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Opinión

16 de Agosto de 2012

Alguien tiene que gritar

El residuo alegórico de la geología retorna al imaginario chileno como obsesión, recurrencia de lo reprimido. En su mutismo las placas tectónicas hablan con elocuencia sobre lo que nos falta o sofoca: la sutura apresurada en una historia hecha a fuerza de negaciones o adaptaciones excesivas, demasiado silenciosas para sostener su verosimilitud. Siempre vuelve a […]

Martín Hopenhayn
Martín Hopenhayn
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El residuo alegórico de la geología retorna al imaginario chileno como obsesión, recurrencia de lo reprimido. En su mutismo las placas tectónicas hablan con elocuencia sobre lo que nos falta o sofoca: la sutura apresurada en una historia hecha a fuerza de negaciones o adaptaciones excesivas, demasiado silenciosas para sostener su verosimilitud. Siempre vuelve a visitarnos, en nuestra tradición estética, esta correlación entre geología y sensibilidad, entre temblores y humores.

En esta tradición se inscribe con signos nuevos la estructura que presenta Constanza Alarcón hasta el 25 de agosto en la Galería Die Ecke de Arte Contemporáneo de la Calle Infante. En ella irrumpe, ocupando el espacio completo de la Galería, una recreación de los cañones arquetípicos (como el Gran Cañón en Estados Unidos, de fuertes resonancias en la obra expuesta), consolidada en un enorme cuerpo de madera revestida de aplastante blancura, con un corte abrupto que separa dos cuerpos y que por medio de un ingenioso sistema mecánico se abren y se unen sin cesar. Casi puede leerse esta estructura como un juego de formas avistadas en sueños, resonancias arquetípicas que la piedra extrae del inconsciente colectivo para estamparlas en las laderas de un cañón.

La obra de Constanza Alarcón (“y sin embargo se mueve”) parece, en una primera mirada, un ejercicio de sedación en que confluye el bascular hipnótico del movimiento telúrico con la deliberada falta de contraste que impone el blanco a lo largo de toda la estructura. Pero a poco andar, en lugar de sedar, inquieta. Una rara incongruencia entre lo diáfano y lo sísmico, entre claridad y opacidad, entre lo transparente y lo refractario, nos obliga a circundar la obra, atravesarla por el medio cuando la falla se ensancha, abarcarla en su resistencia.

Las alusiones metafóricas podrían ser inagotables en el trabajo expuesto. El reverso del carácter en una abstracción que reniega de toda idiosincrasia, y sin embargo desde esa imposibilidad de hablar, o de sentir, vuelve sobre lo que somos. En el espejo de este “monstruo amable” estamos fallados, fracturados, partidos por el eje. Y sin embargo, callamos y simulamos con esa misma claridad. A ella debemos este rictus de mansedumbre que recubre la violencia sobre la que el presente que somos se levanta. Asimilamos con sorprendente fluidez estas capas geológicas que nunca se interrumpen del todo, la contracara en roca de una cultura hecha a fuerza de remedos, imbunches, hibridaciones fácilmente asimilables. Las fisuras, sobre y bajo tierra, encajan sin ruido y sin pompa.

Habría que desangrar esta estructura con un tajo que no fuera el de la falla profunda, sino otro, imaginario, que desgarra la superficie onírica que asciende hacia el cielorraso. Un hilo de sangre podría brotar desde el atorado interior de esta especie de maqueta que resume el largo desfiladero de la cordillera de los Andes, sorprender la superficie como un geiser en que la humanidad a la vez se prodiga y se derrama. Algo reclama la estructura enorme de madera escondida bajo la apariencia de la piedra (siempre queriendo aparentar más o menos densidad de lo que somos), reprimida bajo la redondez de la blancura: algo quiere del espectador, y no sabemos qué. Un pronunciamiento que haga hablar lo que ha sido largamente callado, diezmado por el movimiento de cierre y desmembrado por el de apertura.

Borramos, o bien borroneamos drama y tragedia en este abrir y cerrar de cortes que se multiplican hasta el infinito en la estructura expuesta. No hay ruido en la falla cuando se destapa o recubre. Y sin embargo, desde el lado de la lectura que escruta la obra, alguien tiene que gritar: mostrar la herida o la hilacha.

Lo que expone Constanza Alarcón es una deuda pendiente. Cuanto más la sella, más la estira.

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