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Cultura

14 de Julio de 2015

Relato: ¡Yo me acuso!

¿Qué pasa cuando un periodista recién egresado, que aleccionaba a sus compañeros sobre la ética del oficio con un libro de Kapuscinski en la mochila, de pronto se ve sin dinero y recibe una propuesta que pone en jaque todo su discurso? Es lo que le ocurrió al colombiano Juan Sebastián Salazar (24), quien aquí relata sin filtro su aventura en el Hotel Ritz de Los Ángeles siguiendo los pasos de La Roca, estrella de la película cuya promoción fue a cubrir atendido como un rey, pero sintiéndose un esclavo.

Juan Sebastián Salazar, desde Nueva York
Juan Sebastián Salazar, desde Nueva York
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¡Yo-me-acuso

Llevaba cuatro meses en Nueva York sin conseguir trabajo. Cuando llegué me dijeron que ser mesero era fácil y que podía ganar dos mil dólares mensuales trabajando cuatro veces a la semana: “Te dan el puesto aunque no tengas seguridad social”, me aseguró una amiga colombiana que es bartender. Durante un mes, casi todos los días, recorrí los restaurantes y bares de Manhattan con docenas de copias de mi hoja de vida; les decía a los administradores que tenía experiencia como mesero y que era barman (mentira), que tenía visa de estudiante (verdad) y que era extrovertido y paciente (mentira). Dijeron que me iban a llamar (mentira).

No tenía plata, mis ahorros se estaban esfumando y pensar en volver a mi país me atormentaba.
“Hermano, le tengo una oportunidad”, me escribió una noche un colombiano que llevaba diez años en Nueva York. Él era joven y exitoso, vivía en uno de los barrios más caros de la ciudad y viajaba cada mes a un país diferente. “Este fin de semana iba a hacer un trabajo en Los Ángeles. No puedo ir y pensé en usted. Está todo incluido: tiquetes aéreos, alojamiento en el Ritz y alimentación. Lo único que tiene que hacer es grabar unas voces y pasarme el material”.

Acepté. Volaría a Los Ángeles en la mañana y volvería a Nueva York al día siguiente por la noche.
El día anterior al viaje no dormí bien. Nunca había hecho ese tipo de cosas y estaba nervioso. Traté de ser positivo. Traía a mi mente historias de personajes famosos que faltaron a sus convicciones para sobrevivir en épocas difíciles de sus vidas: asesorar a un presidente de derecha, escribir discursos para un banquero, crear estrategias publicitarias para el ejército, robar o apretar el gatillo. “Soy muy afortunado”, me decía una y otra vez.

Me desperté a las seis de la mañana. Estaba lloviznando. Ya en el avión, empecé a planear lo que tenía que hacer: llegar al hotel, desempacar, almorzar y luego ir a la primera reunión; en la que no tenía que grabar. A la noche quedaría libre y podría caminar por el Sunset Boulevard. Al día siguiente tendría que despertarme a las siete para estar puntual en la segunda reunión a las once. Allí oprimiría el REC de la grabadora, escribiría una que otra impresión, luego verificaría los audios y lo guardaría todo en mi computador. Me quedarían unas cinco horas para conocer Hollywood, Santa Bárbara y Santa Mónica.

Aunque había visto fotos del Ritz de Los Ángeles, nunca imaginé que fuera tan grande. Tenía la forma de un diamante y desde lejos parecía el rascacielos más alto de todos. Galvin, el recepcionista de origen mexicano, me dio una habitación en los últimos pisos: “La vista es impresionante”, dijo. Me informó que tenía 250 dólares para gastar en lo que quisiera dentro del hotel: “La casa invita”, sonrió. Traté de no sorprenderme. “Tenemos el mejor restaurante-bar de la ciudad, otro de comida típica y un café por si quieres comer algo liviano”, volvió a sonreír.
En la habitación, rodeado de la vista impresionante, un televisor gigante, un mueble de cuero negro, un escritorio con papeles finos y un baño abrumadoramente amplio –lujo, lujo, lujo–, le puse las pilas a la grabadora. Hola, hola, probando. Aunque no era necesario, decidí llevarla conmigo por si algo extraordinario sucedía.

