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Poder

19 de Abril de 2016

Patricio Aylwin Azócar (1918-2016): El Presidente de la transición en la medida de lo posible

“Cuando dije ‘verdad y justicia en la medida de lo posible’, quise ser honesto. Que después no me dijeran que prometí y no cumplí. Decir justicia plena era decir algo que yo creía inviable”, explicó hace unos años el fallecido Presidente Patricio Aylwin sobre la frase que marcó su mandato, el primer gobierno democrático tras la dictadura de Pinochet. Acérrimo opositor de Allende, antagonista también del dictador, fue protagonista de los años más convulsos de la historia nacional. A La Moneda llegó con 71 años y una misión clara: buscar la reconciliación de un país dividido.

Por

patricio aylwin

La sugerencia vino de Augusto Pinochet Ugarte, el dictador que fue su sombra, y que marcó, con la amenaza latente de las armas, los límites de la transición democrática.

Fue Pinochet quien le propuso a Patricio Aylwin Azócar, una tarde del 21 de diciembre de 1989, cuando el líder DC ya había sido electo Presidente, transformarse en el Abraham Lincoln de Chile, un hombre capaz de encabezar la reconciliación de una “nación de enemigos”.

Según relatan Ascanio Cavallo y Margarita Serrano en “El Poder de la Paradoja”, fue en aquella jornada cuando Aylwin, el primer presidente legítimo tras el extenso y oscuro mandato de Pinochet, asumió lo que sería el sello de su gobierno: tras 17 años de dictadura y con Pinochet aún como comandante en jefe del Ejército, obtener verdad y justicia era, creía Aylwin, imposible. Aspirar a lo primero ya era una osadía, la única que podía permitirse el gobernante que hoy, a los 97 años, y tras ser protagonista de los años más convulsos de la historia contemporánea del país, murió en su hogar.

“Cuando dije ‘verdad y justicia en la medida de lo posible’, quise ser honesto. Que después no me dijeran que prometí y no cumplí. Decir justicia plena era decir algo que yo creía inviable”, contó Aylwin, ese animal político, que fue, primero, acérrimo opositor de Salvador Allende cuando éste era jefe de Estado y él líder de la DC; y que, luego del Golpe de Estado, se alzó como antagonista del Régimen Militar. En ambos casos, desde la vereda contraria a donde se detentaba al poder, su rol fue decisivo en el país.

Fue, además, testigo del siglo XX. Nació un 26 de noviembre de 1918, 15 días después del fin de la Primera Guerra Mundial. Tenía seis años cuando presenció el primer golpe de Estado que derrocó a Arturo Alessandri; 11, cuando la crisis del Salitre hizo trizas la economía nacional; 16, cuando Hitler se proclamó Führer del Tercer Reich; 19, cuando se produjo la masacre del Seguro Obrero; 20, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939; 47, cuando fue electo Senador; 51, cuando Allende triunfó en las elecciones de 1970; 53, cuando el golpe de Estado de Pinochet, que en un principio apoyó, quebró el Estado de Derecho; y 71 cuando juró como Mandatario.

El 12 de marzo de 1990, un día después de recibir la banda presidencial, Aylwin dio cuenta en el Estadio Nacional de que lo suyo sería, como Lincoln, esforzarse en recomponer una sociedad dividida:

-Es hermosa y múltiple la tarea que tenemos por delante: restablecer un clima de respeto y de confianza en la convivencia entre los chilenos, cualquiera sean sus creencias, ideas, actividades o condición social, sean civiles o militares…

Fue entonces interrumpido por una fuerte pifiadera de los asistentes.

Aylwin replicó enérgico con una frase que pasó a la historia:

-Sí, señores, sí compatriotas, civiles o militares. ¡Chile es uno solo!.

Y el recinto estalló en aplausos.

EL HOMBRE IMPROBABLE
Aylwin

El 14 de diciembre de 1989, Aylwin fue electo Presidente de la República con el 55,2% de los votos, venciendo al ex ministro de Pinochet, Hernán Büchi; al empresario Francisco Javier Errázuriz, y a las predicciones políticas que lo situaban, antes del plebiscito de 1988, como un actor secundario.

