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Cultura

21 de Junio de 2013

“Somos el Chimbarongo del planeta”

De anillar encuadernaciones en Dimacofi, llegó de casualidad al teatro. Lo mismo al cine. Roberto Farías (43) pasó de actuar en un montón de películas chilenas a dirigir las propias. Hoy está en cines con La pasión de Michelangelo, de Esteban Larraín; pronto aparecerá en El Cordero, de Juan Olea. Además, pretende estrenar su segundo rodaje, “Baretta”, y empezar a rodar el tercero.

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Imagen: Alejandro Olivares

Antes de ser actor de teatro, televisión y cine, Roberto Farías las hizo todas. Fue profesor de kung fu en el gimnasio de su hermano, después trabajó en el Colegio de Periodistas cobrando las cuotas a los colegiados y, cuando quiso ganar más plata, se encontró una pega en una fábrica de confites. En realidad, una elaboradora de camotes.

-Era horrible. Tenía que moler los camotes, mezclarlos, hervirlos mientras saltaba todo de la olla y sin parar de revolver, te picaban las abejas, había guarenes. Duré cinco días. Me pagaron una miseria y me fui- recuerda.

Encontró un puesto como ayudante de confección. Ahí aprendió a hacer ropa y estudió un poco de sastrería, pero cuando se dieron cuenta de que no sabía nada, le bajaron el sueldo. Un amigo del barrio, en Conchalí, le contó que en Dimacofi estaban buscando gente y partió de corbata a ser júnior. En la mañana tenía que hacer el aseo y luego salir a dejar planos, hacer colas en el banco. En los ratos libres, Farías ayudaba perforando, cortando con guillotina, aprendiendo a plastificar. Lo ascendieron, pero le pagaban lo mismo. La oficina estaba en un subterráneo en la esquina de San Antonio con Miraflores. Encerrados todo el día, solo con luz artificial, Farías y sus compañeros –“uno se enajenaba un poco”- hueveaban todo el día.

-A veces hacíamos guerra de agua, apagábamos la luz, nos tirábamos traperos, las encuadernaciones. Con todos los trabajos de papel ahí. Estábamos mal de la cabeza, era como un grito desesperado, onda, “páguennos más o sáquennos de aquí”. Todos mis compañeros metidos en financieras, cabros de barrio endeudados hasta el pico.

Un día, llegó uno de sus compañeros a mostrarle un aviso en el diario que anunciaba talleres de teatro en el verano en la Corporación María Cánepa. Valían cinco lucas. Farías tenía entonces 22 años.

Vestido de júnior partió a la iglesia La Animita, en Recoleta con Santos Dumont, y audicionó frente a María Cánepa y Héctor Noguera. El proyecto, basado en una experiencia previa a la dictadura, buscaba formar “animadores culturales” enseñándoles voz, actuación y movimiento, para que luego generaran movimientos teatrales en las poblaciones.

-Era muy lindo, porque no tenías posibilidad de pagar estudios. Había dos universidades nomás, no es como ahora, que hasta ese árbol que está ahí es una escuela de teatro infiltrada.

A Farías el teatro le empezó a entusiasmar. Él, que en esa época sentía que no tenía vocación para nada y no sabía para dónde iba la micro, empezó a no querer ir más a Dimacofi y a contar las horas para que llegara el momento del taller. Cuando el curso terminó no sabía qué hacer y le fue con la inquietud a una profesora que le dijo que tenía mucho talento, pero que siguiera trabajando en Dimacofi, porque -Farías la imita con voz de cuica- “el teatro es súper heavy, súper duro, te va súper mal”.

-Y me cerró el boliche. No, me dijo, tú ya tenís 23 años. Cagué nomás y me fui a Dimacofi súper triste.

PEZ EN EL AGUA

No se aguantó. A las dos semanas volvió y tomó más talleres. Sus compañeros de Dimacofi le cuidaban las espaldas y lo dejaban irse antes. En eso cerraron la escuela y, desde un viaje en micro, vio en Miraflores la Corporación Arrau, donde conoció a Juan Edmundo González, su mentor y uno de los primeros en hacer teatro callejero en Chile junto a Andrés Pérez.

-Me di cuenta al tiro que él era un bacán, pero era muy marginal, fuera de lo farandulero. Sus decisiones artísticas eran muy profundas y era muy consecuente. Juan Edmundo podía estar muriéndose de hambre, pero nunca iba a tomar algo que no le interesara.