En el sitio de la reunión me recibió un gringo alto con gafas y la cortesía hipócrita de quien odia –pero le toca– tratar con la chusma. Yo estaba nervioso. Mi inglés no es el mejor y mi voz temblaba con cada “Yes” o “How are you?”. Di mi nombre y me dejó entrar: “Si quieres pasa a la barra a coger palomitas de maíz y gaseosa gratis”.

Entré a una sala de cine llena de periodistas y críticos mexicanos, asiáticos y estadounidenses. De repente, las luces se apagaron y en la pantalla apareció una mujer manejando un convertible por una vía montañosa. En un momento, la conductora pierde el control del carro y cae al abismo dando varias vueltas; el convertible termina colgando entre dos riscos y la mujer grita ensangrentada. En cuestión de segundos la salva el protagonista, un piloto del equipo de rescate aéreo de Los Ángeles representado nada menos que por Dwayne Johnson, La Roca.

En medio de la proyección, La Roca en persona entró a la sala acompañado de tres guardaespaldas calvos, gordos y enormes. Nadie se inmutó por su presencia, todos estaban concentrados en la pantalla. Esta es mi oportunidad, pensé, este hombre es muy famoso; lleva diez años saliendo en cuanta película de acción existe y ahora, por si fuera poco, es el protagonista de la película que tenía que cubrir, en la meca del cine comercial, para una cadena radial de Colombia.

Cuando la familia de la historia fue feliz y los créditos aparecieron, los periodistas, con las luces apagadas, empezaron a salir de la sala. La Roca esperó para pasar desapercibido y salir por la puerta de emergencia. Apenas se levantó corrí hacia él y lo saludé en inglés. Respondió con una sonrisa incómoda. ¿Podría hacerte unas preguntas? Mi corazón latía a mil, esto me parecía ridículo, me sentía como un paparazzi. “Lo siento, ahora no”. Sus guardaespaldas lo rodearon, yo los seguí y en la puerta uno de los calvos me paró. ¡Tan solo una pregunta!, imploré. “No”.

Esa noche, cuando me acosté, pensé en Hunter S. Thompson, el escritor que le dio nombre a lo que hoy se llama el periodismo gonzo, donde el escritor es la noticia. Seguramente, pensaba, en este momento él estaría borracho, drogado y con la nariz reventada; el cuarto del hotel estaría destruido, su ropa en la maleta y él pensando cómo huir en el convertible blanco que rentó el periódico que le encargó cubrir algún evento. Nada de eso estaba viviendo yo. Recordé a mis profesores de Periodismo en Bogotá, diciendo que nosotros no teníamos que ser relacionistas públicos, que nuestro deber era informar y no aceptar regalías para desinformar. Cerré los ojos y traté de dormir. No pude. A mi mente seguían viniendo imágenes de mi época de estudiante: en las clases decía, con un libro de Kapuscinski en la mochila, que el periodismo no estaba hecho para los cínicos; a mis amigos les repetía una y otra vez que este oficio no era un negocio sino convicción y vocación; me gustaba hablar de Émile Zola para pregonar que el periodista acusa y no oculta.

Me desperté a las siete de la mañana. El cuarto estaba impecable. Me bañé y salí a desayunar.
Al mediodía, en una sala pequeña del Ritz, se sentaron once periodistas; la mayoría tenía más de 40 años y muchos eran especialistas en cubrir alfombras rojas, pasarelas y estrenos. Frente a ellos estaban los actores principales, y el director, productor y guionista de la película. Ahora sí puse REC: “¿Qué enseñanza te dejó la película?”, “¿Cómo te sentiste al actuar con K–?”, “¿Por qué crees que los seres humanos le tenemos miedo a la naturaleza?”. Los famosos respondieron: “Aprendí sobre primeros auxilios”. “Ella es una mujer increíble”. “Esta no es una película sobre la naturaleza ni sobre hechos reales. Está hecha para entretener”.

Aplausos. Gracias. Chao. Los actores pasaron a una sala contigua a hablar con otros medios y los periodistas a la piscina a broncearse, al jacuzzi a relajarse, al bar a tomar unos martinis gratis o al restaurante del piso 24 a comer un salmón al estilo Hong Kong.

En el avión de vuelta dormí tranquilo. Había apretado el gatillo y su peso ya no me atormentaba. Ningún maestro, con la moral colgando del cuello o enroscada en el dedo, me juzgaba desde la tarima del deber ser periodístico: “¡Incoherente!”. Mis pensamientos no cargaban ningún muerto. Solo el recuerdo de una noche en el Ritz.

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