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Cultura

23 de Noviembre de 2017

Charles Baudelaire: Cómo paga sus deudas un genio

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La siguiente anécdota me fue contada con la súplica de no narrarla a nadie: es por esto que pienso repetirla para todo el mundo.
… estaba triste, a juzgar por sus cejas fruncidas, su larga boca menos relajada y menos carnosa que de costumbre, y la manera brusca, cortada, de su tosco caminar por la vía doble de la Ópera. Estaba triste.
Era él, la más grande mente comercial y literaria del siglo XIX; él, el cerebro poético tapizado de cifras como el despacho de un banquero; sí, era él, el hombre de las quiebras mitológicas, de las empresas hiperbólicas y fantasmagóricas de las que olvida siempre encender el farol; el gran perseguidor de sueños, sin tregua en la búsqueda de lo absoluto; él, el personaje más curioso, el más cómico, el más interesante y el más vanidoso de los personajes de La comedia humana, él, ese narrador tan insoportable en la vida como delicioso en sus escritos, ese niño regordete hinchado de genio y de vanidad, que tiene tantas cualidades y tantos defectos que dudamos en restar unas por perder las otras, y, de esa manera, ¡dañar a esta incorregible y fatal monstruosidad!
¡Qué tenía entonces para estar tan negro, el gran hombre! ¿Para caminar así, el mentón sobre la panza, y forzar su rugosa frente secándola hasta volverla piel de zapa?
¿Soñaba con lujos baratos?, ¿con puentes colgados en hilos de lianas?, ¿con una quinta sin escalera y camarines estirados en muselina? ¿Alguna princesa, acercándose a los cuarenta, le había lanzado una de esas miradas profundas que la belleza debe al genio? ¿O su cerebro, inflado por alguna máquina industrial, era atormentado por todos los sufrimientos de un inventor?
No, ¡ay! no; la tristeza del gran hombre era una tristeza vulgar, rastrera, innoble, vergonzosa y ridícula; se encontraba en ese mortificante instante —que todos conocemos— donde cada minuto que se va, lleva en sus alas una oportunidad de salvación; donde — ojo puesto en el reloj— el genio de la invención siente la necesidad de doblar, triplicar, decuplicar sus fuerzas en proporción al tiempo que disminuye, y la rapidez cada vez más próxima de la hora fatal. El ilustre autor de la Teoría de la letra de cambio tenía que pagar, al día siguiente, un boleto de mil doscientos francos, y ya estaba bien entrada la noche.
En este tipo de eventos, llega a suceder que, ansioso, agobiado, abrumado, aplastado bajo el pistón de la necesidad, el espíritu se lanza súbitamente fuera de su prisión por un impulso inesperado y victorioso.
Eso fue probablemente lo que le aconteció al gran novelista. Ya que una sonrisa vino a su boca luego de la contracción que en ella fatigaba los orgullosos rasgos; su ojo se enderezó, y nuestro hombre, calmado y sereno, se encaminó hacia la calle Richelieu con paso sublime y cadencioso.
Entró en una casa donde un comerciante rico y próspero se distensionaba de los trabajos del día junto al fuego y al té; fue recibido con todos los honores gracias a su apellido, y luego de algunos minutos expuso, en sus palabras, el objeto de su visita:
“¿Quiere tener pasado mañana, en Le Siècle y Les Débats, dos grandes artículos del tipo Variétés sobre Los franceses pintados por ellos mismos, dos grandes artículos hechos por mí y firmados por mí? Me hacen falta mil quinientos francos. Para usted es un trato que vale oro”.
Al parecer, el editor, en esto diferente de sus congéneres, encontró el razonamiento sensato, ya que el negocio fue cerrado inmediatamente. El otro, animándose, insistió en que los mil quinientos francos le fueran entregados luego de la aparición del primer artículo; entonces volvió apaciblemente hacia la calle de la Ópera.
Al cabo de algunos minutos, avistó un jovencito de apariencia hosca y espiritual, que le había hecho, no hacía mucho, un desordenado prefacio para la Grandeza y decadencia de César Birotteau, quien ya había sido conocido en el periodismo por su elocuencia burlona y casi impía; el pietismo todavía no le había limado las garras, y la prensa beata no le había abierto aún sus bienaventurados apagavelas.
“Édouard, ¿quiere tener ciento cincuenta francos mañana? ¡Ah! ¡Y bien venga a tomarse un café!”.
El joven bebió una taza de café en la que su pequeño mundo provinciano fue gravemente alterado.
“Édouard, hay que hacer para mañana tres grandes columnas tipoVariétés sobre Los franceses pintados por ellos mismos; por la mañana, ¿entiende usted?, temprano; ya que el artículo entero debe ser copiado por mi mano y firmado con mi nombre; esto último es especialmente importante”.
Édouard le dio un apretón de mano, como a un benefactor, y corrió a trabajar.
El gran novelista encargó su segundo artículo en la calle Navarin.
El primer artículo apareció a los dos días en Le Siècle. Cosa extraña, no estaba firmado ni por el hombrecito ni por el gran hombre, sino por un tercero, uno bien conocido en la Bohème de entonces por sus amores de gato en celo y de la ópera cómica.
El segundo amigo era, y sigue siéndolo, gordo, perezoso y linfático; además no tiene ideas, y no sabe más que enhebrar y perlar palabras a la manera de los indios Ossage , y, como es mucho más largo apretar tres grandes columnas de palabras que hacer un volumen de ideas, su artículo no apareció sino hasta algunos días más tarde. No fue publicado en Les Débats, pero sí en La Presse.
El boleto de 1.200 francos estaba pagado; cada uno perfectamente satisfecho, excepto el editor, que no lo estaba del todo. Y es así como se pagan las deudas… cuando se tiene genialidad.
Si algún malicioso se atreviera a tomar esto como una broma de periódico de segunda y como un atentado a la gloria del más grande hombre de nuestro siglo, se equivocaría vergonzosamente; sólo quise mostrar que el gran poeta sabía desenredar una letra de cambio tan fácilmente como las novelas más misteriosas e intrigantes.

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