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Opinión

2 de Noviembre de 2012

“Nunca percibí una escucha más atenta como cuando leí poemas en el sindicato de prostitutas de Córdoba”

El poeta y académico cordobés Silvio Mattoni (1969) presentará en noviembre en Chile una ponencia sobre el poeta argentino Juan L. Ortiz -un autor fundamental y poco conocido que habla de una Argentina fundacional y poco conocida-. Y realizará junto a Raúl Zurita una lectura de sus poemas en Santiago. Mattoni es uno de los […]

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El poeta y académico cordobés Silvio Mattoni (1969) presentará en noviembre en Chile una ponencia sobre el poeta argentino Juan L. Ortiz -un autor fundamental y poco conocido que habla de una Argentina fundacional y poco conocida-. Y realizará junto a Raúl Zurita una lectura de sus poemas en Santiago. Mattoni es uno de los poetas más interesantes de Argentina. Erudito pero no careta, mezcla cultura y cotidiano con maestría.

En tu ensayo sobre Juan L. Ortiz que presentarás en Chile, el 8 de noviembre en la U de Valpo, hablas de una épica sin nombres de héroes. Para mí hay algo muy atractivo en ese anonimato y esa impersonalidad. Está la reverberación del río en vez de la voz estridente del bardo.

-Se trataría de una épica porque el poema “El Gualeguay” tiene varios miles de versos, y allí Ortiz cuenta la historia, los siglos que pasaron en esas orillas, desde la perspectiva impersonal del río. ¿Qué son para esas aguas inmemoriales las tribus, los conquistadores, las batallas que se suceden? A lo sumo, el río refleja el dolor en una momentánea mancha roja que se diluye enseguida o en el uso industrial que se cierne sobre el entorno. Entonces la épica, que era en ciertas épocas la narración de aventuras de un héroe representativo, que encarnaba ideales de su comunidad, y luego, en la supuesta épica moderna de la novela, un héroe problemático, cuya interioridad insatisfecha o simplemente estúpida enfrentaba la prosa del mundo burgués, se transforma en oda, en himno a la inhumanidad y a la generosidad del río. Además, el poema de Ortiz, el más largo que intentó y al que consideró inconcluso o inconcluible, termina en el momento en que debería nacer el poeta –si bien faltan las fechas y los nombres, casi puede datarse cada etapa histórica que se cuenta–, de modo que el bardo se eclipsa para que hable esa voz que se dirige al río, no a un dios ni a una personificación, al río como sensaciones, como presencia sin nadie.

CAUDILLOS, LÍDERES

Hiciste el prólogo a “El caudillo”, la novela del padre de Borges, Jorge Borges. En ambos casos (Borges padre y Juan L.) hay una argentina selvática, fundacional pero poco conocida. Te pregunto por el tema del caudillo considerando las figuras fuertes del peronismo v/s la figura del líder empresarial por ejemplo o la misma figura del poeta.
-Diría que la figura del caudillo podía producir una fascinación, aunque fuera negativa, porque transformaba un territorio poco poblado en capital y en factor de fuerza: vacas para vender, gauchos para guerrear. Ante eso, la ingenuidad del padre de Borges pone en escena a un moderno sensible, educado a la europea, que choca contra la violenta eficacia del poder territorial, sin avanzar demasiado por sobre la demonización de esos jefes provinciales que elaborara la literatura liberal argentina del siglo XIX. Borges hijo hará de esos personajes un invento de la historia para decorar nuevas mitologías con esquemas clásicos.

¿Y en Ortiz?
-Su poema del río Gualeguay, por ejemplo, alude al caudillo entrerriano Ramírez sin nombrarlo, y a su decapitación costumbrista a manos de otro caudillo, cordobés, hablando de una “ramita” (por Ramírez) que es quebrada, mutilada. En todo caso, el poeta que quiere celebrar la naturaleza en Ortiz reduce esa figura romántica a una extrema modestia, una pasividad receptiva, una escucha de rumores. Desde el punto de vista de los casilleros previamente armados en la representación literaria, el peronismo vendrá a llenar de nuevo el espacio del caudillismo, con la misma demonización ampulosa por parte de algunos escritores. Pero ya había otras poblaciones, otras migraciones. Ya se podía decir con Macedonio, y en contra del criollismo nostálgico que quería separarse del aluvión de inmigrantes pobres de comienzos del siglo XX, que el gaucho era un invento de los estancieros para divertir a los caballos.

Para mí la figura del caudillo está presente: hoy se llama líder en el mundo neoliberal. La estructura hacendal sigue presente. Se confía en los que siempre han ejercido el poder porque “tienen experiencia”.