Periodistas del diario La Época, recuerdan que en aquel entonces, muy pocos apostaban por Aylwin como candidato presidencial. “Él llegaba con una columna de opinión escrita en su máquina de escribir y nadie le prestaba mucha atención. Los presidenciables eran otros, Gabriel Valdés o Andrés Zaldívar. Aylwin, no”.

A fines de 1998, ello quedó reflejado en un titular del diario. “De estos cuatro hombres saldrá el próximo Presidente de Chile”. Aylwin no estaba en la nómina.

Ascendió como presidente de la DC -ya lo había sido en los ’60 y ’70- en 1987 sólo para garantizar que la colectividad apoyaría al 100% el mecanismo del plebiscito, y no otra vía, para derrocar a Pinochet. El acuerdo tácito era que quien detentara la cabecera partidaria quedaría inhabilitado para ser presidenciable. Pero tras el triunfo del No, Aylwin se convirtió en la carta indiscutida, truncando lo que Valdés consideraba su destino: ser el primer Presidente tras el Régimen Militar.

Así, en el transcurso de dos décadas, Aylwin estuvo en primera línea en el golpe de Estado en 1973 y luego en el retorno democrático a fines de los ’80.

salvador allende A1

Cuando Allende llegó al poder, Aylwin -abogado de la Universidad de Chile, otrora militante de la falange, fundador en 1957 de la Democracia Cristiana y senador por la VII Región desde 1965- veía con temor la revolución sin violencia que proponía la Unidad Popular.

En noviembre de 1971, Fidel Castro inició su visita de más de tres semanas a Chile. Aylwin presidía el Senado.

“Nos empezó a disgustar. Al principio no le dimos mayor importancia, pero cuando este caballero se empezó a quedar y a recorrer todo el país, pronunciando dos o tres discursos diarios, y echándole carbón a que no se estaba haciendo la revolución, y que había que apretar más, nos pareció francamente una intervención indebida en asuntos internos. Y nos parecía que Allende debía hacerse respetar y decir basta”, dijo a Cavallo y Serrano.

En la última entrevista que concedió al diario El País en el año 2012, agregó más detalles. Dijo que “Allende hizo un mal gobierno y el Gobierno cayó por debilidades de él y de su gente (…) habría habido Golpe sin ayuda de Estados Unidos. El país rechazaba la Unidad Popular”.

Pese al diagnóstico, Aylwin, que en ese entonces ya estaba casado Leonor Oyarzún, -con quien tuvo cinco hijos-, realizó una de las últimas gestiones para dar una salida institucional a la UP. Era, en la práctica, una petición velada de renuncia a Allende.

En las Memorias del Cardenal Raúl Silva Henríquez figura esa última cena del 17 de agosto de 1973. En ella, Aylwin habría, asegura Silva en su escrito, interpelado a Allende.

“Nosotros tenemos la convicción, Presidente –dijo-, de que el régimen actual, su régimen, marcha directamente hacia la dictadura del proletariado, por la acción de los grupos armados y del llamado ‘poder popular’, que sobrepasa al poder institucional. Nosotros no podemos aceptar eso”, reseña el libro.

Días después, a semanas del inminente bombardeo en La Moneda, el 26 de agosto de 1973, Aylwin dijo en una entrevista a The Washington Post que, si le dieran a elegir entre “una dictadura marxista y una dictadura de nuestros militares, yo elegiría la segunda”.

Pese a los mensajes públicos, Aylwin aseguró a Cavallo y Serrano que confiaba en que Allende daría un paso al costado para evitar el violento arribo de los militares. “Creía que él, un hombre inteligente, patriota, con una vida institucional, se interesaría en que su gobierno terminaría bien. Pero otros pensaban que a Salvador Allende le pasaba más la revolución que su misión institucional y, a lo mejor, tenían razón y el equivocado era yo”, argumentó.

En esa misma conversación, afirmó que le dolió la muerte de Allende. “Creo haber echado unas lágrimas”, sostuvo.

