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Cultura

15 de Octubre de 2008

“Yo estuve en la misma clínica de Milostich”

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Ignacio Fritz, escritor.

Ignacio (29) ha estado internado en tres exclusivas clínicas de Santiago por su adicción al alcohol: Santa Sofía, Oriente y Bretaña, la misma por la que pasó Julio Milostich, El Señor de la Querencia. En este testimonio, este ex columnista de The Clinic (Un nihilista al acecho) y escritor (es autor de libro de relatos Ezkizoides y de las novelas Nieve en las venas y Tribu) cuenta cómo es vivir de paciente en estos centros y cómo fue que logró rehabilitarse por su cuenta.

Entrevista y redacción de Macarena Gallo • foto: Alejandro Olivares

La primera vez que fui a parar a una clínica de rehabilitación fue en 2004. Me llevaron mis familiares hasta la puerta de la Clínica Bretaña, la misma en la que estuvo Julio Milostich. Por eso, cuando supe que a él lo habían metido ahí, me dije:“¡pobre hueón!”. Y después pensé: “al menos no soy el único”. Y me acordé de todo…

No quería ir a la clínica. Pensaba que no estaba tan alcohólico y que mis familiares le ponían mucho color. Recién habían pasado cuatro meses de la muerte de mi mamá por culpa de un cáncer y un año del suicidio de mi papá. Pero tomaba como condenado y terminé dando jugo: le agarré el trasero a la polola de un amigo. No recuerdo nada porque estaba muerto de curado. Mezclaba el copete con medicamentos para la depresión, como el seroquel, el benzodiacepinas y el alprazolam, pero no me gustaba mezclarlo con otras drogas. La marihuana me hacía quedar muy pegado y la coca me dejaba muy activo, por eso siempre optaba por el copete.

Cuando desperté en la clínica, no tenía cargo de conciencia. Veía que no tenía ni un problema. Por fuera me sentía bien, pero por dentro sentía un enorme vacío. Estuve un mes sin probar ni una gota de alcohol …¡Terrible! Diariamente cumplíamos una rutina. Nos levantábamos temprano, nos daban talleres lateros de cómo enfrentar nuestras adicciones y después acudíamos a charlas en las que uno tenía que relatar su historia de cómo tocó fondo delante de un grupito de tres o cuatro personas. La mayoría de regiones y de mucha plata. Porque para estar en una clínica de rehabilitación, se necesita tener mucho dinero, al menos 100 mil pesos diarios. La mayoría estaba internado por el copete y muy pocos por cocaína. Algunos, también, por problemas de anorexia y de esquizofrenia. No me acuerdo bien de sus historias, pero todas se repetían. Llevaban una doble vida, algunos familiares ni siquiera sabían que estaban internados, creían que andaban de viaje en el extranjero. Había otros que tenían familias destrozadas y no asumían su adicción. Eran los casos más típicos. Había un par de señoras con problemas al alcohol, conservadoras, ultra católicas y que pasaban todo el día con el rosario en mano, rezando. Era súper extraño verlas metidas ahí. Parecían fuera de contexto.

Cuando me tocaba hablar, yo no decía nada. Me quedaba callado. No encontraba el sentido de contar mi testimonio. Caso aparte era la serie de restricciones que había adentro y que hacían un infierno el paso por ahí. La comida no era muy rica. Yo estaba en una pieza solo y sin nada. Sólo tenía mi ropa y mis implementos básicos de aseo. No me dejaban escribir, no podía tener un computador ni conectarme a Internet. Sólo me entregaban unos manuales para leer sobre cómo tratar la adicción. Obviamente, casi nadie los leía. Me incluyo. Estaba de brazos cruzados. Tenía las visitas restringidas y sólo podían verme una hora al día.

Los días se hacían eternos, mientras nos acostumbrábamos al café sin cafeína. Lo único que deseaba era tomarme un copete y desaparecer. Nunca les conté que había comenzado a tomar a los 13 años. Y que había sido una petaca de pisco sour la que me cambió la vida. Me dio lata, también, decirles que cuando lo hice estaba solo y me pareció divertido. Después, en las fiestas de mi colegio, tomaba hasta quedar reventado. Y que en mi casa nunca sospecharon, pues no les tenía confianza a mis padres y en un minuto no me caían bien. Era un cabro chico al que consentían en todo. Pero faltó lo más importante: una mejor comunicación. Sólo un tiempo antes de morir se dieron cuenta de mi problema. Debe haber sido un dolor tremendo para ellos.

De la clínica salí luego de un par de visitas de mis familiares. Los convencí de que había dejado de pensar en el copete y conseguí que me dieran de alta. A las semanas estaba curado y vuelta a tomar hasta desaparecer. Bebía solo o acompañado y siempre caía en comas etílicos.

Dos años después caí a la Clínica Oriente. Mis familiares llamaron a una ambulancia para que me fuera a buscar a mi departamento y me internaron. Los paramédicos me tomaron como si fuera un bulto. Una tía fue a verme y me encontró hecho bolsa.

Además de quebrar una ventana para intentar escaparme de la clínica, fue bien curiosa mi estadía ese mes. Me encontré con tipos que ya había conocido en la Bretaña y que habían recaído. “¡Puuutaaa, donde nos venimos a encontrar!”, les dije. Generalmente me pillaba a los mismos médicos que atendían en las otras clínicas. Eso hace pensar que uno termina pagando más por la comodidad que por el tratamiento, porque siempre se trataba de lo mismo.

La última vez que estuve internado, en el 2007, fue en la Clínica Santa Sofía. Estuve dos días y no recuerdo ni una hueá. Sólo que me pillé con alguien que había estado por alcohol en la Oriente y nos saludamos como si fuéramos amigos de siempre. Era la misma huéa que las otras clínicas.

Hace más de un año y medio me cabreé de la vida que llevaba y decidí parar de tomar, motivado por haber perdido amistades y conocido a mi actual pareja, que no bebe ni fuma. Fue así que logré salir adelante.

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