-No sé si se puede identificar al líder liberal con aquellos jefes de tropas y haciendas. Si bien en las partes más tradicionalistas de nuestros países puede darse que el apellido, el nombre del pájaro rapaz que llegó a posarse primero por estos lares, haga ese puente trans-histórico y produzca el efecto ilusorio de que sigue habiendo jefes.

Con la palabra no sucede algo muy distinto en toda Latinoamérica: hay más homenajes que lecturas, más sacralización que análisis: hay necesidad de héroes. Y un curioso sentido del prestigio basado en la acumulación de conocimiento adquirido con dinero o en la supuesta tradición del apellido.

-En la Argentina hay más bien un menosprecio por los poetas y un lugar social marginal para los escritores. Por ejemplo, Ortiz, muerto hace más de treinta años, no es objeto de demasiadas ceremonias. El prestigio, si necesitamos definirlo, se basa en las lecturas apasionadas de otros poetas, y en el fondo es igual en todas partes. Ningún premio Nobel mejora lo que se ha escrito, que seguirá vivo mientras alguien pueda escribir con eso o contra eso. El prestigio del conocimiento adquirido, que si no lo entiendo mal se debería medir por títulos obtenidos o idiomas que se manejan, sólo vale para conseguir algún trabajo. La literatura es otra cosa. El héroe literario, o el milagro de que aparezca, surgirá de otro espacio, muy lejos de pedestales y coronas y apellidos, donde lo todavía no creado salga masivamente de la nada, de la lengua tensada. Lo no literario puede ser heroico, la opresiva y cotidiana prosa del mundo es el material de cualquier verso, aunque esto ya sea muy viejo, muy baudelaireano.

HÉROES

Sigo con los héroes, que en tu caso son los integrantes de la familia, algo muy de los noventa, creo yo: poesía puertas adentro. Ahí parece que están los héroes, por lo menos en dos de tus libros (en “La canción de los héroes”, por ejemplo). Ese poema en donde aparece Astroboy es hermoso, le (te) hablas a tu hijo de seis meses sobre el miedo y la muerte.

-La narración sobre uno mismo puede ser que prevalezca en cierta poesía actual. En mi caso, para ubicar la genealogía personal dentro de la literatura recurrí a las analogías más fáciles: si un padre debe asistir a las intervenciones de la medicina en el cuerpo de su hijo, entonces las palabras griegas de los médicos lo transforman en troyano, le grita a Andrómaca, no sabe si huir o no, como Héctor. Pero más allá de esas situaciones extremas, pensé en el heroísmo de soportar rutinas, cuidar chicos, trabajar en alguna parte, incluso en el esfuerzo de Sísifo de empezar a escribir siempre de nuevo, de fracasar con el poema. Heroísmo de canciones populares, de tonalidades sentimentales. Pienso en el color negro de la ropa que mencionaba Baudelaire cuando hablaba de la vida moderna: todos nos dirigimos a algún entierro. La diferencia literaria, si existe, radicaría en llevar ese enfrentamiento de las situaciones a un grado enfático, cuyo peligro mayor sería la grandilocuencia, hablar de “golpes de la vida” o cosas así. En el libro que mencionás, hablo de dos infancias, la mía que retorna y la de mi hijo, que él no recordará. Pero los pequeños heroísmos estarían en función de la idea de “canción”: cómo se lleva el ritmo, cómo se encuentra un verso sin caer en la tontería musical artificiosa, cómo encontrar las palabras de la tribu sin la pretensión de un sentido más puro, apenas con un sentido para alguien. Por otro lado, también hubiese querido mostrar que el mínimo esfuerzo que significa escribir va acompañado de placer, además de que en mi caso satisface una necesidad patológica, y de igual modo la asistencia de un hijo, sus momentos, darle su tiempo, ofrece la satisfacción de haber hecho lo que un mandato interno dice que es bueno. De allí que un poema se llame “Kantiano”. Y quizás el poema “bueno” también responda a esa clase de imperativo, lo que se tiene que hacer, más que al juego o a la satisfacción de deseos.

En tu visión de Juan L. Ortiz reparas en una ausencia de afirmaciones y certezas y una opción por lo potencial, por la duda (en términos generales, esa es otra característica de la poesía de los años noventa, creo yo). Ese es el tono opuesto a la certeza del caudillo y el líder.