En esa época partió -en horario de colación y cargando el maletín- a la escuela de Gustavo Meza. Su oficina estaba llena de máscaras, diplomas, trofeos. Farías vio cabros estudiando y dijo, “esta hueá es buena”. De entrada, Meza le aclaró que no daba becas y que tendría que trabajar para él. Estaba asustado. Esto era una decisión de vida.

Cuando llegó a contarles a sus papás, quedó la grande y hasta lo echaron de la casa. Al otro día, dio el examen de ingreso y desde ahí no tuvo más plata. De sus papás, sólo recibía para micro y comida. A la escuela tenía que llegar una hora antes, a limpiar.

-Independiente de la dignidad del chiste, igual era fuerte llegar ahí, con todas las cabras muy cuicas y los cabros ocupando las salas. Yo llegaba y los sacaba de las salas porque tenía que limpiar. “Ay qué lata, si estamos ensayando”- los imita.

En la escuela nadie lo pescaba mucho. Andaba cochino, de buzo y pelo largo. Renunció a Dimacofi y sus amigos lo apoyaron, le regalaron una chapita de Marcel Marceau y lo fueron a ver a los exámenes.

-Muy lindos los huevones. Yo creo que por ellos tuve la posibilidad, me apoyaban siempre.

Mientras estudiaba empezó a hacer teatro callejero y además entró a la compañía El Cancerbero, con Andrés Céspedes y Daniel Alcaíno, en esa época, “la más pro”. Después audicionó para “La viuda de Apablaza” en el Teatro UC y quedó. En adelante, todo fue el teatro.

-Mi vida era el teatro, pero era una cosa muy extraña, porque mis referentes eran todos cinematográficos. Nunca pensé en hacer cine, era difícil, sobre todo en una época en que no se hacía mucho cine chileno. Encontraba que la tele era una mierda, que los actores de tele eran unos vendidos. Después caché que era miedo nomás.

Hasta que probó la televisión y pasó por sitcoms como “Los exitosos Pells”. En cine, empezó actuando en “Los Debutantes” -recordar a Antonella Ríos bailando cubierta de crema de afeitar- y con “La Buena Vida” de Andrés Wood ganó el premio al Mejor Actor en el Festival de Cine de Biarritz.

-Con La Buena Vida sentí que le pegaba a la cosa. Eso de que sabís que te estái moviendo como pez en el agua, que te sale fácil, que no te dan muchas indicaciones, que no te hacen repetir mucho. Ahí caché que me gustaba el cine, gran descubrimiento. Empecé a meterme en más proyectos cinematográficos y a dejar de hacer teatro. El teatro para mí era sagrado, no era hacer huevás para ganar plata. Si me moría de hambre no iba a ir al San Ginés. No lo he hecho y no voy a escupir al cielo, porque ojalá no tenga que hacerlo.

QUIERO ENTRAR

Un día, hace algunos años, Daniel Alcaíno le mostró un DVD. En el video aparecía un señor de corbata que se presentaba: “hola, soy Eduardo Orellana y lo que van a ver a continuación es una persona que ha estado incursionando en televisión. Véanlo con mucha tranquilidad”. La secuencia de imágenes mostraba, por ejemplo, un comercial donde aparecía él de extra; luego él acomodándose entre el público para aparecer en pantalla en Show de Goles; un programa de vedettes, muy tarde, paneo al público, y él entremedio; un capítulo de Mea Culpa donde aparecía como extra; y así. Un tipo que quería hacer en televisión lo que le ofrecieran, con tal de estar en pantalla.

-Con el tiempo empecé a cachar que no era tan para cagarse de la risa. Empecé a ver el patetismo, pero también el heroísmo de este personaje. Yo quería ser actor y no tenía cómo; él quería entrar a la televisión y no sabía cómo. Y fue tanto, que hizo que su hijo lo filmara con un arbolito de pascua atrás, de corbata. En un momento decía -porque le hablaba a los productores- “qué quieren que les diga: quiero entrar”. Agarré al Daniel y le dije, hagamos una película.

