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Opinión

13 de Febrero de 2018

Columna de Sebastián Adasme: Despersonalizar la informalidad

La informalidad tiene un rostro específico. Abarca a los más pobres, a más mujeres que a hombres, y muchas veces rezagados de los mecanismos formales con mayores beneficios. No pueden acceder a éstos porque no tienen los estudios, o porque tienen que cuidar a un familiar enfermo, o a veces se trata de inmigrantes cuya situación irregular les impide encontrar trabajos formales. Jóvenes que deben estudiar o ayudar en la casa, o madres que necesitan compatibilizar el horario entre varias actividades. Es esto lo que termina por debilitar la legitimidad de la lógica puramente sancionatoria, ya que la informalidad tiene el rostro de la vulnerabilidad. ¿Cómo van a parecer imparciales estas medidas legales si los individuos afectados muestran características de esta naturaleza?

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A principios de mes se conocieron los primeros datos de la encuesta de informalidad elaborada por el Instituto Nacional de Estadística, la que reveló que 3 de cada 10 ocupados en Chile son informales. Esto significa que esas 2,5 millones de personas ejercen sus labores sin acceso a salud o previsión social, trabaja para un familiar sin remuneración o lo hace por cuenta propia sin haber registrado su actividad en el Servicio de Impuestos Internos. Y aunque la informalidad excede los casos como el comercio ambulante, en parte le debe a éste su protagonismo en los últimos años. Ejemplos como los ocurridos en Concepción, Estación Central y Santiago, donde se llevaron a cabo campañas contra el comercio informal, ilustran el tono en que se dieron estas discusiones.

En cierta forma, es entendible y hasta deseable que estas instituciones velen por el cumplimiento de los reglamentos, ya sea desde el uso de espacios públicos hasta el delito tributario de evasión. Después de todo, esos organismos están haciendo su trabajo. El problema surge al ver que esos informales comparten en gran medida características de vulnerabilidad. El informe del INE es claro en eso: la informalidad prevalece en los grupos de menor escolaridad y en los extremos etarios. Al caso del comercio ambulante se agrega una situación de mayor precariedad aún, donde más de dos tercios de los comerciantes tiene un ingreso inferior al sueldo mínimo. Cuando a este grupo le llega todo el rigor de la ley, cabe hacernos la pregunta: ¿no tiene algo de injusto castigarlos por evadir, sólo porque son muy pobres para eludir?

La informalidad tiene un rostro específico. Abarca a los más pobres, a más mujeres que a hombres, y muchas veces rezagados de los mecanismos formales con mayores beneficios. No pueden acceder a éstos porque no tienen los estudios, o porque tienen que cuidar a un familiar enfermo, o a veces se trata de inmigrantes cuya situación irregular les impide encontrar trabajos formales. Jóvenes que deben estudiar o ayudar en la casa, o madres que necesitan compatibilizar el horario entre varias actividades. Es esto lo que termina por debilitar la legitimidad de la lógica puramente sancionatoria, ya que la informalidad tiene el rostro de la vulnerabilidad. ¿Cómo van a parecer imparciales estas medidas legales si los individuos afectados muestran características de esta naturaleza?

Despersonalizar la informalidad –que las sanciones no recaigan siempre sobre el mismo grupo de personas, vulnerables y desventajadas– es una tarea ineludible si se quiere enfrentar el fenómeno. Las medidas coactivas siempre dejarán un sabor amargo si no van acompañadas de otras alternativas para quienes ya están en una situación desfavorecida. Desde esta mirada se pueden entender mejor las cifras que entregan las distintas encuestas sobre el tema: como una deuda que aún tenemos con los más débiles de nuestra sociedad, no como personas buscando hacer trampa y beneficiarse de los demás.

* Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad

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