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Aquiles había alcanzado a la tortuga y se había sentado cómodamente sobre su caparazón.
—¿De modo que ha llegado usted al final de nuestra carrera —dijo la Tortuga— aún cuando consistía en una serie infinita de distancias? Pensé que algún sabihondo había probado que era un asunto imposible.
—Es posible —dijo Aquiles—. ¡Ha sido posible! Solivitur ambulando. Usted ve, las distancias fueron disminuyendo constantemente y así…
—¿Pero si hubieran ido aumentando —interrumpió la tortuga— entonces qué?
—Entonces yo no debería estar aquí —replicó modestamente Aquiles—, y a estas alturas usted hubiera dado ya varias vueltas al mundo.
—Me aclama… digo, aplana —dijo la Tortuga—, pues usted sí que es un peso pesado, ¡sin duda! Ahora bien, ¿le gustaría oír acerca de una carrera en la que la mayoría de la gente cree poder llegar con dos o tres pasos al final y que realmente consiste en un número infinito de distancias, cada una más larga que la distancia anterior?
—¡Me encantaría, de veras! —dijo el guerrero griego mientras sacaba de su casco (pocos guerreros griegos poseían bolsillos en aquellos días) una enorme libreta de apuntes y un lápiz—. ¡Empiece, y hable lentamente, por favor! ¡La taquigrafía aún no ha sido inventada!
—¡El hermoso Primer Teorema de Euclides! —murmuró como en sueños la tortuga—. ¿Admira usted a Euclides?
—¡Apasionadamente! ¡Al menos tanto como uno puede admirar un tratado que no será publicado hasta dentro de algunos siglos más!
—Bien, en ese caso tomemos sólo una pequeña parte del argumento de ese Primer Teorema: sólo dos pasos y la conclusión extraída de ellos. Tenga la bondad de registrarlos en su libreta. Y, a fin de referirnos a ellos convenientemente, llamémoslos A, B y Z.
A) Dos cosas que son iguales a una tercera son iguales entre sí.
B) Los dos lados de este triángulo son iguales a un tercero.
Z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
—Los lectores de Euclides admitirán, supongo, que Z se sigue lógicamente de A y B, de modo que quien acepte A y B como verdaderas debe aceptar Z como verdadera, ¿no?
—¡Sin duda! Hasta el más joven de los alumnos de una Escuela Superior (tan pronto como se inventen las Escuelas Superiores, cosa que no sucederá hasta dentro de dos mil años) admitirán eso.
—Y si algún lector no ha aceptado A y B como verdaderas, supongo que aún podría aceptar la secuencia como válida.
—Sin duda que podría existir un lector así. Él podría decir “Acepto como verdadera la Proposición Hipotética de que si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera, pero no acepto A y B como verdaderas”. Un lector así procedería sabiamente abandonando a Euclides y dedicándose al fútbol.
—¿Y no podría haber también algún lector que pudiera decir “Acepto A y B como verdaderas, pero no acepto la Hipotética”?
—Ciertamente podría haberlo. El, también, mejor se hubiera dedicado al fútbol.
—¿Y ninguno de estos lectores —continuó la Tortuga— tiene hasta ahora alguna necesidad lógica de aceptar Z como verdadera?
—Así es —asintió Aquiles.
—Ahora bien, quiero que usted me considere a mí como un lector del segundo tipo y que me fuerce, lógicamente, a aceptar Z como verdadera.
—Una Tortuga jugando al fútbol sería… —comenzó Aquiles.
—…una anomalía, por supuesto —interrumpió airadamente la Tortuga—. ¡No se desvíe del tema, Primero Z y después el fútbol!
—Debo forzarlo a aceptar Z, ¿verdad? —preguntó Aquiles pensativamente—. Y su posición actual es que acepta A y B pero NO acepta la Hipotética…
—Llamémosla C —dijo la tortuga—, pero no acepta que:
C) Si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera.
—Esa es mi posición actual —dijo la Tortuga.
