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LA CALLE

28 de Enero de 2012

El Búnker del pistolero de El Bosque

Carlos Espinoza apenas salía a la calle. Su mente estaba confinada en el disco duro de su PC. En él guardaba diccionarios, atlas, enciclopedias, manuales de armamentos y una extraordinaria colección de novelas de anticipación. Todavía los peritos de electroingeniería de la PDI escarban en la babélica colección de Espinoza, el asesino que acribilló a dos vecinos en la comuna de El Bosque y que dijo a la prensa que le habían hecho bullying durante 25 años.

Por

FOTOS: CRISTÓBAL OLIVARES

Después de matar a balazos a dos de sus vecinos y dejar a otra con la pierna acribillada, Carlos Espinoza Espinoza, un tipo quitado de bulla que vivía con su padre en una sencilla casa de ladrillo princesa, se metió a su casa.

Cristián Antillanca, un vecino, lo siguió. Abrió la puerta de una patada, una reacción estúpida que bien le pudo costar la vida, como se recriminó después. La casa estaba oscura. Gruesas frazadas cubrían sus ventanas. Al fondo de un pasillo divisó una luz tenue, recuerda, y le pareció que alguien lo miraba. Avanzó con el corazón a full, empujó suavemente la puerta entreabierta de una habitación y miró a los ojos al hombre que acababa de dispararle a dos vecinos del barrio. “Aquí viene lo peor”, se dijo Antillanca.

Un disparo atravesó la puerta y se incrustó en una muralla. Luego se escucharon seis tiros más. Espinoza había recargado el arma. Antillanca corrió por su vida.

-¡Arranquen, cargó el arma! -le gritó al vecindario que se había agolpado en el pasaje Las Violetas, de El Bosque.

Los vecinos se esfumaron. Sólo quedaron tres bultos desparramados en el pavimento: Carlos Monzó, su hijo del mismo nombre y su esposa Iris Iturrieta. Junto al cuerpo de la mujer estaba tirado el coche de su nieto. Todos huyeron tan rápido que casi nadie reparó en la suerte de la guagua.

Segundos más tarde, con una pistola en la mano y un cinturón con más de ochenta balas en la cintura, apareció Carlos Espinoza. Descargó cinco balazos más. Antes de rematar a Carlos Monzó hijo, vociferó:
-¡Esto es por mi madre!

Después, se guardó la pistola y se metió en su casa. A la pieza en que escondía su vida y donde había estado monitoreando con cámaras y cables la vida de sus enemigos.

TU FUISTE

Espinoza le alcanzó a decir a la prensa cuando se lo llevaban preso que había matado a sus vecinos porque durante 25 años ellos le habían hecho bullying. En la cárcel se puso más fatalista y le contó a los detectives que le fueron a hacer un informe sicológico que “sabía que esto iba a terminar así, o los mataba o me mataban”.

Ese día, explicó, había salido a cerrar la puerta por orden de su padre y que Carlos Monzó, que iba pasando junto a su familia en cuanto lo vio le despachó, poco cariñoso:

-Hola, conchetumadre.

“Había una piedra chica y se la tiré al hueón. Estaba muy enojado. Me sigue molestando. Se me acercó y me tiró una patada en el pecho. Ahí saqué la pistola y le di seis tiros. Siempre salía armado a cerrar. La señora caminó y dije “está mujer también tiene parte”. Le disparé y la herí. Ella nunca evitó que me molestaran”, le dijo a los PDI.

La versión de Espinoza fue corroborada por uno de sus vecinos, no así por Iris Iturrieta, esposa de Monzó, quien asegura que su vecino fue quien insultó primero a su marido.

-Le sacó la madre y mi esposo me dijo: “mira, no le hago nada a este y me está insultando”. La cosa es que este gallo se agacha inmediatamente y recoge dos piedras. Mi marido trató de afirmarle las manos, cuando de repente saca la pistola por abajo y le dispara -cuenta Iris Iturrieta, postrada en una cama del hospital El Pino.

La primera bala, asegura la mujer, se incrustó en el cuello de Monzó. Su esposo, desde el suelo, le hizo un guiño con la cabeza para que arrancara. Iris corrió con el coche intentando salvar su vida y la del pequeño Lucas. Espinoza la siguió varios metros.

-Venía con los ojos desorbitados, apuntó al niño, yo me tiré arriba del coche y me disparó en las piernas -recuerda Iris.
Espinoza volvió al lugar donde yacía agónico Monzó y lo remató en el suelo. Los disparos alertaron al hijo mayor del matrimonio, Carlos Monzó Iturrieta, que salió a la calle a socorrer a sus padres. Espinoza merodeaba, en medio de la oscuridad, junto a otros vecinos del barrio. Nadie, hasta ese momento, sabía quién era el autor de la infernal balacera.