Aún así, después del Golpe, en una declaración pública a la prensa extranjera, volvió a arremeter contra el Presidente derrocado. Afirmó que la vía chilena al socialismo estaba rotundamente fracasada y denunció que supuestas milicias marxistas con alto poder de fuego se preparaban para dar un autogolpe e imponer una dictadura comunista, que el “pronunciamiento militar” había evitado.

Creyó, ha confesado, que la intervención militar sería breve.

En 1997, en una conversación con un medio mexicano, Aylwin reconoció que juzgaron mal a los militares: “Nosotros admitíamos que, lamentablemente, cierto periodo de la dictadura era necesario, pero pensábamos que debía ser lo más breve posible; dos, tres o cinco años”.

En esa misma entrevista, hizo un mea culpa por su apoyo a la dictadura militar tras el golpe: “En esa época yo actué honradamente y de acuerdo a mi conciencia, pero reconozco que me equivoqué medio a medio. Siento mía la tragedia ocurrida en Chile, pero combatí con fiereza la dictadura y, así como me equivoqué yo, nos equivocamos muchos”.

LOS TECITOS CON PINOCHET

PINOCHET LENTES

Tuvo que tomar un coaching para no sonreír. Un mes y medio antes de asumir como jefe de Estado el 11 de marzo de 1990, fue invitado por Pinochet a La Moneda a tomar el té, y sus futuros colaboradores, Enrique Correa y Eugenio Tironi, lo prepararon para borrar el rictus de amabilidad que, temían, podía quedar en las fotografías como un gesto de complicidad con el dictador.

Aylwin acudió –serio como nunca antes- y aprovechó de hacerle una petición a Pinochet.

-Le dije que debería pasar a retiro, y él me dijo: “así que me quiere echar, señor. ¿No ve que nadie lo va a defender mejor que yo?”.

La conversación quedó sólo en eso.

Vinieron después los días de los símbolos: El último día de Pinochet en La Moneda, el ingreso de los nuevos inquilinos a un Palacio desierto, el histórico cambio de mando en Valparaíso, la duda latente de si Pinochet, tal como Alessandri en el ’25, había escondido en la piocha el mensaje “volveré”.

Vinieron, también, los días de mostrar los dientes. En abril de 1990, con Aylwin ya como dueño de casa, fue Pinochet el que acudió a Palacio. En “El Poder de la Paradoja”, la escena es relatada así por Aylwin:

-Como a la semana de estar en la Presidencia, Pinochet me pide audiencia. Y me dice: ‘Señor Presidente, yo he querido venir a decirle que usted es mi jefe, que yo le obedezco a usted’. Le digo. ‘Está muy bien, general, es lo que procede, y me alegro mucho de su buena disposición’. ‘Sí’, dice, ‘pero el ministro de Defensa no es mi jefe’”.

Pinochet siempre se negó a entenderse con el titular de Defensa, Patricio Rojas. Aylwin, Constitución en mano, lo conminó una y otra vez a hacerlo. Aún con la tensión imperante, la relación entre el dictador y el Presidente era, pese a todo, cordial.

-Lo curioso es que la relación era siempre muy humana. Por ejemplo, en los primeros tiempos, le daba las audiencias en La Moneda. Y se situaba gente a la entrada que lo pifiaba y lo insultaba cada vez. Un día se me quejó. Le dije, ‘General, ningún problema. Cuando usted quiera hablar conmigo, le avisa a mi jefe de gabinete y lo recibo en mi casa a las 8 de la mañana, si quiere. No hay rocha, nadie va a saber (…) Hablábamos de todo. Me decía: ‘Las rodillas, Presidente, las rodillas. Lo viejos fallamos por las rodillas’. Lo estoy oyendo”- narró Aylwin a Cavallo y Serrano respecto de esas 20 mañanas en que tomaron té en su hogar.

Otro episodio que refleja el vínculo entre ambos es la discusión por una entrevista que Lucía Hiriart dio a revista Cosas en 1990.

