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LA CALLE

18 de Diciembre de 2012

Limpiar la muerte

Desde hace tres años, detrás de un estudio jurídico en Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires, hay un salón donde funciona una particular empresa: un ex subcomisario y su esposa, nieta de un cuidador de cementerio, limpian departamentos en los que se pudrieron uno o más cadáveres. La periodista Agustina Grasso pasó una tarde con ellos. Vio cómo guardaban en bolsas lo que quedaba de la vida de un hombre, y comprobó que nauseabundo, espeso y penetrante el olor a muerte queda impregnado en la ropa.

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Texto y Fotos: Agustina Grasso / Revista Anfibia

Un vecino de Congreso, Buenos Aires, llama a la policía porque siente un olor extraño que sale de la casa de al lado. Horas más tarde, los agentes tocan timbre. Nadie contesta. Rompen la puerta con un hacha. Encuentran bolsas de nylon, papeles de diario, una maraña indescifrable de basura, un catre viejo y, sobre el catre viejo, un cuerpo. Un cuerpo que ya no es cuerpo: una masa fluida de color verdoso que larga gases con olor a carne podrida. Un hombre, muerto cinco días atrás. Los policías llevan el cadáver a la morgue judicial.

Varias semanas después, en la puerta de la casa, un grupo de moscas vuela delante de la ventana que da a la calle. Las persianas, que alguna vez fueron verdes, están cerradas, llenas de tierra. Una camioneta gris se detiene en doble fila. Baja una mujer de pelo rubio corto, jeans, remera y anteojos negros. Lleva una valija de plástico con rueditas, la deja debajo de la ventana de las moscas. El conductor del auto, bigotes canosos, pelo engominado y otra maleta de plástico, hace lo mismo.

—Ricardo no dejes el auto sólo. Lo único que falta es que nos roben la camioneta –dice la mujer.
—Voy a ir a buscar un lugar para estacionar –contesta Ricardo. Se sube al auto.

En la vereda, la mujer espera. Cinco minutos después, llegan los familiares de la víctima. El hijo del muerto les da la llave. En el lobby, Ricardo y la mujer se prepararan: sacan de sus valijas botas plásticas, máscaras antigas y trajes de teflón blanco.

En la espalda del traje, una inscripción. En letras mayúsculas negras: Limpieza Escena del Crimen.

—Dame un pie —dice Ricardo De Zeta agachado desde el suelo.

Me pone dos bolsas de nylon sobre cada zapato y me las ata a los tobillos. Su mujer, Liliana Andrade, me coloca un barbijo.

—Bueno ya podés pasar, pero asegurate de no tocar nada.

Lo primero que piso son las tablas de madera del catre. Supuestamente, en este hall murió el hombre. Debajo de la ventana, hay un colchón sucio y tres sillones rotos. Y basura, basura, basura: sobre el piso de madera hay papeles de diario y, sobre los papeles, hay botellas –llenas y vacías– envoltorios de rollos de cocina y un viejo teléfono verde.

Como si estuviese sumergida, cada tanto, trato de mantener la respiración. El olor–espeso– es asqueroso y penetrante.

A la derecha de la sala, hay una mesa de madera, donde podrían comer seis personas. Sobre ella: botellas de cerveza, papeles viejos, una partitura de Astor Piazzola, monedas, tubos de repelente para insectos, botellas de alcohol etílico y cajas de sopas rápidas vacías.

En el primer cuarto –un baño diminuto con azulejos beige– hay una bañera y, dentro, un balde azul con agua y un calzón viejo. En la cocina –angosta– hay una mesada, una pileta y una bolsa llena de saquitos de té usados. Sobre dos estantes, varios frascos y una lata sucia con el dibujo de un muñeco que dice “Para alguien muy especial”.

El dormitorio no tiene cama, pero sí un colchón matrimonial cubierto de revistas, ropa desordenada, atados de cigarrillos, cajas, papeles y un almohadón con un estampado floreado. Alguien, alguna vez, vivió acá.
Ricardo y Liliana están en el hall con una bolsa de residuos negra cada uno. Tiran cada objeto que se cruza a su paso. Desde las monedas que hay en la mesa, hasta las botellas vacías de cerveza y las fotos carnet de un hombre de 60 años y pelo blanco. Ricardo no aclara si ese es el dueño de la casa. Tampoco parece importarle. La foto es basura, igual que lo demás.

***

El cartel del local, Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires, dice “Estudio Jurídico De Zeta”. Las cortinas de metal gris están cerradas. Ricardo las abre. Detrás del estudio de su único hijo hay un salón: el despacho de Limpieza Escena del Crimen. Funciona ahí desde hace tres años, desde que el matrimonio creó la empresa.

