En 1988, a los 59 años, Enrique Lihn, el más puntudo, el más versátil y el más generoso de los poetas chilenos del último tiempo, murió dejando una obra que con los años ha ganado cientos de lectores en todas partes. Aquí un retrato del carácter, las relaciones y la obra de quien se decía que "no daba puntada con hilo".
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“Conozco a Lynnh. Yo tampoco sé escribir este apellido. Ese hombre es macanudo. Tiene gran talento y bella boca. Facha estupenda, dulce risa. No se lo digas. Se le puede fundir el tacho”. Quien habla es nada menos que Violeta Parra y a quien se refiere es nada menos que a Enrique Lihn. Lo hace en una carta que le envió a su amiga Amparo Claro en febrero de 1965. El pasaje dice mucho sobre el modo de ser de Violeta, pero también da indicios sobre una amistad de la que poco se sabe: esa que unió a dos de las figuras más relevantes de la cultura chilena del siglo XX. Conversaban, se aconsejaban en materia creativa. En 1963, desde París, Violeta le escribió a Nicanor y le pidió que saludara de su parte “al honorable cantor de los cantores mayores: Enrique Lihn”.
Macanudo era y gran talento tenía –bella boca habría que someterlo a consideración–, pero a Lihn nunca, pese a la coqueta suspicacia de Violeta, se le fundió el tacho. No se le subían los humos a la cabeza. No se mareaba: tenía pretensiones y recelos, cómo no, pero era el poeta de la inteligencia y mantuvo en la más alta consideración la ironía y la sospecha, de las cuales, si son genuinas, como en su caso lo eran, se deriva una cierta desconfianza ante todo por uno mismo. A Lihn podrían endosársele perfectamente esas palabras con que el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila se declaró ironista: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”.
Lihn fue el poeta del desate y del repliegue, el más escéptico de nuestros poetas pero también uno de los más sentimentales, un romántico de malas pulgas, un escéptico de corazón lírico. Véase si no el comienzo de su poema “A Franci”, un verdadero ejemplo de esta poesía que se permite arrebatos emotivos para de inmediato poner reversa y tomar una distancia que acto seguido diluirá, como quien se dice a sí mismo “y qué tanto”, retomando vuelo gracias a sus acostumbradas comparaciones imaginativas: “Te quiero, qué comienzo / peor es tragar saliva / y peor aún este nudo en la garganta que toma los contornos del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de los pies”.
Este año se cumplen treinta años de la muerte de Lihn, que en los últimos quince se ha convertido no sólo en una figura señera sino en una suerte de centro descentrado de la literatura chilena y latinoamericana. Enriques Lihnes salen cada demasiado: uno entre mil, digamos, y si es que. Si fuera el suyo un tipo de chileno más o menos corriente, otro gallo cantaría en los distintos ámbitos de la vida en la fértil provincia, partiendo por el literario. Versátil como pocos (narró, poetizó, editó, dibujó, filmó, burló, actuó, grabó, parodió…), divertido y agitador como pocos, perspicaz como él solo y como él solo suspicaz (como un “detector de mierda” lo definió Adriana Valdés), Lihn fue ante todo un poeta descomunal, uno cuya obra refrenda sobradamente las palabras de Bolaño, que no fue desmedido al señalar a Lihn como un poeta mayor de la lengua castellana en el siglo XX.
Y además Lihn fue un militante, si se puede decir así, de ese ejército que cuenta con muchos impostores en sus filas, pero del cual él fue uno auténtico y combativo: el de la generosidad literaria. Como pocos leyó a los viejos, a los coetáneos y a los más jóvenes y les abrió espacios y les dio pistas para seguir sus propias rutas, no las que él quería imponerles sino las que él creía que estos podían transitar. Es muy llamativo que ya en los años 80, por ejemplo, hablara de los seis tigres de la poesía chilena para referirse a algunas de las voces por entonces nacientes que él intuía con mayor proyección: Juan Luis Martínez, Rodrigo Lira, Bertoni, Maquieira, Bolaño y Gonzalo Muñoz. El tiempo no lo dejó en ridículo. No era la suya esa generosidad calculadora del tipo Te Menciono Porque Sé Que Te Sentirás Compelido A Mencionarme Y Así Ambos Ganaremos, sino la del que ve algo que lo conmueve o impresiona y se propone compartirlo con el autor y con los lectores. El mismo Bolaño contó que viviendo solo con su perra y al borde de la desesperación en los márgenes de la vida española, cuando su nombre no era nada y su obra apenas existía, se salvó de hundirse para siempre al recibir inopinadamente respuesta epistolar de Lihn, desde Chile, en esos años, nada menos.