-Lo llamé a La Moneda. ‘Asiento, señor General’, le dije, bien seco. ‘Lo he citado porque han aparecido unas declaraciones políticas de su señora, lo que parece absolutamente inapropiado a la esposa del comandante en jefe. ‘No me diga nada, Presidente, ¡40 años, 40 años!’, y levantó las manos al aire. Casi tuve que consolarlo, pobrecito. ¡Era un artista para simular!

El buen trato no impedía discusiones públicas de alto calibre.

En abril de 1990, Aylwin creó la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, que desde su origen fue resistida por los militares, y los ritos de los meses siguientes dieron cuenta de la profunda división del país.

El 4 de septiembre de ese año se realizó el funeral oficial de Allende. Lo encabezó Aylwin.

Ese día Jorge Arrate, entonces presidente del PS, tomó la palabra: “Esperamos 17 años para hacer los funerales. Esperaremos 17 más y 17 más y tantos cuando sean necesarios para que las Fuerzas Armadas le rindan honores”, rescata el libro “La Historia Oculta de la Transición”.

Los uniformados no estaban dispuestos a ello. Ni siquiera respetaban aún lo suficiente a un Presidente civil. La Parada Militar de ese año fue un polvorín cuando el General Carlos Parera desairó a Aylwin al no pedirle autorización para iniciar el desfile.

-Esto le costó la carrera al señor Parera. Pinochet lo defendió, pero me negué a ascenderlo (…) Yo me tomé estas cosas con humor. Entendía que formaban parte del juego. Lo peor que podía hacer era picarme. Debía mantener la sangre fría, porque tenía todas las de ganar. Si me irritaba y convertía en conflicto lo que eran bravuconadas o torpezas, habría sido negativo. Pero fue un juego hasta el final-, recordó Aylwin.

A fines de 1990, la amenaza de los cuarteles se hizo sentir con fuerza. En agosto de ese año, Aylwin había recibido una carpeta con las fotocopias de tres cheques del BancoEstado que habían sido cancelados al hijo homónimo de Pinochet en medio de la quiebra fraudulenta de la empresa de armas Valmoval.

El 19 de diciembre, Pinochet, previendo que podrían iniciarse acciones legales, acuarteló a las tropas. Era una advertencia que eufemísticamente se llamó “ejercicio de alistamiento y enlace”.

Los militares mostraban que aún podían quebrar la frágil democracia.

El 8 de marzo de 1991, recibió el Informe Rettig que fijó en 2.279 las personas que fueron víctimas de la dictadura. Con la voz quebrada, Aylwin pidió perdón a nombre del Estado a los familiares de los fallecidos y desaparecidos.

“Plantee la importancia de que, por lo menos, hubiera una petición de perdón de parte de los victimarios. Y como sabía que no existía ninguna voluntad en tal sentido de parte de quienes tenían las principales responsabilidades porque ya me lo habían dicho, me pareció que, asumiendo la responsabilidad del Estado como Presidente de la República, debía pedir perdón yo”, aseguró.

Pinochet fue intransigente en rechazar el Informe. Citó a una reunión del Consejo de Seguridad del Estado. Los problemas mayores, sin embargo, estaban por venir.

El 1 de abril de ese año, fue asesinado el senador en ejercicio e ideólogo de la dictadura, Jaime Guzmán Errázuriz. El país de la reconciliación -sobre la base de la verdad, pero no de la justicia-, estaba lejos de existir.

Aylwin, rodeado por un gabinete que se mantuvo intacto hasta que dejó el poder, y que incluía en el comité político a Enrique Krauss, Edgardo Boeninger y Enrique Correa, resistió, una y otra vez, la amenaza de los fusiles.

LOS COLETAZOS DE LOS PINOCHEQUES
militares

El 22 de mayo de 1993 el exministro del Interior, Enrique Krauss, le informó al comité político que el Consejo de Defensa del Estado, liderado en ese entonces por Guillermo Piedrabuena, había decidido tramitar en los juzgados del crimen la quiebra de la empresa Valmoval, que involucraba a Augusto Pinochet Hiriart, el segundo hijo de Pinochet, y al propio dictador en el caso bautizado como los “Pinocheques”: en conjunto habían recibido el pago por parte del Ejército de tres millones de dólares de la época.

