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Opinión

22 de Marzo de 2012

Ayahuasca

Tiempo atrás, en un lejano lugar del mundo, tomé ayahuasca, esa especie de caldo en el que se mezclan dos plantas amazónicas de las que no recuerdo el nombre. En la sala, además de los invitados, había un chamán peruano revestido con una túnica blanca y, frente a él, una alfombrilla en el suelo que […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Tiempo atrás, en un lejano lugar del mundo, tomé ayahuasca, esa especie de caldo en el que se mezclan dos plantas amazónicas de las que no recuerdo el nombre. En la sala, además de los invitados, había un chamán peruano revestido con una túnica blanca y, frente a él, una alfombrilla en el suelo que hacía las veces de altar. El peruano lanzó algunas preguntas a la concurrencia, todas preguntas prácticas destinadas a dilucidar si acaso había entre los presentes quienes estuvieran impedidos de ingerir el brebaje.

A continuación se limitó a unas cuantas advertencias: que nadie podía irse de ahí antes de que se levantara la sesión, que si alguien sentía ganas de vomitar era bueno que lo hiciera, que las risas o llantos que pudieran emitir nuestros vecinos no eran sino de su íntima incumbencia y que, por favor, nadie hablara en voz alta ni hiciera nada que distrajera al prójimo.

Entonces sopló el perfume de unas pequeñas botellas –aguas de rosas, al parecer- apuntando a los cuatro puntos cardinales. Le rogó a la ayahuasca, a la mamacita ayahuasca, que viniera por nosotros, y después se sentó frente a su alfombra diminuta a esperar que uno a uno nos fuéramos acercando. El cáliz en el que nos servía su poción era de metal labrado y pesado, al menos en proporción a su tamaño, apenas más grande que un dedal. Lo bebí sin apuro y tan ceremoniosamente como pude, lo que no es mucho decir dada mi intrínseca y torpe distancia de todos los ritos. Cuando el último de los presentes terminó de comulgar y regresó a su puesto, el chamán agarró una especie de plumero y se paseó sacudiéndolo con un ritmo para nada casual sobre cada una de las cabezas. Entonces empezó a cantar “ayahuasca, limpia el cuerpecito, limpia espiritito”, y no sé en qué momento esos cantos se fueron convirtiendo en el pasaje a un mundo que dejaba atrás el de todos los días, atrás o a un lado, para adentrarse en otro donde la razón no alcanzaba a comprender.

Es difícil describir lo que me sucedió ahí, justamente porque las palabras de todos los días no sirven para explicar eso que acontece en sus reversos. El tiempo de las cosas y las construcciones se fue diluyendo para penetrar en el tiempo misterioso de las plantas, las piedras y las aguas. Al poco andar ya se habían desmoronado todas las certidumbres, todos los rangos y todas las pretenciones, y la supuesta dureza de los muros con que vivimos chocando perdió su consistencia.

Los cantos entonados por el chamán y otros adelantados brotaban de pronto como flores en ese paisaje a la vez armónico e ingobernable. Una fuerza que nos excedía nos estaba llevando a pasear por las historias perdidas y por esa extraña sabiduría que jamás podrá desentrañar ninguna cabeza, al menos ninguna inteligencia de cabeza. Recordé a varios de mis cuates y tuve ganas de que estuvieran ahí conmigo, solos y conmigo, confundidos y maravillados, haciendo añicos las petulancias y tristes sofisticaciones que a cada rato llegan a tentarnos. En ese territorio indescifrable la memoria de cada cual se hacía una con la de los árboles, la sangre se asemejaba a la sabia y los pensamientos se independizaban de sus dueños para caer lentísimamente, como hojas secas, hasta una tierra húmeda que se abonaba con ellos. Y así, tras mucho volar, fuimos regresando al lugar del que habíamos partido. Las cosas volvieron a ser las cosas que eran. Los muros de nuevo se endurecieron. Todo recuperó su aspecto anterior. Sólo su aspecto.

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