Ricardo está acostumbrado a hablar con los periodistas, Liliana Andrade no. A partir de un reportaje que le hicieron para una revista femenina, una vecina la reconoció en la carnicería del barrio. Desde ese momento, da entrevistas, pero no muestra la cara.

Prefiere que no se sepa de qué trabaja.

La empresa que montó el matrimonio, única en su país, se dedica a un rubro particular. Y la muerte no está bien vista.

***

Alejandra Podestá tuvo un final trágico. Medía menos de un metro y medio y tenía 37 años. Había aparecido en los medios dos veces: la primera, cuando participó en “De eso no se habla”, la película que Marcello Mastroiani filmó en 1993; y la segunda, dieciocho años después, cuando apareció muerta en su casa del barrio de Agronomía.

La encontraron con nueve puñaladas y el 50 por ciento del cuerpo quemado. En un diario, se publicó: “La enana
de Marcello Mastroianni fue hallada asesinada en una de las escaleras de su casa luego de que la policía ingresara al domicilio tras el llamado de los vecinos que se alertaron por el fuerte olor nauseabundo que salía del lugar. Sospechan que podría haber tenido un encuentro con un taxi boy”.

Liliana cuenta que al leer la noticia hizo un solo comentario: “Si llegan a llamarnos, ojo que fue en la escalera”. La escalera es difícil de limpiar.

Quince días después del hecho, el primo de la víctima se contactó con Limpieza Escena del Crimen. Solicitó sus servicios y les dijo que los vecinos se quejaban mucho del olor que salía de la casa. Ricardo, antes que nada, le explicó que cuando se trata de un asesinato o suicidio, para poder hacer el trabajo, necesitan el número de causa y la autorización del juzgado que lleva adelante la investigación. Las veces que no se lo dan, desechan el caso. Pero el juzgado autorizó la limpieza. Al llegar al lugar, estaba el primo con dos agentes de la Policía Federal que cortaron la faja de clausurado.

Esa tarde de 2011, Liliana se encargó de la escalera. A su marido le tocó la cocina y el cuarto principal, donde el taxi boy la habría quemado viva. Tiraron productos químicos que eliminaron los olores a podrido.

—El peor desastre igual lo hacen las mascotas –aclara Liliana- yo cuando entré sentí olor a pis de gato. Después vimos pequeñas patas marcadas en sangre por todos lados. Pero no lo encontramos. Recién un rato antes de terminar con todo, el animal salió de adentro de un armario.

Luego de dos horas de limpieza, el primo de la víctima les pagó lo pautado. Cerraron el departamento con llave y los policías volvieron a poner la faja.

***

En este departamento de Congreso, Ricardo sigue metiendo cosas en bolsas. Le pregunto si sabe cómo murió el anciano. Me dice que no fue uno de esos casos de asesinatos o suicidios truculentos y que sólo vio sangre en el pasillo.

—Mirá acá hay una mancha de sangre. Calculo que la escupió después de haber tomado whisky con alcohol etílico. El alcohol aumenta la producción de ácido gástrico y tal vez eso le haya generado una inflamación en las paredes del estómago, que derivó en una hemorragia interna y luego en su muerte.
Ricardo habla como si fuera un médico.

—Además este anciano tenía el Síndrome de Diógenes, que es una enfermedad de acumuladores. Empiezan juntando pavadas, hasta llegar a no tirar nada. Generalmente, se da en personas mayores que están deprimidas y se sienten solas.

Eso dice Liliana, mientras limpia. Está muy impresionada porque considera que fue un abandono en vida: “sus hijos recién ahora se enteraron que vivía en estas condiciones”. Dice que esta clase de trastornos funciona metódicamente. Las personas van llenando piezas y cuando ya no pueden estar en el lugar, se trasladan de cuarto.

— ¿Cómo se van organizando para limpiar todo esto?

—Y.., empezamos por acá. De un cuarto por vez. Tratamos de no meter muchas botellas de vidrio en las bolsas para que no queden tan pesadas. Después vamos llevando todo a un volquete que está en la puerta.

— ¿Pero van a tirar todo?

—Sí. Nuestro trabajo es limpiar. Lo único que tenemos que guardar son algunas pertenencias que nos pidió la familia. Pero hay que apurarse. Hoy a la tarde tenemos que terminar.

— ¿No les afecta emocionalmente lo que están haciendo?

— No. Yo me lo tomo como un trabajo. Nos contratan para eso. Estamos ayudando a la familia. ¿No viste que el hijo no puede ni entrar? Además, estamos solos, ¿no Lili?

— Si, acá ya no hay nadie. Èl ya se fue.

— ¿Él?

— El hombre muerto. Ya no está.

— ¿Te das cuenta de eso?

— Lo presiento. Ayer, cuando vinimos a inspeccionar todo para ver cómo era el trabajo, ya me di cuenta. A veces siguen en la casa. Ésta vez no.

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