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Opinión

24 de Octubre de 2018

Columna: Una vorágine enfermiza

Se dice en el ambiente pugilístico de que cada boxeador tiene una cantidad limitada de peleas en el cuerpo, nadie sabe cuántas son, pero es un número grabado a sangre y fuego en el interior. Para algunos serán diez, para otros doce, otros treinta y nueve, nadie sabe, pero es un número limitado, ahí está. […]

Luis Felipe Sauvalle
Luis Felipe Sauvalle
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Se dice en el ambiente pugilístico de que cada boxeador tiene una cantidad limitada de peleas en el cuerpo, nadie sabe cuántas son, pero es un número grabado a sangre y fuego en el interior. Para algunos serán diez, para otros doce, otros treinta y nueve, nadie sabe, pero es un número limitado, ahí está. Una sensación similar siento respecto a China, en donde pasé una década. En mi experiencia cada extranjero tiene grabado en su interior el número de años que puede aguantar –pues aguantar es la palabra– en el gigante asiático; unos quedaran libres tras una temporada, otros serán de por vida esclavos en sus galeras. El nivel de desgaste que provoca vivir en China es abismal. Un desgaste que se origina al trabajar allá, en una superproducción que aspiran sea hit en Netflix y ver cómo despiertan a los actores de una patada, se origina al pasar al McDonald’s y ser fotografiado por decenas de cámaras de CCTV.

Unos días atrás supe que Armando Uribe vivió un tiempo en China. Según él “todos se llaman lin o jan”. Al regresar a Chile Armando Uribe hizo una peculiar asociación: en virtud de sus apellidos apodó a Enrique Lihn y Óscar Hahn como “los poetas chinos”. Bien observado, ¿o no? Sin embargo me gustaría ir más allá: ese mundo que Enrique Lihn sentía avecinarse en la década del 60, del 70 y del 80, es el mundo que se abre ante nosotros en China. Nuevos lectores –en Beijing, en Cantón, en Macao– podrían beneficiarse de su invitación a desconfiar de esta vorágine enfermiza. Él mismo nos decía: “ciudades son imágenes”, ex profeso obviando toda coordenada, todo nombre propio, todo detalle. A Lihn, poeta urbano por antonomasia, París le dijo “no eres nada”; es altamente probable que Shanghái o Hong Kong también se lo hubieran dicho. Esa despedida de dos amantes sumergidos en un romance imposible a la que Lihn nos invita en “Estación Terminal” perfectamente pudo ocurrir en Tianjing o en Nanning en lugar de La Habana. Esa tierra de la que Lihn espera “no verse en ella a solas” es una sola, y abarca los escaparates de avenida Nanjing, los neones de calle Nathan y la Bolsa de Valores de Shanghái, el verdadero casino de Asia.
Aunque con menor frecuencia, Óscar Hahn también ha dado en el clavo. Ese amor fugaz del metro que nos habla puede tener lugar tanto en Estación Baquedano como en Estación Lujiazui. Ese muerto clarividente de Nagasaki del que nos habla perfectamente pudo encontrar su destino en Harbin, en Beijing o en las estepas de Manchuria, igualmente asoladas por jinetes, tanques y bombas.

La de hoy es una China que avanza rápido hacia al capitalismo salvaje, que erige mall tras mall, en cuyo interior el zumbido de la gente, los compradores del retail, se hace insoportable (podría ser un paraíso terrenal si todos se quedaran en silencio). Es una China, sin embargo que mira hacia atrás con nostalgia: busca el buen gusto de la Dinastía Tang, busca el temple aguerrido de los Yuen, tanto como busca la poesía del graduado de Harvard Lu Xun. Se intenta así cuadrar el círculo. Ese embeleso por su propio pasado sigue ahí, oculto tras las tarjetas de crédito que su población adquiere, oculto, como al reverso, de las cámaras de seguridad que omnipresentes, ubicuas, que recuerdan del Gran Hermano, ese que enarbola el puño (en la actualidad se enarbola el puño para descolgar el terno y salir a hacer negocios). Un país en que los índices de consumo aumentan, tal como aumenta la irritabilidad, el hastío, la iracundia.

Pasé años allá, a punta de lecturas voraces que realicé en cafeterías chic, o en bibliotecas polvorientas que pronto eran echadas abajo para transfórmalas en cafeterías chic. En un momento cayó en mis manos un libro escrito en el periodo de la ocupación japonesa. Para qué aburrirlos con el nombre. En mi obsesión comencé a traducirlo, un trabajo de joyero, pero un joyero que no cuenta con las herramientas ni con el conocimiento de su oficio, un joyero que tiene que contentarse con observar ese diamante en bruto sin poder tallarlo. Es que ningún otro país me ha hablado como me habló China, me sigue hablando pese a que es prácticamente inhabitable, pese a que cuesta entender lo que dice. He estado en otros países, ninguno ni lejanamente lo grande, lo vasto, lo remoto, lo sórdido y lo recóndito que es China. Me ha hablado, me ha gritado, me ha escupido en la cara. Yo también le he gritado (aún recuerdo al imperecedero ciclista que toca la bocina solo por meter bulla), le he escupido en la cara, a sus fauces de concreto, aunque no creo que haya acertado en el blanco.

Un país que resultar imposible discernir por completo, tras la fina –cada vez más fina– capa de exotismo oriental se encuentra una sociedad ultra capitalista, que marcha a toda máquina hacia el infierno de lo igual, del que nos advierte otro jan: Byung-Chul Han. Pasemos de regreso al lin: Enrique Lihn ya se sentía “en el gran mundo como en una jaula” hace tres o cuatro décadas. Esa manoseada idea de la “aldea global” adquiere una nueva arista. Famosa es la maldición china que dice: “ojalá que te toque vivir en una época interesante”.

A las finales, en China se acepta a diario lo inaceptable -ruidosos para consumir, boquita cerrada a la hora de pensar-, lo que me pasma. Me dejaba perplejo ayer, me deja perplejo hoy, me dejará perplejo en el futuro. Una especie de aquiescencia casi dolosa, que no puede atribuirse a la diferencia cultural, ni menos a la raza. Son causas profundas, de las cuales, no me sorprendería que las mismas autoridades del partido no tengan idea pero de las que han optado por beneficiarse. Es la poesía la encargada de adentrarse en esos confines, de aventurar una respuesta.

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