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29 de Agosto de 2009

Chile puertas adentro

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Por Rafael Gumucio

¿Qué chileno al ver La Nana no piensa que ésta es también su película? Para bien o para mal, le guste o no le guste el resultado, ésta no es la película de un director, de un guionista, de unos actores (todo ellos, por cierto, soberbios), sino de un país, o al menos de una generación. Una historia que todos conocemos de tan cerca, tan terriblemente cerca, que nos cuesta mirarla sin pestañar de horror. Pasa como con El Padrino o Cien Años de soledad, película y novela que eran antes de ser creadas, un par de leyendas buscando un narrador. Encontrándolo justamente en quienes nadie esperaba que pudieran contarla. Un sofisticado director de cine que nunca había visto una pistola en su vida y un escritor colombiano hasta entonces expertos en seres solitarios a los no les llegaban cartas.

Sebastián Silva y su guionista Pedro Peirano, saben que pisan un territorio que todo el mundo siente como propio. Con inusual coraje, penetran en esa pieza de empleada, que es y no es parte de la casa.
No es el lugar ni el momento para hacer chorezas, inventar discursos, o distraerse. Están contando una historia de muchos, y lo hacen con cuidado, con precisión, con honestidad. Lo hacen, y eso es lo que más se les agradece, sin esconder su propio lugar en la historia. No es la Nana la que cuenta su historia y esta no es la historia de todas las Nanas, ni del sistema de explotación doméstico en Chile, sino que la historia de la Nana en esa casa. La cámara parte entonces del living de los patrones para internarse puertas adentro. Si lo hiciera al revés, si no entrara más allá de lo que le es permitido, no habría película. El tono de farsa, los apuntes al natural, son una forma de pedir permiso poco a poco para explorar ese espacio íntimo alojado en secreto en otro espacio íntimo.

El resentimiento, crítico de izquierda en la retórica pero finalmente de derecha como sus patrones, quiere saber si Raquel es una víctima o una victimaria. No soportan justamente lo que hace esta película encantadora, la incoherencia de la verdad, su sutileza pero también su frenesí. Ello necesita explicaciones, porque justamente les ahorró el triste trabajo de ver lo que está viendo, de comprender lo que están disfrutando. Quieren saber si Raquel (una actuación de antología de Catalina Saavedra) es sólo una loca, o sólo un símbolo de la explotación del lumpen proletario. Raquel. Pero Raquel es todo eso y un poco más. Los críticos de alguna forma vuelven a escenificar la tragedia de Raquel, ésa de ser vista siempre de fuera, ésa de ser clasificada, perdonada, odiada, querida, sin que nadie le pregunte a ella qué le pasa. Una malidición que en parte -y nunca del todo, cosa que hace mejor la película- rompe el personaje encarnado por Mariana Loyola.

Una empleada más joven que simplemente abraza a Raquel y le pregunta lo que nadie le ha preguntado antes: “¿Qué te hicieron?”

Una mala película, chilena o americana, hubiese seguido adelante con el relato de Raquel de sus traumas, sus dolores, su vida. Pero eso no importa aquí. No nos importan sus dolores, predecibles, conocidos e intercambiables, sino cómo toda esa casa, toda esa vida, vive de evitar esa pregunta, vive de echarse al bolsillo ese dolor. ¿Hay alguna denuncia más dura de la injusticia chilena que ésta que no grita, que no miente, que simplemente cala donde más duele, en esos cuerpos desnudos a la siete de la mañana recibiendo como un castigo el agua de la ducha?

En Machuca el pasado y su dolor de la Unidad Popular y el golpe nos era contado como un juego de niño. Un cuento de hadas en que los brujos ganaron la batalla al final. Incapaces de asumir la complejidad de los discursos de adultos que acometimos entonces, volvíamos en esa muy buena película a una inocencia que nunca tuvimos. En La Nana vemos a esos niños a la fuerza, jugando a ser grandes sin convencer a nadie que lo son. El padre que ocupa lo mejor de su tiempo a pegotear maquetas de barco. La madre que se ve impedida de tomar cualquier decisión. La propia Raquel virgen y sola poniéndose una máscara de gorila en el baño de los niños. Sólo la llegada de una madre, que es al mismo tiempo una hermana menor, podrá ayudar a la Nana a salir en parte de la infancia obligatoria en que el miedo, ese miedo paralizante que sigue flotando sobre Chile, ha hundido esa casa.

Mi deformación profesional de cronista político, no puede dejar de ver en Mariana Loyola, de anteojos más grandes que su cara sonriente y redonda, un símbolo perfecto de lo que ha sido el reino de Michelle Bachelet Jeria. A las Nanas, las puertas adentro o las puertas afuera, este gobierno no las ha liberado del yugo del trabajo mal pagado. A los patrones no nos ha dado una alternativa que no sea perpetuar esta injusticia sobre la que gira toda nuestra vida doméstica. No ha roto la Concertación con los nudos de la explotación colonial, pero sí ha abrazado, pero sí ha escuchado. Eso que parece superfluo a los superfluos, eso que la ultra izquierda y la derecha (que siempre es ultra en Chile) le parece despreciable, pero que muchas veces hace la diferencia. Eso que no lo es todo, que puede parecer nada, pero que es el comienzo de cualquier cambio que importa y que valga. El considerar al otro como un interlocutor y no un cliente, un empleado, o un beneficiario.

No le ha dado a la Nana la Presidenta la libertad, pero sí le ha preguntado: “¿Qué te hicieron?”, logrando con esa sola pregunta mucho más de lo que queremos admitir ahora que es tiempo de los audaces, los que ganan siempre el partido con dos o tres goles ya en el camarín.

En la película, como en la política, ese intento de escuchar termina antes de que la Nana se rebele, se enamore, se vaya. La empleada de anteojos no quiere seguir toda la vida ahí. La casa vuelve a su orden anterior. La breve primavera de la Nana se acaba. Los patrones siguen siendo los patrones, los empleados siguen naciendo y creciendo donde nacen y crecen los empleados. ¿Piñera, Enríquez, Frei? Tres emprendedores, tres triunfadores, tres machos, tres hijos que quieren ganarle al padre. Como triste consuelo, o como verdadera redención, no lo sabemos, le queda a la Nana el buzo de gimnasio, la sonrisa boba y el MP3 para hacer footing en ese barrio en que ha vivido casi toda su vida, pero de la que no será nunca una vecina más.

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