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Opinión

22 de Mayo de 2013

Pensamiento duro

En un libro dedicado al arte chileno de los últimos cuarenta años, el crítico, curador y también editor del mismo, el cubano Gerardo Mosquera, sostuvo la siguiente hipótesis: los artistas locales hacen gala de una sofisticación y de un rigor analítico único en el continente. En términos generales, esto podría deberse a la proveniencia universitaria […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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En un libro dedicado al arte chileno de los últimos cuarenta años, el crítico, curador y también editor del mismo, el cubano Gerardo Mosquera, sostuvo la siguiente hipótesis: los artistas locales hacen gala de una sofisticación y de un rigor analítico único en el continente. En términos generales, esto podría deberse a la proveniencia universitaria de la mayoría de ellos. Citemos al referido curador: “El gusto chileno por el discurso erudito más que por la crítica directa debe relacionarse también con el peso de la enseñanza del arte en el país (…) Además, un número considerable de protagonistas de la escena plástica son profesores que ejercen una gran influencia. Es conveniente anotar que el medio académico e intelectual chileno es conocido por su seriedad, sofisticación y pensamiento duro.”

Como buenos propulsores del pensamiento duro, nuestros artistas chilenos se encontrarían equipados de un sólido acervo teórico; todo esto sustentado por horas y horas de extensas y diligentes lecturas de autores internacionales conocidos por ser los más sesudos y cabezones en sus respectivas áreas. Antes de siquiera proyectar y producir el objeto artístico, la mayoría de nuestros compatriotas nos muestran los cinco dedos, nos exponen el marco teórico de su obra, como si se tratase de una rigurosa investigación científica. (“No es muy decente ir enseñando los cinco dedos. Poco valor tiene que tener lo que necesita ser demostrado”, escribió Nietzsche).

Pero nuestros artistas inteligentes no tienen reparos en mostrarnos con claridad los cinco dedos de su mano. Demostración realizada sin la más mínima cintura. Todo de manera literal. Muchas materias aprendidas de memoria, hartos consejos recibidos de forma ventrílocua. Después de todo, el tollo teórico resulta más rentable que la seducción visual.

Nada más probatorio de esta erudición obesa y dura que escuchar las explicaciones de ciertos aspirantes a artistas visuales al momento de “fundamentar” los móviles teóricos que arman su propuesta visual. El exceso de fragmentos de citas de autores lejanos, mezcladas con modismos locales, suele producir hilarantes frases como esta: “Mi obra trabaja la problemática de lo minoritario de manera local, ¿cachái?.”

El que se tenga en la cabeza un cúmulo de conceptos extraídos mecánicamente de residuales bibliografías, no significa necesariamente disponer de un pensamiento articulado y consistente. Además, no tiene que ver con la densidad y seducción visual proyectada por la obra.

Se trata de algo que descuidan la mayoría de los teóricos, artistas y curadores internacionales cuando vienen a Chile. A todos les sorprende el nivel teórico que se cocina aquí. Recientemente, el curador de la Tate Gallery, el colombiano José Roca, de paso por nuestro país, sostuvo en una entrevista a un medio escrito lo siguiente (La Tercera, sábado 27 de abril de 2013): “Lo que he visto en común es una increíble capacidad discursiva. A veces, esa retórica no se refleja en las obras. Creo que es admirable la forma articulada con la que hablan, pero como curador yo me guío por el resultado. Puede ser muy bueno el discurso, pero si la obra no es interesante, potente, cuestionadora, no sirve”.

Tiene toda la razón José Roca: puede ser muy bueno el discurso de un artista, pero lo importante es el producto visual (lo que no evita que muchas obras destaquen por la solidez de sus procesos e investigaciones). Por otra parte, no resulta fácil de entender que “una increíble capacidad discursiva” no sea capaz de producir al menos una obra de mediano interés. Se inventan muchos mitos al respecto. No todos los artistas locales disponen de una estatura intelectual superior (hay excepciones, por supuesto). Tampoco hay que caer en el mito de que se han leído bibliotecas alejandrinas enteras; menos que son versados en lingüística, semiótica, psicoanálisis, filosofía, estética, historia, economía, sociología, política, arqueología, antropología, etcétera. Lo que sí se podría esperar es que sean apasionados (más que versados) degustadores de libros de entrevistas, autobiografías, novelas, cine, crónica roja, publicaciones de espectáculos deportivos o revistas de diseño y arquitectura.

Más que teórica, la verdad de la obra reside en la pasión con la que se la experimenta y produce. Hay que ser fiel a las afinidades electivas propias. La mayoría de los artistas jóvenes (y aquellos que se acercan a la cuarentena) no son coherentes con su imaginario existencial. Sin embargo, algunos representantes de las generaciones anteriores, podrían servir de modelo para el arte actual. Cito solamente dos casos: Eugenio Dittborn y Juan Domingo Dávila (también Francisco Brugnoli y Gonzalo Díaz). Aquí no existe ninguna vergüenza en confesar visualmente sus elecciones adquiridas. La mayoría ha combinado la alta cultura con la cultura popular. ¿Los rostros de esta combinatoria?: la enciclopedia Larousse con el Reader’s Digest, el Quijote de Cervantes con el Condorito de Pepo, Shakespeare con Barrabases, los textos de Nietzsche con los boleros de Pérez Prado, Edgar Allan Poe con la filmografía infantil de Spielberg, la revista neoyorquina Art Forum con la desaparecida Estadio, la ejecución del Chacal de Nahueltoro con el suicidio del iluminado Antares de la Luz, el Hércules pagano con el Superman hollywoodense, la imaginería de Goya con las historietas de RanXerox de Tamburini, la iglesia renacentista Santa María Novella de Alberti con algún rascacielo de Mies van der Rohe en Nueva York, y de manera especial, la Santa Biblia con Wikipedia.

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