Farías vivía en un departamento chico y decidió grabar todo ahí, que Orellana fuera el único que no era actor. Hizo todo, desde el catering, solo. En el proceso lo ayudó Niles Attalah -director de la película “Lucía”-. Las escenas las filmaron en toda la casa. El protagonista abría la puerta del baño, por ejemplo, y se encontraba con Willy Benítez, disfrazado de CNI. En otra escena, se enfrentaba a un montón de chicas lindas fumando en una cama. La idea, dice Farías, es que en este sueño de aparecer en la televisión el personaje se iba a tener que enfrentar a todas las miserias del medio.

-Me gasté 600 lucas haciendo esa película, porque compré muchas cosas para comer, mucho copete. Necesitaba tener a los huevones contentos y lo logré.

En esa misma época, Alcaíno llevó al anónimo protagonista al estelar donde interpretaba a Yerko Puchento. En el escenario estaban Álvaro Salas, Felipe Avello, Paty Manterola, la doctora Cordero y lo invitaron a sentarse.

-Cecilia Bolocco dice, “don Eduardo, ¿qué pasaría si le diéramos la oportunidad de animar?”. Y lo presentan, y sale y lo hace pésimo. Uno lo mira en la superficie y se caga de la risa, pero es muy triste. Uno se ríe de nervio, de huevón. Cómo el entorno, cómo él, pueden llegar tan lejos. La Bolocco preguntándole a la doctora Cordero sobre el “fenómeno de la gente que quiere entrar a la televisión”, cuando ella a punta de pichula de puros mafiosos ha logrado lo que ha logrado. Era perfecto.

Cuando Farías estrenó “Quiero Entrar”, la mitad de la gente lo sintió como bullyng y la otra mitad entendió hacia dónde apuntaba la idea. Primero se presentó en FECISO -Festival de Cine Social de José Luis Sepúlveda, director de “El Pejesapo”- y luego quedó en el Festival de Cine de Valdivia, “donde no tenía nada que hacer, compitiendo con películas de 180 palos, pero igual estuvo a punto de ganar”, recuerda.

– Ahí tuve que empezar a desarrollar un discurso, porque me preguntaban cosas y yo, ahí, muy errático, muy en la parada de “todo se puede”. A mí me cuesta mucho elaborar discursos, pero agarró tanta consistencia que tiene como ocho mil lecturas, en la forma, en el tratamiento, en la política, en los temas que se evidencian. La película es una falta del respeto al cine.

¿Por qué?
-Es medio documental, medio ficción, medio making of. En un festival en el norte le dije a unos periodistas, esta es una película de culto y siéntanse privilegiados porque la van a poder ver. Los del jurado me agarraron con rabia. Qué es esto, decían. Y ganó premio del público y mejor director. Fue milagroso, y dije, tengo que hacer otra.

Entonces filmó “Baretta”, una idea que en un principio esperaba que protagonizaran Luis Dimas y Zalo Reyes, pero que terminó desechando y reemplazando por actores. Para esta película, que ya está lista, en posproducción, esta vez sí hubo guión, un poco más de plata. Ahora, Farías escribe una tercera producción, una historia de un grupo de viejos que se unen en una aventura cuando están en las últimas.

-Este es un camino distinto que me tiene súper entusiasmado. Yo sigo siendo actor, vivo de actuar, me gusta actuar, pero en esto otro se me va la vida. Es un mundo nuevo para mí. Pero no soy director, no tengo idea ni en qué formato está “Baretta”. Sólo sé que está hecha en una cámara chica.

¿Qué piensas del cine que se está haciendo en Chile actualmente?
-En Chile todos le quieren achuntar y vivir de esto y está bien, es súper válido. Y vamos con buenas historias, y buenas historias, y hablemos de un Chile que no existe. Porque todas hablan de un Chile súper sofisticado, súper europeo. Es lo que he visto del cine chileno. Hay películas muy acertadas, buenas. Siento que la mayoría tienen un punto de vista, pero no tienen identidad. No soy un huevón chovinista ni es que Chile me importe mucho desde ese lugar, pero alguien de Japón que ve una película chilena puede pensar que se hizo en Groenlandia. Acá los huevones hablan mal, no tratan de pronunciar bien. Un amigo me dijo que “Baretta” es como el patio de atrás de Chile.

¿Crees que estás más cerca de Sepúlveda que de los Larraín? Así, por decirlo de una manera bien brutal.
-Sí, pero el José Luis está ahí en La Pintana, en su volada, y es la raja pero yo le sumo dos tonos más a eso mismo y tengo otro lenguaje. José Luis es carnaza. He mandado películas a festivales y no pasa nada, no entro en ninguna parte. Parece que hay que ir a lugares más acotados donde pescan más estas voladas.