Y así como generoso, era insobornable: por su talante, sus mañas y manías y su modus operandi literario se perdió varias pasadas. Un cercano suyo me contó hace años que Lihn se farreó la oportunidad de convertirse poco menos que en el poeta del Boom al presentar a no sé qué exitoso novelista poniendo abiertamente sus puntos críticos encima de la mesa, y que otra vez le habría disparado en los pies a su posible aterrizaje literario en España al hablar de la poesía de José María Valverde, gran traductor y crítico español, diciendo que era lo que era: una poesía muy menor. Por algo Cristián Huneeus decía que Lihn no daba puntada con hilo.
Con toda propiedad, Lihn fue lo que los relatores deportivos argentinos decían que era Marcelo Salas: un “chileno fe-nó-me-no”. A los 24 años ya había escrito “Celeste hija de la tierra”, cuyo maravilloso comienzo en endecasílabos y alejandrinos es como para salir a celebrarlo en Plaza Italia: “No es lo mismo estar solo que estar solo / en una habitación de la que acabas de salir / como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente”. Después escribiría algunos de los poemas más influyentes de la poesía chilena, algunos de los poemas más asombrosos de la poesía chilena, algunos de los poemas más políticamente concernidos de la poesía chilena (nunca uno panfletario ni una monserga pues fueron siempre escritos “sin la esperanza de influir sobre el curso de las cosas”, pero tampoco ajenos a ellas), algunos de los poemas más humorísticos, más delicados y más filosóficos de la poesía chilena y algunos de los poemas más feroces de la poesía chilena, como los de Diario de muerte, ese libro donde se planta ante esa muerte que desde sus primeros libros anduvo intentando lacear, pero no para iluminarle el camino, “como si ella tuviera necesidad de esa luz”, ni con la ilusa pretensión de vencerla sino, simplemente, para asistir de pie a su propia derrota: “Todavía aleteo / con el pescuezo torcido y las alas en desorden”.
No se le fundió el tacho en vida a Lihn ni se le ha fundido a su poesía desde el día de su muerte. Al contrario, es una poesía que crece: se lee cada vez más y de diferentes modos y, como pasa con pocos poetas, lo aparecido póstumamente es casi todo de primer nivel. Sus poemas a veces son radicalmente distintos entre sí: Lihn pasó del soneto de ocasión a los poemas infinitos hechos con versos de tres líneas, prosaicos a rabiar, transitando por el poema amoroso, el monólogo esperpéntico y la postal de viaje, y sin embargo algo irreductible, como en las personas un olor o un gesto, hace a todos sus poemas inmediatamente reconocibles: difícilmente podrían atribuírseles por error a otro poeta, por bueno que fuera.
Es una voz estrictamente inconfundible, marcada por las huellas de una inagotable lucha con la lengua castellana. Esas huellas tienen que ver con ciertas cosas tan concretas como el enrarecimiento de verbos y sustantivos o ese uso de comparaciones desaforadas que solía hacer (imposible olvidar aquella que usa en su poema “La derrota”, hecha como al paso pero que produce el duradero efecto de un fierrazo en la cabeza: “El orador piensa en la muerte, y la muerte, por primera vez, en sí misma, con la perplejidad de una primera dama que fuera repentinamente violada por una horda de beats en su propia residencia”). Y también tiene que ver, su singularidad, con ese permanente trenzar la experiencia vital con la escritura y con esa facilidad ilimitada para pasar, como si nada, de las honduras filosóficas a las sensaciones más concretas y pedestres (“Y en la boca un sabor a papas fritas”), sin dejar de lado los indelebles fogonazos del deseo carnal (“Y yo mordí largamente en el cuello a mi prima Isabel”). Si se le suma a todo esto el humor cáustico, la recurrencia casi obsesiva de un puñado de elementos claves (como los gallos y las gallinas), cierta inclinación al Desbordamiento & el Desdoblamiento y esa ternura irreductible que siempre reaparece en sus mejores páginas, tenemos como resultado una poesía reconocible aun en los puntos más extremos del amplio arco que describe su versatilidad: toda una voz. Una voz de la que se puede decir hoy lo que el propio Lihn dijo de Gabriela Mistral en la gloriosa elegía que le escribió en los años 60: “Escuchémosla hablar, roto el silencio / no atinaremos a llamarla ausente”.
Su prosa ensayística fue definida como una “crítica de la vida” por Germán Marín. Perfectamente podría ampliarse el alcance de esa noción a la totalidad de la obra de Lihn, en cuyo centro por supuesto está la poesía: es toda ella una crítica de la vida, pero también su celebración: crítica y celebración –como dice mi abuelo Ernesto Rodríguez– o maldición y agradecimiento –a la manera de Violeta– serían en la obra de Lihn como sístole y diástole en el ritmo cardíaco, ese que irriga sangre al tacho para que no se funda.