-Volvemos a Juan L.; su poesía no describe demasiado y pocas veces narra, más bien construye su ritmo, muy singular, en base a preguntas, amplias y sinuosas interrogaciones dirigidas al paisaje o al espacio de las sensaciones que llamamos “paisaje”, una zona de atención, una zona de búsquedas. De allí el estado verbal potencial o subjuntivo, y la caída en la forma de pregunta de frases que habían empezado mentando un referente en indicativo. Creo que la duda sobre lo percibido y lo decible, e incluso sobre lo que puede dar lugar o suministrar material para un poema, es una cuestión generalizada. Nadie que se diga “poeta” sin dudar podrá verdaderamente abrir una zona en la indagación del idioma, las imágenes y los sentidos. Por supuesto, hay valoración, pulsiones de valor en la poesía, nada en ella es post-autónomo, pero una vez pasado cierto umbral ya no es posible hacer escalas, formar tropas y caudillos. Como decía Friedrich Schlegel, ya bastante problema es saber si se trata o no de poesía como para intentar después organizar jerarquías. Para esos románticos alemanes, los poetas eran equivalentes, y los no poetas que escribían debían ser dejados en silencio.

CARTONEO Y PROSTITUTAS

Tú y tu esposa Cecilia hicieron una sucursal de la editorial cartonera en Córdoba. Cuéntame de esa experiencia y de las personas que incorpora el proyecto.

-En realidad, la idea de “La Sofía Cartonera”, incluida en la Universidad Nacional de Córdoba, fue de Cecilia, alentada por el ejemplo y la amistad de Washington Cucurto, el gran inventor del cartonerismo literario. Yo colaboro con la corrección de pruebas, con la invitación de algunos autores, algunos prólogos o epílogos brevemente entusiastas. Más allá de los veinte libros que ya salieron desde que empezó el proyecto en julio de este año, títulos de distintos géneros, de diferentes generaciones, de autores locales, de Buenos Aires y latinoamericanos, la editorial permitió la formación de una suerte de comunidad en crecimiento, con más de veinte estudiantes de la universidad que pintan tapas, cortan cartón, leen y festejan los libros, con profesores y egresados también, con los cartoneros que se acercan e intuyen que nada sacro o solemne hay en los simples libros. Igualmente, un taller de armado de libros en el sindicato de prostitutas de Córdoba cumplirá una función social, para ayudar a mantener la sede gremial, en este momento víctima de un puritanismo provincial. Puedo contar al respecto que, en los comienzos de ese taller sindical, Cucurto y Cecilia me invitaron a leer mientras las chicas pintaban tapas y armaban libros, aprendían esa pequeña artesanía, para que acompañara su labor. El poema que leí estaba entre los que ellas armaban. Y nunca percibí una escucha más atenta, una recepción más plena de algo que yo había escrito, como si la poesía para todos pudiera darse en lo real, en ese sueño del taller que pegaba la poesía y el cartón a la vida misma, al ritmo general en que vivimos todos los que hablamos.

Filiación
Silvio Mattoni

Tengo un recuerdo, o una sensación
que se habrá repetido muchas veces
y que resurge apenas formulada cuando
me acuesto boca abajo: era muy chico
y creo que de noche aún tenía miedo
y hasta pánico antes de poder
entregarme al sueño. Me resistía, ¿quién sabe
lo que puede pasar mientras se duerme:
que llegue una banda y te golpee o peor aún
soñarla? Debía tener un sueño firme,
acerado, siempre alerta, y entonces
adoptaba la postura de vuelo de Astroboy,
el niño robot de un dibujo japonés,
que parecía un Pinocho combativo. Ahora
veo que aquel científico excéntrico, autor
del robot, cumplía el papel del viejo
carpintero. Y ambos son fantasías quizás
no de niños que quisieran ser hechos
de madera o metal, sino de padres
que alucinan su propia antropogénesis.
¿Acaso el metal promete durar más
que la carne y la piel? ¿No se oxida?
¿Y no se pudre finalmente la madera?
Lo que importa es el miedo, inevitable,
hijito, y ya se siente en tu breve semestre
de vida, cuando agarrás un dedo
de mi mano derecha con toda tu fuerza
prensil, y no aflojás el puño hasta sumirte
en un sopor profundo. Aunque nadie nunca
te vaya a dejar solo, no tenés
todavía palabras que te calmen. Te daría
el puño en alto y la pierna flexionada
apuntando al cielo, para que salves
lo que sea del mundo, pero no te olvidés
de la fragilidad, porque seré un anciano
o un tarro de cenizas protectoras, un nombre
nada más, cuando vos empecés
a escribir con piecitos de varón
el baile de tu guerra y tu regreso a casa.

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