—Entonces debo pedirle que acepte C.
—Lo hará así —dijo la Tortuga— tan pronto como lo haya registrado en su libreta de Apuntes. ¿Qué más tiene anotado?
—¡Sólo unos pocos apuntes —dijo Aquiles agitando nerviosamente las hojas— unos pocos apuntes de las batallas en las que me he distinguido!
—¡Veo que hay un montón de hojas en blanco! —observó jovialmente la Tortuga—. ¡Las necesitaremos todas!
Aquiles se estremeció.
—Ahora —continuó la tortuga—, escriba mientras dicto:
A) Dos cosas que son iguales a una tercera son iguales entre sí.
B) Los dos lados de este triángulo son iguales a un tercero.
C) Si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera.
Z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
—Debería llamarla D, no Z —dijo Aquiles—. Viene después de las otras tres. Si acepta A y B y C, debe aceptar Z.
—¿Y por qué debería?
—Porque se desprende lógicamente de ellas. Si A y B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera. No puede discutir eso, me imagino.
—Si A y B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera —repitió pensativamente la Tortuga—. ¿Esa es otra Hipótesis, o no? Y si no reconociera su veracidad, podría aceptar A y B y C, y todavía no aceptar Z, ¿o no?
—Podría —admitió el cándido héroe—, aunque tal obstinación sería ciertamente fenomenal. Sin embargo, el evento es posible. De modo que debo pedirle que admita una Hipótesis más.
—Muy bien, estoy ansioso por admitirla, tan pronto como la haya anotado. La llamaremos D. Si A y B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera. ¿Lo ha registrado en su libreta de apuntes?
—¡Lo he hecho! —exclamó gozosamente Aquiles, mientras guardaba el lápiz en su estuche—. ¡Y por fin hemos llegado al final de esta carrera ideal! Ahora que ha aceptado A y B y C y D, por supuesto acepta Z.
—¿La acepto? —dijo la Tortuga inocentemente—. Dejémoslo completamente claro. Acepto A y B y C y D. Suponga que todavía me niego a aceptar Z.
—¡Entonces la Lógica le agarraría del cuello y le forzaría a hacerlo! —replicó triunfalmente Aquiles—. La Lógica le diría “¡No se puede librar! ¡Ahora que ha aceptado A y B y C y D, debe aceptar Z!”. De modo que no tiene alternativa, como puede ver.
—Cualquier cosa que la Lógica tenga a bien decirme merece ser anotada— dijo la Tortuga—, de modo que regístrela en su libro, por favor. La llamaremos E. Si A y B y C y D son verdaderas, Z debe ser verdadera. Hasta que haya admitido eso, por supuesto no necesito admitir Z. De modo que es un paso completamente necesario, ¿ve?
—Ya veo —dijo Aquiles, y había un toque de tristeza en su tono de voz.
Aquí el narrador, que tenía urgentes negocios en el banco, se vio obligado a dejar a la simpática pareja y no pasó por el lugar nuevamente hasta algunos meses después. Cuando lo hizo, Aquiles estaba aún sentado sobre el caparazón de la muy tolerante Tortuga y seguía escribiendo en su libreta de apuntes, que parecía estar casi llena.
La Tortuga estaba diciendo:
—¿Ha anotado el último paso? Si no he perdido la cuenta, ese es el mil uno. Quedan varios millones más todavía. Y, como un favor personal, considerando el rompecabezas que este coloquio nuestro proveería los lógicos del siglo xix, ¿le importaría adoptar un retruécano que mi prima la Tortugacuática Artificial hará entonces y permitirse ser renombrado “Aquiles el Sutiles”?
—¡Como guste! —replicó el cansado guerrero con un triste tono de desesperanza en su voz, mientras sepultaba la cara entre sus manos—. Siempre que usted, por su parte, adopte un retruécano que la Tortugacuática Artificial nunca hizo y se permita renombrarse “Tortuga Tortura”.