Cuando Monzó Iturrieta divisó a su vecino, se abalanzó sobre él gritándole: “tú fuiste”. Espinoza sacó el arma y le disparó a quemarropa. El hijo de Monzó Iturrieta, un adolescente de 16 años, presenció la escena con espanto y luego caminó enfurecido hacia el pistolero. Espinoza lo apuntó con su Taurus calibre .38 y jaló el gatillo. No le quedaban balas. El pistolero huyó y entró al ruedo Cristián Antillanca, que minutos más tarde le salvaría la vida a medio vecindario.

Los detectives en su informe apuntaron que Espinoza les dijo que “este es el final de mi vida, de ésta no salgo vivo”. Probablemente tiene razón: en la cárcel ha recibido amenazas de muerte que obligaron a Gendarmería a mantenerlo en el hospital penitenciario.

Pero no sólo hay desaliento en el informe de la PDI. Además, se consigna su biografía, en sus propias palabras: desde pequeño, aseguró Espinoza, sufrió por el alcoholismo de su madre que “lo humillaba todas las semanas”. Un punto que

Antonio Sepúlveda, su hermanastro y el único que lo visita en la prisión, corrobora:
-Carlos siempre fue extraño, demasiado introvertido, no conversaba mucho. Sus trancas fueron por culpa de mi madre que de partida era alcohólica. Desde los cinco años que tenía que andar buscándola, la encontraba en distintos lados. Le dio mala vida -cuenta Sepúlveda, que fue abandonado por su madre junto a sus hermanos cuando tenía apenas diez años.

Espinoza, desde chico, debió apañárselas completamente sólo. Su padre trabajaba y prácticamente creció cuidando a su madre. “No tuvo una vida normal”, explica su hermanastro. Y agrega:

-Yo le conocí dos o tres amigos pero no los llevaba a la casa por lo mismo. Imagínate, tener 15 años, una madre borracha, la casa toda desordenada, cómo te iban a dar ganas de invitar a alguien. Tampoco le conocí polola.

El mismo Espinoza reconoció a la policía que nunca ha tenido una pareja estable. “Es solo. No le gusta compartir con otra gente, ni divertirse”, indica el informe. Esa misma introversión, saturada de angustia por la vida que tenía, lo llevó a tratar de suicidarse a los 18 años. “Tomé veneno para garrapatas, vomité y eso me salvó”, contó. Luego de eso, Espinoza fue atendido en el hospital El Peral pero nunca asistió a los controles porque “se sentía bien”.

Por esa misma época comenzó a trabajar en una fábrica textil, donde lo llevó Antonio, su hermanastro. La plata que ganaba se la pasaba a su madre. Intentó independizarse varias veces pero siempre regresaba al hogar para cuidar a los “viejos”. A los 35 años, en el año 2002, decidió terminar la enseñanza media y se matriculó en el Liceo Municipal Metropolitano de Adultos. Trabajó esporádicamente como guardia de seguridad y con uno de sus finiquitos se compró un computador. Fue el comienzo de una nueva vida, aún más solitaria que la anterior. Se lo explicó a los psicólogos de la cárcel:
-Con Internet tenía de todo, conocía el mundo, no necesitaba salir de ahí.
Pero salió. Y armado.

BABEL

Los últimos cinco años, Carlos Espinoza los pasó recluido en su pieza, una habitación de dos por tres metros con las ventanas cubiertas con roñosas frazadas. En ese sucucho, rodeado de cables y herramientas, se aisló del mundo.

-Pasaba horas sin salir, a veces estaba toda la noche con la luz prendida, se levantaba para puro cocinar, darme el almuerzo a mí y a su madre y, de vez en cuando, salía a comprar -recuerda su padre, Carlos Espinoza, un anciano de 86 años.

Cada vez que salía a comprar, Espinoza evitaba cruzarse con sus vecinos de la casa del lado. Los Monzó Iturrieta, cuenta el anciano, siempre “le gritaban cosas, le decían maricón y lo invitaban a pelear”. Aunque las rencillas venían desde hace por lo menos tres décadas, las familias alguna vez fueron amigas y convivían sin problemas. En ese tiempo ni siquiera existían murallas divisorias entre ambas viviendas.

-Me acuerdo que el Carlos siempre pasaba encerrado. Una vez le dije que si me podía hacer un mapa y lo hizo súper bonito y lo llevé a la escuela. Mi mamá a veces encontraba a la señora en la calle y la traía para la casa para que no anduviera botada. A veces, incluso, me regalaba dulces -recuerda Alejandra Monzó, hija del fallecido patriarca.

Con los años la relación cambió drásticamente. La familia Monzó Iturrieta creció exponencialmente y la casa se llenó de gente. Una veintena al menos, dicen. Los ruidos comenzaron a hacerse insoportables para Espinoza. Los hostigamientos, también. Carlos Espinoza llegó a bautizar a sus vecinos como “los hocico de tarro” .

