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Opinión

10 de Mayo de 2012

La porfiada agonía

Somos criaturas frágiles. Mínimas caídas, breves lapsos de privación de oxígeno, o contusiones que en cualquier otra especie significarían no más que un mal rato, al homo sapiens le pueden causar la muerte. Sin embargo, a pesar de ello, hemos cuadriplicado nuestra esperanza de vida, hemos poblado casi todo el planeta, y en ocasiones, hasta […]

Christian Alvarez
Christian Alvarez
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Somos criaturas frágiles. Mínimas caídas, breves lapsos de privación de oxígeno, o contusiones que en cualquier otra especie significarían no más que un mal rato, al homo sapiens le pueden causar la muerte. Sin embargo, a pesar de ello, hemos cuadriplicado nuestra esperanza de vida, hemos poblado casi todo el planeta, y en ocasiones, hasta nos hemos asomado fuera de él para reconstruir la historia del cosmos. Nada mal para un frágil primate de apenas 100.000 años de estadía en la Tierra. Las razones de nuestros éxitos son variadas y complejas, y ocupan vocaciones de múltiples disciplinas, pero un factor común en ellas es sin duda el conocimiento, su aprehensión, y posterior capacidad para comunicarlo más allá de los límites de nuestra biología.

La escritura, la imprenta, el telégrafo, la radio, y ahora el internet, son los vestigios de la búsqueda humana por traspasar la información necesaria para la supervivencia de la especie, tal como el ADN, sólo que a nuestra voluntad en vez del azar evolutivo.

Nuestra civilización aún en construcción, intenta garantizar la supervivencia de nuestros logros como especie por medio del marco legal. Así fue como el conocimiento necesitó ser protegido por medio de leyes específicas, que resguardaran su uso, integridad, y sobre todo, el justo respeto a la propiedad sobre éste de su autor. En épocas pretéritas, el alto costo de la tecnología necesaria para difundir las obras intelectuales, obligó a unificar el respeto a la autoría con el respeto a la difusión, que sólo podía ser realizada por una gran industria en contrato directo con el creador.

En las últimas décadas, la informática nos ha otorgado herramientas inexistentes e inimaginables en tiempos del primer convenio internacional sobre Propiedad Intelectual (1914 en Berna), cambiando para siempre las condiciones en que el conocimiento y el arte se crea y se distribuye. Quizá conscientes de estos hechos, nuestros legisladores introdujeron el 2010 una serie de reformas a la ley vigente sobre Propiedad Intelectual, con el fin de mantener la protección del autor, pero considerando las complejidades propias de nuestra era, más las resultantes de las particularidades chilenas como las impresentables desigualdad y segregación social.

En este contexto, al contrario de lo esgrimido por los representantes de HBO, la decisión del Primer Juzgado de Garantía de Santiago de suspender la causa del caso Cuevana, implica nada más que la constatación del anacronismo de considerar como delictiva la comunicación de obras artísticas y conocimientos en internet, pues como establece el Artículo 71 de la Ley 17336 en su inciso N, las obras de un archivo pueden usarse públicamente siempre y cuando se haga con fines educativos y culturales, en vez de lucrativos.

Ante una realidad en vertiginoso cambio ante los estáticos parámetros defendidos por la industria cultural, y ante un fallo que descartó la imputación de los delitos que HBO esgrimía en mi contra, resulta comprensible el intento de confundir los hechos por parte de su representante legal; utilizando términos imprecisos, coloquiales y no reconocidos por la ley como piratería, asumiendo como propio un acuerdo del cual no fueron parte, y que suscribí con la Fiscalía en términos incluso propuestos por mi persona; y por supuesto, lo que me parece más grave, considerar que la oportunidad de compartir conocimientos con niños y jóvenes de mi comuna pueda ser un castigo.

Es la porfiada agonía de un tipo de industria que habiéndose visto superada por las herramientas tecnológicas, sumado a su incompetencia para satisfacer la demanda de bienes culturales de la población, pretende utilizar el capital económico y social acumulado a su favor instalando falsas dicotomías, conceptos fatuos, y leguajes amedrentadores y amenazantes. Si bien es cierto el marco legal vigente nos establece responsabilidades respecto al Derecho de Autor que debemos cumplir, también es cierto que establece posibilidades para su uso de forma libre, no lucrativa y con fines educativos y culturales, respetando siempre la autoría de las obras utilizadas.

Con las precisiones establecidas en el artículo anteriormente citado, como ciudadanía que durante un año ha reclamado una mejor educación, tenemos el deber de elaborar estrategias que amparándose en la normatividad, sean capaces de mantener circulando el impulso imprescindible de nuestra especie: aprender y comunicar lo aprendido. Y lo planteo como un deber no tan sólo en los términos del debido respeto al marco jurídico y a la estabilidad de las instituciones, sino que además un deber respecto a aquellos millones de personas que en lejanas épocas, hicieron lo mismo que hoy algunos por propia conveniencia buscan castigar: comunicar la información creciente y necesaria para nuestra permanencia en el mundo.

Compartir información con fines educativos y culturales no sólo no es delito, sino que es el requisito fundamental para construir una forma de vida en que la humanidad supere sus tareas pendientes, y logre salvarse de sí misma.

* El autor fue detenido por colaborar con el sitio de películas en línea Cuevana

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