Así la cita, que se había realizado para ordenar la agenda y advertir los conflictos que se podrían enfrentar mientras Aylwin iniciaba una gira por Europa, sería el inicio de una crisis de proporciones para el Ejecutivo y para el país entero.

Tal como lo relata el libro “La Historia Oculta de la Transición” del periodista Ascanio Cavallo, tanto Boeninger como Correa, escucharon a Krauss y se miraron adivinando lo que se venía. Nuevamente aparecería en los medios de comunicación los “Pinocheques” y traería consigo los primeros indicios de cómo Pinochet había operado con el poder absoluto no sólo para asesinar, torturar y desaparecer a los chilenos, sino que también las múltiples maneras que utilizó para enriquecerse mientras tenía el control total. Lo anterior, pese a que en esos tiempos y en reuniones privadas, muchas veces dijo que podía cargar con las víctimas de su dictadura, pero no con el mote de “ladrón”.

La situación se había complicado al punto que el episodio, que se arrastraba ya por tres años, se convirtió en el primer gran conflicto que enfrentó el Ejecutivo con el Ejército y el exdictador al mando: Pinochet había acuartelado a sus tropas con el fin de que no se le tocara a él como responsable del desembolso millonario que había hecho el Ejército e inicialmente, para proteger a su hijo.

La furia del dictador fue llamada “ejercicio de seguridad, aislamiento y enlace” para darle un tono de normalidad al descarrilamiento de parte de las Fuerzas Armadas que habían respondido así a las incómodas preguntas que un país entero se hacía al ver cómo los militares nuevamente mostraban los dientes.

Por eso, en esa reunión del comité político, cuando Krauss dejaba constancia que ahora el caso de los “Pinocheques” no se dejaría en las manos de la Contraloría y de una Comisión Investigadora del Parlamento, que no caratuló delitos, la situación tomaba otro color. Del “Ejercicio de Enlace” de 1990, se pasaría al “El Boinazo” de 1993.

La crisis se activó cuando el 28 de mayo de ese año, seis días después de la reunión del comité, el diario La Nación, dirigido por el periodista Abraham Santibáñez, colgaba en los kioscos santiaguinos un titular explosivo: “Reabren caso cheques del hijo de Pinochet”, lo que desató la ira del fallecido general. Pinochet se encontraba en los edificios de la calle Zenteno, enfurecido. Creía que las acciones del CDE y la portada de La Nación se trataban de una operación política del gobierno liderado por Aylwin.

Según recuerda en su artículo “Mi historia personal del Boinazo” el periodista Alberto Luengo, actual director de prensa de Televisión Nacional y editor general de esa época, Pinochet se “había subido por las paredes” de la rabia que tenía. Así se lo habían transmitido desde el Ejército. El general de ese tiempo Manuel Concha, jefe del comité asesor del comandante en jefe, le exigía a Luengo el titular para el otro día, quería dictárselo y evitar que los “ataques” del diario continuaran.

“Detrás de sus palabras había algo más que una baladronada. Lo respaldaban nada menos que todos los generales del Ejército acuartelados en la torre de mando de Pinochet -la comandancia en jefe, en calle Zenteno, a pasos de La Moneda- y cuya entrada estaba resguardada por un pelotón de soldados en tenidas de combate, con armas automáticas en las manos y boinas negras en la cabeza. Estaba en pleno desarrollo el ‘Boinazo’, aunque ese nombre todavía no acudía ni a las mentes más afiebradas de un país que ese día se encogió por el miedo. Sería la revista “Apsi” la que, una semana más tarde, bautizó así a lo que en ese momento era lo más cercano a una asonada militar, un golpe brutal en la débil mesa de la transición, la prueba de que la democracia era todavía más frágil que un huevo en la jaula de un gorila”, relata Luengo.

En paralelo a ese episodio, Krauss recibía el llamado del general Jaime Ballerino, inspector general del Ejército. Le pedía explicaciones y el exministro intentaba apagar el incendio. Pero los militares ya estaban en la calle y se esmeraban en reforzar la guardia en la calle Zenteno. Días después se pondrían sus trajes de combate.

