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LA CALLE

28 de Febrero de 2010

Yo fui totemizado

Pepe Lempira
Pepe Lempira
Por

Un relato real, a propósito de las violentas iniciaciones nocturnas de algunos grupos scout.

POR PEPE LEMPIRA

Los sachems merodeaban afuera de la carpa, aullando bajo la luna llena. Los alaridos y tambores eran amortiguados por el torrente del río, pero bastaban para poner nerviosa a la espinilluda patrulla de amigos que estaban en la carpa conmigo. Porque, arbitrariamente, voy a suponer desde el principio -aviso- que siempre mantuve la compostura; que actué con coraje ejemplar durante toda esa noche.

¿CÓMO LLEGUÉ AHÍ?

¿Por qué estaba ahí, a los 15 años, a punto de ser asaltado por unos simples compañeros de excursión campestre? Los miembros de la tribu secreta, eran jefes de patrulla y staff adolescente del campamento. Apenas tenían un par de años más que yo. Así que no creo que estuviéramos siendo abducidos por un movimiento especialmente mágico e intrigante. Había una cierta mística. Pero sólo porque los niños, igual que las viejas, disfrutan mucho las ceremonias y lo insondable. Tal como los escolares náufragos de El Señor de Las Moscas, los scouts también inventábamos nuestras propias religiones paganas. Cultos panteístas, como el temor a una Cabeza de Chanco voladora, que duraban menos que un candy. O, cuando mucho, un par de noches.

Yo había comenzado a ser scout a los ocho años. Serlo puede convertirse, para cualquier niño, en una excusa ideal para esfumarse de la casa de manera barata, legal y hasta honorable. Para mí, hacer abandono de domicilio no era fácil, en medio de los avatares de la crisis ochentera. Recuerdo haberme escapado del hogar, saltando la reja durante un castigo por malas notas. Todo para subirme colado al bus del campamento, llevando únicamente una frazada y la camisa scout de rigor. Pero más allá de esas circunstancias personales, es real la dificultad que tiene un niño cualquiera, que no quiera vivir en “situación de calle” (o por lo menos no dormir en ella), para simplemente desaparecerse durante buenos días del mundo de los adultos. Sí. Meterse a scout era un poco como ingresar al club de los niños perdidos de Nunca Jamás. Y en ese contexto aullar a la luna no sonaba tan raro.

Casi en todos los campamentos (no siempre) había un par de mayores de edad. Listos para imponer la cordura-locura que pudieran contener en sus cabezas de jefes. Pero el descampado es amplio; el bosque, umbrío y la noche, oscura. Así que el funcionamiento clandestino de la tribu de los sachems no era escabroso. Los adultos, en la mayoría de los grupos, tampoco los perseguían mucho, entendiendo que esa era la “travesura” de los guailones. Se contentaban con tratar de administrar esos ritos y temores, buscando que el ánimo de la excursión no decayera y nadie terminara en la asistencia pública. Pero esa noche el scout de más viejo habrá tenido diecinueve años. El grupo, por falta de apoyo, se estaba desbandando en medio de una crisis administrativa. Los sachems podían atacar a sus anchas y tratar de perpetuar su especie…

MI INICIACIÓN

Ya había visto varias incursiones de los sachems en las carpas. Su apelativo les venía del título que usaban los chamanes de la tribu algonquina, en Norteamérica, y eso daba un tono indio a toda la performance.

Irrumpían despertando a los más chicos, zamarreando sus carpas desde afuera o realizando desmanes menores, como apoderarse de la comida, botar la carpa o pegar unas patadas. Llegaban secuestrando a los que participarían del rito de iniciación, la “totemización”. Un antropólogo verá en esto similitudes con todos ritos de iniciación masculina de las sociedad primitivas. Como el kloquetén de los yaganes. Y como cualquier actividad unisex (estar preso, jugar fútbol), el asunto era subliminalmente gay.

Para mantener la ilusión, usaban capuchas o se tiznaban con carbón. Pero el mal rato se soportaba porque era apenas una anécdota en medio del campamento. Lo más inquietante es que actuaban como poseídos y en grupo suficiente como para desanimar la resistencia. Ya no respondían a sus propios nombres, sino que a sus “nombres de tribu”, que supuestamente debían corresponder a la personalidad secreta de quien lo usaba. Así que todos se trataban de “castor tenaz” o “puma centelleante” de arriba para abajo. Pronto se comprendía que llamar al iniciado por su nombre civil era una ofensa suprema, pues sacaba a los actores de situación: “¡¡¡¡¿Cómo llamarme?!!!! ¡¡¡¡Quién ser Chalo Peralta!!!!”, gritaba el aludido. Ah, porque, MUY IMPORTANTE, todos los sachems hablaban invariablemente como pieles roja de película.

“Tú: venir con nosotros”, me dijeron esa última noche de mi último campamento scout. El autor de la frase era un amigo, cuya identidad se podía adivinar muy fácilmente tras la capucha. Siempre que hablaba le salían gallitos. “¡¡¡Rápido!!!”, gritó, mientras me ponían una bolsa de plástico en la cabeza con el fin de asfixiar relativamente al nuevo miembro. Un destino en el que me acompañó un par compañeros de la carpa. Los tres nos internamos en la noche boqueando como pescados en el piso de un bote. Siguió un sendero de varillazos. Un paso por el río. Luego llegamos al “lugar sagrado” de la tribu, donde nos descubrieron la cabeza.

La ceremonia no era especialmente elaborada y los secretos antiguos se limitaban a un par de generalidades sobre las obligaciones de lealtad y silencio que debían observar los afortunados hermanos. Todo condimentado con diversas humillaciones (como ser embadurnado con jurel podrido y bosta de vaca) y una orden no muy estricta de pasar descalzos sobre unas brasas humeantes.
Uno de los aspirantes, en un arranque de arrojo, pasó dando saltos sobre la fogata. Esto aplacó la sed de sangre y tortura de los sachems, que deben haber estado esperando un poco de ruego, de patetismo. Pero como no se dio, se pasó a totemización en sí; que no fue feliz desde mi punto de vista, ya que se me nombró Delfín Prudente. Apelativo que no he tenido ocasión de usar desde entonces, por lo que se comprenderá que no he cumplido mis deberes de lealtad con la tribu. El juramento de silencio, que era lo que quedaba, acaba de ser roto con este texto sin nombres reales.

¿Tenía gracia todo eso? Habían allí nociones autodidactas de alteración de la conciencia y psicodelia. Los tambores y aullidos se combinaban logrando el efecto de un trance ligero o droga suave. Pero entonces me decidí a salir a mochilear por mi cuenta. Siguiendo ese camino volví, años después al lugar exacto de la totemización. Por nada en especial. Sólo porque es una buena reserva forestal para armar carpa. Casualmente allí tomé mi primer ácido, que, si me apuran, resultó ser una experiencia mucho más memorable. Psicodélicamente más completa, sin duda.

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