-Cuando iba a la casa no comentaban mucho de los vecinos, eran bien reservados, pero igual supe que con el carretón habían echado abajo una reja y que después habían botado la pandereta divisoria -cuenta Antonio Sepúlveda.

Espinoza estaba chato. Acudió al juzgado de policía local de El Bosque y entabló una denuncia. La jueza le dijo que no podía hacer nada si no tenía pruebas. Desde entonces comenzó a acumular evidencia para mostrarla en el tribunal.

Descargó de Internet un manual de circuito cerrado y comenzó a instalar cámaras en su casa. Todo fabricado de manera artesanal, con miles de desechos computacionales, y una infinidad de cables desperdigados por todos lados. Su pieza se transformó, con el correr de los años, en un búnker de observación perimetral. En total instaló seis cámaras y las conectó a un antiguo monitor ubicado en un escritorio al costado de su cama. Tres estaban en el frontis y tres en el patio trasero.

Todas apuntaban donde los Monzó Iturrieta.
-Nosotros al principio no le tomamos asunto pero cuando cachamos que estaban mirando hacia las piezas botamos algunas que estaban en unos palos como de cinco metros -cuenta uno de los nietos del clan.

Las evidencias, Espinoza las comenzó a acumular en el disco duro del computador y en un montón de “devedés” que rotulaba con el nombre de “pruebas”. Algunos de ellos son bastante elocuentes y muestran a algunos integrantes de la familia Monzó lanzando corontas de choclo y todo tipo de desperdicios para la casa de Espinoza. Las pruebas finalmente no sirvieron de nada.

-Carlos fue con las grabaciones al tribunal pero la cosa quedó en nada, nunca lo llamaron -cuenta Antonio Sepúlveda.

Los incidentes continuaron. Espinoza se quejaba que sus vecinos habían entrado a su casa y le habían robado un televisor.
Fue en ese entonces cuando se decidió a comprar un arma. La primera fue una Smith&Weson, calibre .38, inscrita el 7 de mayo de 1990. La segunda, una Taurus del mismo calibre, que inscribió el 6 de enero del año 97.

Sus extensas jornadas de vigilancia las mezclaba con una búsqueda acuciosa y desenfrenada de manuales de oficios: jardinería, albañilería, construcción, peluquería, instalaciones eléctricas, plomería y una variedad infinita de guías de las más diversas profesiones habidas y por haber. También descargaba diccionarios, atlas, enciclopedias, cursos de lingüística y manuales de armamentos.

Leía literatura, historia y anatomía. Tenía una biblioteca extraordinaria de novelas de anticipación y la colección completa de Asimov, Lovecraft y Bloch. Archivos con innumerables libros de Arthur Machen, Agatha Christie, Alfred Bester, Ambrose Bierce, Algernon Blackwood, Clifford Simak, Lord Donsuny, Norman Spinrad, Philip K. Dick, Chesterton, John Sheridan le Fanú, Chesterton, los hermanos Strugatsky y una infinidad de autores más.

Su mente estaba confinada en el maldito disco duro que se llevó la policía y en los restantes “devedés” esparcidos en su habitación. Todavía los peritos de electroingeniería de la PDI escarban en la babélica colección que Espinoza guardaba en su computador.

-Creo que hay antecedentes de que el tipo mantiene un culto a la violencia, hay indicios de masacres, sacrificios de animales. Seguramente en los archivos van a encontrar más cosas -señala una fuente ligada a la investigación.

Espinoza tenía su mente atestada de datos extravagantes y obsesiones difíciles de precisar. Su paranoia se agudizó tras la muerte de su madre, en mayo del año pasado, al punto de adosar una foto de la mujer muerta en el escritorio donde tenía su computador. Su casa, lentamente, comenzó a transformarse en una extraña fortaleza. Cuando levantaron su nueva vivienda con material sólido aprovechó la madera de la antigua casa para construir enormes murallones para evitar el contacto con sus vecinos. El patio quedó plagado de laberintos de cholguán con puertas abatibles y montones de montículos de arena.

Cuando los policías entraron ahí para detenerlo, encontraron un extraño túnel en el patio. La excavación tenía tres metros de profundidad por unos cuatro de largo. Contaba con cajas de huevo adosada en las murallas y un sistema rudimentario de iluminación. Tratándose de Espinoza, las conjeturas fueron variadas. Pero fue el mismo pistolero quien contó la verdad sobre el extraño agujero. Se trataba de un polígono de tiro, construido por el mismo a punta de pala, donde entrenaba cada noche intentando sacarse la rabia de encima. La misma que descargó el 11 de diciembre pasado en contra de sus odiados vecinos.

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