Según Cavallo, la conversación entre ellos dos fue dura. Mientras Ballerino hacía gestiones, el extitular del Interior le pedía explicaciones y le espetaba que no servía de nada conversar. “No sé para qué estamos hablando, ya están sacando cosas a la calle”, le dijo. La situación era cada vez más tensa, a los reclamos por el CDE y La Nación, los militares le agregaban los reproches por el nombramiento en el caso del juez “izquierdista” Alejandro Solis. Acto seguido y en medio del inicio de las negociaciones para desactivar la crisis, los uniformados elevaban el precio y exigían una ley de amnistía, que la citación de militares a la justicia fuera con discreción y que no se realizaran cambios a la ley orgánica de las Fuerzas Armadas que impulsaba Aylwin. Posteriormente el pliego de exigencias crecería aún más. Mientras eso sucedía, el presidente continuaba su gira por Europa. Y así se lo hizo saber el exvocero de Pinochet, Francisco Javier Cuadra, al entonces ministro de Planificación Sergio Molina. La cita es del libro de Cavallo:

-Ustedes están como la aristocracia inglesa, que jugaba cricket mientras los tanques alemanes avanzaban por Europa. Estamos hablando de golpe de Estado…

Con la llegada de Aylwin a Chile, el mensaje transmitido por Molina y luego del cónclave en la casa de Ballerino, donde participó Krauss, Enrique Correa y el propio Pinochet, vinieron una serie de desproporcionadas peticiones de este último y una tensa negociación para terminar con los militares vestidos de traje de campaña.

Lo que siguió después fueron reuniones entre Pinochet y Aylwin donde ambos se enrostraron responsabilidades y se extendieron compromisos para mantener la paz en el país y tranquilizar a las tropas. Como lo registra Cavallo, el capítulo de los Pinocheques terminó así: “Los abogados Alfredo Etcheberry e Isidro Solís, y luego el propio ministro Krauss conversan con el juez Alejandro Solís acerca de él. El 28 de junio -dos meses después de iniciada la crisis- el juez Solís acepta declararse incompetente y traspasar el expediente al Segundo Juzgado del Crimen. Poco después Solís será ascendido a la Corte de Apelaciones de Pedro Aguirre Cerda”.

Mientras, el titular de La Nación que pedían los militares al otro día de la bombástica noticia, según recuerda Luengo en su artículo, también había encontrado un cauce: “Casi en la hora de cierre, la solución vino por una vía insólita: alguien propuso no llevar titular al día siguiente y reemplazarlo por una gran foto de un soldado con su rostro pintado, tenida de combate y su boina. Y, en un espacio inferior, debajo de la foto del soldado amenazante, no pudimos resistir poner el siguiente titular, sacado de la sección internacional: “Masiva marcha antiviolencia… en Italia”.

Pese a lo molesto que resultaba convivir con Pinochet, Aylwin creía que lo más conveniente era tenerlo cerca: “Yo creía que era preferible tenerlo ahí que en otro lado (…) porque si bien tuve el ‘Boinazo’, no tuve ningún intento de Golpe. Y con un Krassnoff o un coronelito mala clase, habrían podido pasar cosas peores”.

EL RECUERDO
Patricio Aylwin

“Espero que mis compatriotas y la historia me muestren como un demócrata, un chileno abierto al pluralismo, impulsor de la justicia social y defensor de los derechos humanos”. De esa forma Aylwin Azócar deseaba ser recordado, según reveló en un de sus últimas entrevistas, en el 2012 con el diario español, El País.

A La Moneda llegó con más de 70 años y ya dispuesto a asumir la muerte como un paso natural.

Varios recuerdan una anécdota de principios de la campaña presidencial, en una gira en el sur del país. Era noviembre de 1989. Un motor falló en el aire, y en medio de la histeria de los periodistas y otras futuras autoridades que viajaban en la delegación, Aylwin abrió el diario y se dispuso a leer. “Si la Divina Providencia quiere que nos vayamos, no hay nada que hacer”, habría dicho. Pasaron más de 20 años antes de que la Divina Providencia sentenciara que había llegado su hora.

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