los combos, un día en que unos compañeros las molestaron en el patio, Sandy le contó la situación. Él habló con los alumnos y los suspendió por unos días diciendo que lo sucedido era inaceptable.

“Varias quedamos con la boca abierta. Por primera vez sentíamos que no teníamos que ir al choque, sino que estábamos protegidas por alguien”, admite Sandy.

El día de la titulación, con el frenesí del momento, le dijo a su madre y a Lavín que se quería retirar de las calles y volver a Quintay. En la conferencia, el alcalde no dudó en mencionarla como un ejemplo claro del éxito que había tenido la medida.

El viaje podría haber terminado ahí, con el regreso de Sandy a su pueblo. Pero aún tenía un lazo que la seguía amarrando a la calle: su adicción a las drogas. Por más que siguió haciendo cursos de cocina, la pasta base la llevaba a situaciones extremas en las que incluso llegó a amenazar a sus hermanastros con un cuchillo.

Edith Gamboa no tuvo otra alternativa más que pedirle a Carabineros que echaran a su hija de la casa. Sandy volvió a la calle y, al mismo tiempo, volvieron los miedos de su madre sobre el día en que finalmente la llamarían para decirle que su hija había muerto. Una llamada que recibió el 7 de junio de 2011, el día en que todas las piezas desencajaron perfectamente para que uno de las más brutales agresiones hacia una persona trans en Chile quedara en un “nadie vio nada”.

***

A siete años de la agresión, Sandy se ha mantenido fuera de las calles. Reemplazó el escote y la minifalda por un delantal blanco.

Mientras prepara empanadas en el local familiar llamado “Aquarium” de Quintay, su madre saca un saldo positivo dentro de lo traumático: “Ella dejó de lado lo malo, las drogas y todo eso. A veces le digo en broma: ‘A vos te pegaron con un palo santo’”.

Sin embargo, lamenta las huellas físicas que le dejó la agresión, las cicatrices y la pérdida de visión en su ojo derecho. “La verdad es que, como mujer, yo admiraba a la Sandy. Yo me arreglo solo de repente, una pintadita por aquí y por allá. Pero ella no. Ella se dedica de verdad. Con la agresión le dejaron muchas marcas, pero lo que importa es que hoy estamos bien”, dice.

Además de las empanadas, Sandy no ha dejado el activismo. El 31 de marzo de 2018, Día Internacional de la Visibilidad Trans, la organización Traves Chile –de la que actualmente es vocera- inauguró en el patio 122 del Cementerio General de Santiago el primer mausoleo trans de Latinoamérica.

Frente a la enorme bandera celeste, rosada y blanca que cubría dos de las tumbas del sector, Víctor Hugo Robles, el “Che de los gays”, le pidió unas palabras:

—Directamente desde la Quinta Región, nuestra querida amiga que se ha levantado de las cenizas, de los golpes, de la transfobia. ¡Nuestra querida Sandy Iturra, vocera de Traves Chile!

Ella se dirigió hacia el micrófono con una firmeza que le duró ocho palabras:

—¡Hola hola, buenos días! Qué placer, qué orgullo…

Se quebró en llanto. Estuvo alrededor de 30 segundos intentando reincorporarse, mientras el público la animaba con aplausos. Respiró profundamente y retomó su discurso. Agradeció a los presentes, admitiendo que su memoria no estaba al 100% debido a la golpiza que había sufrido, apuntó al mausoleo y expresó su voluntad para el día en que su viaje termine, una que ahora será posible gracias a la promulgación de la Ley de Identidad de Género:

—Hay solo una cosa que me gustaría para poder morir realmente tranquila: que mi lápida dijera Sandy Patricia y no Mario Iturra.

SANDY Y LA LIG

En topless y luciendo un cartel de “Identidad de Género ya!!” apareció Sandy en la edición del 29 de agosto de 2016 del diario La Estrella de Valparaíso. “No era tanto show pa’ mostrar mi cuerpo, si tan rico no es, pero lo importante es que justamente se viera el cartelito. Al año siguiente lo llevé al Festival de Viña y también me mostró la televisión”.

Son algunas de las pequeñas manifestaciones que aportaron para que el pasado miércoles 28 de noviembre, en un sobrio acto en La Moneda, el gobierno de Sebastián Piñera promulgara, tras cinco años de tramitación en el Congreso, la Ley de Identidad de Género. Mientras en redes sociales llamó la atención la ausencia de parlamentarios que hubiesen apoyado el proyecto, a Sandy -quien lleva un año tratando de hacer su cambio legal de nombre- le molestó que solo hubiese una mujer trans en la ceremonia.

—Yo creo que nos discriminan porque encuentran que nos vemos más grotescas. Han sido años luchando por cosas y siempre se llevan la pantalla las organizaciones gay. ¿Qué hace ahí Rolando Jiménez? Creen que son lo máximo y nosotras somos como las putas, las callejeras.

—Más allá del acto, ¿qué te pareció la ley?
—Lo que a mí no me parece es que se haya dejado afuera a los menores de edad. Yo me di cuenta de que era distinta desde que tengo memoria. Una nace, no se hace en el camino, eso es lo que la gente no entiende. Que vengan con que “son muy niños” o que “después cambian de mentalidad”, las cosas no son así. Hay que tratar de alivianarle la vida a esos niños, porque es una tortura psicológica tremenda. Tú naces y es como si llevaras una cruz en la espalda.

—Tú tuviste que escapar para vivir como querías.
—¡Claro! Imagínate que tuve que salir de mi casa, prostituirme, después caí en las drogas. Todo eso fue porque a mí nunca se me entendió. Eso le pasó a muchas. Que ahora se hable más del tema es distinto, pero en los años que te estoy hablando era súper mal mirado. Yo recién ahora creo que puedo decir que he encontrado cierta estabilidad y felicidad. Antes no tuve momentos de entendimiento.

—¿Sientes que la ley llegó tarde para ti?
—Sí, para todas nosotras. A mí me corrían las lágrimas ayer, porque las que vienen van a tener mucho mejor calidad de vida que nosotras. Pero, ¿quiénes se llevaron los malos ratos y las torturas en las comisarías? Ahora las trans hasta pueden llegar a ser Miss Universo, cosas que siempre soñamos. Con todos esos cambios una siente que se quedó atrás no más. Los años ya pasaron.

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