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Opinión

30 de Junio de 2012

Romanticismo del conocimiento

Quizás no hay un gran libro que no contenga al menos un gran viaje. Uno de los mejores libros que yo he leído en bastantes años, La edad de los prodigios, del historiador británico Richard Holmes, está atravesado de la primera a la última página por los muchos viajes de la gran época de las […]

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Quizás no hay un gran libro que no contenga al menos un gran viaje. Uno de los mejores libros que yo he leído en bastantes años, La edad de los prodigios, del historiador británico Richard Holmes, está atravesado de la primera a la última página por los muchos viajes de la gran época de las exploraciones ilustradas, pero el marco temporal que cubre lo delimitan precisamente dos: dos vueltas al mundo, las dos tan llenas de aventuras que abarcarían cada una al menos una docena de novelas, las dos tan decisivas que cambiaron para siempre las vidas de quienes participaron en ellas y ensancharon en una escala revolucionaria los límites del conocimiento humano. En abril de 1769 el buque Endeavour, al mando del capitán James Cook, llegó a la isla de Tahití, en el curso de un viaje que iba a durar tres años, y cuya misión principal era observar el tránsito de Venus.

En diciembre de 1831, el joven Charles Darwin, un naturalista aficionado, se embarcaba en el Beagle con la vaga tarea de hacerle compañía a su capitán y de realizar observaciones geográficas y botánicas en América del Sur. En nuestra época, dominada por la convicción idiota de que el pasado es un mundo de gente aburrida y provecta que a diferencia de nosotros lo ignoraba todo sobre las nuevas tecnologías, sorprende comprobar que los grandes exploradores y descubridores científicos de hace más de dos siglos fuesen gente tan joven: en 1831, Charles Darwin tenía 22 años; en abril de 1769, recién llegado a lo que parecía el paraíso terrenal de Tahití, Joseph Banks, el responsable de las observaciones astronómicas de la expedición de Cook, iba a cumplir 26.

Con un instinto para las simetrías inexactas que parecería más propio de un novelista, Richard Holmes empieza su libro con la llegada del Endeavour a Tahití, después de una travesía de más de seis meses desde Inglaterra, y lo termina con la partida del Beagle. El final de un gran libro es también muchas veces una perspectiva abierta sobre el porvenir que hay más allá de él, porque nos gusta que las historias se completen, pero también que nos recuerden que no hay trama que no sea incesante. Esa despedida narrativa de La edad de los prodigios es el comienzo de otra era en el conocimiento científico que ya es de algún modo la que vivimos nosotros: los cinco años de la vuelta al mundo de Darwin en el Beagle son el gran viaje educativo que dio lugar a El origen de las especies, que sigue estando en el centro de todas nuestras ideas sobre la vida y sobre el lugar de los seres humanos en la naturaleza, y que al cabo de más de siglo y medio, asombrosamente, aún provoca el escándalo de los integristas. Pero la gran ruptura de Darwin no habría sido posible sin una larga tradición de racionalidad y de observación empírica de las cosas que empieza en Inglaterra con Francis Bacon y Robert Hooke y continúa con Newton, y una generación más tarde con ese espíritu a la vez ilustrado y romántico que es el impulso del primer viaje de Cook.

Entre el viaje del Endeavour y el del Beagle, cuenta Richard Holmes, una misma pasión por el conocimiento impulsa a los investigadores que aún no se llaman científicos —el término en inglés, scientist, fue acuñado en 1834— y a los poetas a los que más tarde se llamaría románticos. Las divisiones exageradas más tarde por la miopía de los especialismos académicos nunca existieron. Samuel Taylor Coleridge era amigo de astrónomos, exploradores y químicos, y en su poesía y sus ensayos están presentes los debates científicos que le entusiasmaban tanto como la literatura. Keats y Shelley tuvieron formación médica. Humphry Davy, que hizo descubrimientos fundamentales en química, gustaba de los paseos solitarios por esos paisajes desolados en los que nadie había encontrado belleza hasta la irrupción de la mirada romántica, y escribió poemas casi con la misma fertilidad con que publicaba ensayos científicos.

Ningún poeta ejercitó tan temerariamente la imaginación como el astrónomo William Herschel, que descubrió el planeta Urano, el primero que se añadía al Sistema Solar desde la Antigüedad. Fue Herschel quien concibió la idea del universo no como un templo o una bóveda en la que se movían ordenadamente los cuerpos celestes según las leyes de Newton, sino como un espacio de distancias que la luz tardaba millones de años en recorrer y en el que estrellas y galaxias estaban permanentemente formándose y destruyéndose. El devoto Haydn aseguraba que el sobrecogimiento de mirar por el telescopio de Herschel, el más grande construido nunca, le inspiró para componer su oratorio La Creación, que contiene alguna de la música más memorable de aquellos tiempos. Pero mucho antes de El origen de las especies, desde finales del siglo XVIII, las observaciones astronómicas de Herschel desbarataban implícitamente la veracidad obligatoria del relato bíblico: el espacio era mucho más grande de lo que había imaginado nadie y contenía muchos más soles y más mundos; el tiempo no podía medirse por las generaciones de la Biblia sino por la edad de las galaxias y la velocidad de la luz.

El conocimiento puro era una pasión tan heroica como la poesía y también una manera práctica de mejorar la vida de las personas y de establecer una fraternidad que estuviera por encima de las lealtades nacionales. William Herschel era un alemán que hizo toda su carrera en Inglaterra. Científicos británicos y franceses se mantenían en comunicación incluso durante las guerras napoleónicas. Ilustración y Romanticismo se combinan en los viajes de Mungo Park en busca de una Tombuctú que parece inventada en los sueños del opio y en el empeño de Humphry Davy por lograr una lámpara segura para los mineros del carbón, que morían en accidentes terribles cuando las llamas de sus candelas provocaban explosiones de metano, quemándolos o sepultándolos vivos bajo los aludes. El relato meticuloso de la invención de la lámpara de Davy absorbe tanto como el de las aventuras eróticas del joven Joseph Banks en Tahití o las primeras ascensiones en globo o las noches en vela de William Herschel y su hermana Caroline explorando el cielo con el telescopio.

En nuestro país, décadas de adoctrinamiento en la ignorancia instigado por una mafia política agresivamente analfabeta han desprestigiado y casi extinguido el amor por el saber, lo han convertido en una especie de antigualla sombría que solo es tolerable si la reduce a unas cuantas pildoritas de colores administradas lúdicamente y con el adecuado envoltorio tecnopedagógico: en La edad de los prodigios Richard Holmes vuelca toda su erudición y todo su talento narrativo en el gran relato épico de la pasión humana por aprender, por descubrir, por explorar, por experimentar, por imaginar con solidez y rigor lo que todavía no se sabe si existe, la atracción del misterio que está en la raíz de la ciencia y de la literatura, la alegría de dedicar la vida a una vocación exigente, tan fértil para uno mismo como para los otros. Miguel Martínez-Lage murió cuando lo estaba traduciendo. Puedo imaginar cómo disfrutaría con ese trabajo, él que amaba tanto la buena prosa en inglés.

La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo. Richard Holmes. Traducción de Miguel Martínez-Lage y Cristina Núñez Pereira. Turner. Madrid, 2012. 686 páginas. 32 euros.

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