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Opinión

19 de Octubre de 2011

Los perros de la calle

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
Por

Los últimos acontecimientos sociales acaecidos en el país (marchas y protestas ciudadanas y estudiantiles), implican para el lenguaje del arte dos cosas: o una actitud de repliegue formal o una apertura en dirección a la turbulencia proyectada por el contexto social.

Frente a la segunda opción, la primera pareciera ahora inconducente en términos estéticos. A menos que funde su solipsismo formal en un discurso altamente subversivo en términos visuales (como ocurrió con el cuadrado blanco de Malevich a meses de la revolución rusa de 1918).

El arte chileno, de estos últimos años, nos ha acostumbrado a un tipo de visualidad recelosa de los ademanes grandilocuentes del discurso épico (“Hay que desintoxicar el arte de los traumas heredados de la dictadura”). Para esta concepción de la disciplina, todo tiene que ser intimista, minimalista, decorativista, ornamentalista y anti-retórico, en sintonía con una academización mercantil y ferial de lo que queda del arte crítico o vanguardista. Con esto triunfa la pequeña historia. “Ya no vivimos –escribió Roland Barthes– la aceleración de la gran historia, sino la aceleración de la pequeña historia”.

Pero la historia vive de un ritmo embrollado; transita entre la calma y la turbulencia, la alegría y la rabia. Un ejemplo de esto lo encontramos en el Chile actual, representado por las últimas protestas estudiantiles. Se trata de una mezcla perfecta entre el desate carnavalesco de la adrenalina, la diversión, la irracionalidad, la táctica callejera, las coreografías performáticas, los postes doblados, los peñascos tirados por doquier, los hedores y humos de gases, las jaurías de perros en su salsa y la irreal calma que sucede a los estallidos sociales.

¿Y el arte chileno frente a este carnaval público y social? Lamentablemente sigue atrapado en la pequeña historia. Esto es algo que se puede rastrear desde inicios de la llamada “recuperación democrática”. Fueron momentos en que se instala –en los primeros años de los noventa– las políticas de pacificación (con Krauss y Boeninger a la cabeza). Políticas que no logran evitar, a la larga, las trazas abiertas por las heridas y el daño ejercido sobre el inconsciente colectivo.

Hay que insistir en esto: el arte no tiene que ver con el consenso o la reconciliación; reniega de las políticas oficiales de la pacificación. Salvo excepciones, el arte practicado en Chile se ha visto, en los últimos años, subsumido por una utópica proyección de sus artistas al circuito internacional, donde la figura de Pinochet ya no guardaría el rendimiento o interés político que tuvo durante la dictadura y los primeros años de la recuperación democrática.

Esta utópica internacionalización del “arte chileno” tiene en la actualidad su contraparte en una creciente iniciativa de las autoridades culturales por “musealizar la memoria”. ¡Musealizar el daño político padecido por el país! ¡Convertir el recuerdo en un asunto de mausoleo!

Mientras las autoridades políticas y culturales apuestan por una concepción museal y ferial del arte chileno, susceptible de ser exportado, la imagen exterior del país muestra lo siguiente: una consolidación de la figura histórica de Pinochet (al lado de insignes y crueles dictadores de la historia pasada y presente del planeta), y a nivel de los medios de comunicación y de las redes sociales, la jovialidad mediática retratada por los carnavalescos desórdenes callejeros, el inconformismo frente a la desigualdad social, el rechazo frente a los abusos y arbitrariedades del capitalismo desregulado, la futilidad e impotencia de la política, los guanacos y zorrillos en plena acción, los perros de la calle, la belleza aurática de Camila Vallejo y los tics y convulsiones orales y corporales de nuestro actual presidente.

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#arte#Perros#política

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