Fuiste a Valdivia y no te pescaron nada. ¿Qué te pasa con el mundillo del cine nacional, algo nuevo para ti? Los críticos, los festivales. Lugares donde no puedes entrar.
-Woody Allen decía algo así como que si escuchara a los críticos o a toda la gente no habría hecho nada. Siento una desprotección cuando me enfrento a la crítica o cuando estoy en un festival, pero la fiesta la voy a seguir igual. Sé que no estoy en ese círculo y también siento una envidia de mierda, sana, porque qué ganas de que las películas que uno hace las viera mucha gente. No me quiero convertir en el director de culto, ni en el top, ni en el que está en Cannes con el terno. Veo que el noventa por ciento del cine que se hace es poco emotivo, toman una apuesta fría, fome. ¿Dónde te arriesgai? Por eso te quieren en todas partes. Formalmente quizás Chile está buscando aceptación.

Chile llega a los Óscar.
-Yo trabajé en esa película. Sí, la escribió Peirano y es muy válido, pero no hay otro que la haya escrito y no hay otro que haya hecho la película del NO. La hizo el Pablo (Larraín) con su historia, su punto de vista, y está en el Óscar, con su hermano que es muy virtuoso para producir. Y uno podría decir, pero weón, eso no era así po’. El NO ganó gracias al Frente Patriótico, a toda la gente, todos los del exilio que volvieron y siguieron peleando. Esta hueá es publicitaria, como todos los que se dieron vuelta la chaqueta después. Los otros eran de verdad, querían un cambio. Esa película no se va a hacer, pero se hizo ésta. Políticamente también creo que es un tortazo para decir, es mi película, loco. Por eso cuando la critican yo digo: haz la tuya, poh. Yo en un momento era súper crítico, sentía que eran todos unos hijos de puta y todos hacían puras mierdas, que el único cine chileno que se ha hecho fue “Johny Cien Pesos”, “Caluga o menta”, “El chacal de Nahueltoro”. Porque tú veís “El Chacal de Nahueltoro” y decís: Chile, Chile.

¿Qué falta entonces?
-Mostrar la realidad, qué nos pasa, qué somos. Somos el Chimbarongo del planeta. Somos un pueblo sin memoria. Yo creo en los gestos simbólicos, en la catarsis real. No podís contar la historia de un huevón que se enamora de una mina: “heavy, o sea, yo soy ingeniero y estamos acá mirando este acuario, te quiero, estamos en esta casa, te acordai de mí, sí, pero no puedo seguir, me tengo que ir a Harvard”. O sea, ¿quién tiene la posibilidad de viajar fuera de Chile más de una vez en su vida? Eso viaja, eso gana premios, esos huevones se forran. Eso no es cine chileno. No me hueís.

No realmente chileno, digamos.
-Hay algunas películas que sí se acercan, son más puntos de vista, pero no hay alguien que esté mirando todo el espectro, que de verdad se comprometa. Es más peligroso, no le gusta o no le interesa a la gente. Cuando puedo sacar adelante mi sueño soy muy torpe, muy crítico, y posiblemente todas las cosas que te he dicho vienen desde la rabia, pero no puedo evitar mis orígenes. Vengo de abajo, sé lo que cuesta. No tiene que ver con el privilegio de la pobreza. La miseria está en todas partes, no tiene que ver con tener más o menos plata, tenís más o menos suerte, hay gente que la aprovecha mejor. No es un resentimiento huevón, es tener la mirada. Pasa por el amiguismo, la fiesta a la que no fuiste invitado, el lobby. El panorama es bien pal’ pico pero yo no me quejo para nada.

¿Por qué te quejabai antes?
-Porque tengo conciencia social nomás, de clase. Creo que hay que hacer historias más transversales. Que estén los cuicos, obvio que tienen que estar, pero que estén los otros también. Por qué hacen como que todos los chilenos fuéramos rubios, musculosos y ricos. Creo que este es el único país en el planeta que tiene esta huevada, de no tener memoria, de que la derecha está gobernando, se les olvida todo y no cachan. Y la Concertación, que debieron ser los héroes, no lo han hecho bien.

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