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Opinión

17 de Mayo de 2019

Patricio Fernández desde Venezuela: Caracas, una ciudad que agoniza

En esta segunda entrega sobre lo que pasa en Venezuela después del fallido golpe de Estado de Juan Guaidó y Leopoldo López, nuestro enviado especial, Patricio Fernández, se acerca a la ciudad como un vestigio cadavérico, cuyas ruinas hablan de la fortuna perdida y el futuro que no llega.

Patricio Fernández Desde Caracas
Patricio Fernández Desde Caracas
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La zona de San Bernardino está a lo pies de El Ávila, la cadena montañosa que separa Caracas del mar. En esa zona se instalaron durante la colonia las primeras haciendas cafetaleras de Venezuela y las casas de campo de las familias más pudientes. El boom petrolero de los años 30 empujó el avance de la ciudad y parte de la nueva burguesía construyó allí sus mansiones. Durante la década siguiente, huyendo de la Segunda Guerra, llegaron hasta San Bernardino emigrantes españoles, portugueses, italianos y especialmente judíos. Estos últimos fundaron tres sinagogas en la zona. Fue en esos mismos años que Nelson Rockefeller encargó a su arquitecto de cabecera, Wallace Harrison (autor del Rockefeller Center de Nueva York) construir allí un hotel de lujo: El Ávila. La vida social de Caracas dejó entonces la céntrica Plaza Bolívar para trasladarse a estas laderas boscosas, modernistas y sofisticadas.

Hoy, las calles del sector de San Bernardino lucen prácticamente desiertas. Los inmigrantes europeos y sus descendientes han vuelto a sus países de origen y las hojas de los árboles cubren jardines abandonados. Se volvió un lugar peligroso para vivir. Los miembros de las clases acomodadas que siguen en el país, viven todos reunidos en una pocas manzanas de Altamira, Chacao y Palos Grandes. Sebucán, diez cuadras al oriente de la Plaza La Castellana, ya les parece retirado. Aunque viven muy cerca unos de otros, es poco lo que caminan, y una vez que oscurece, no lo hacen por ningún motivo. Escuché decir a uno de ellos: “si quieren convertir este país en Cuba, que se apuren: así por lo menos no habrá tanta delincuencia”.

Lo cierto es que la ciudad entera tiene algo de abandonada. Hay edificios inmensos que nunca terminaron de construirse, como la Torre de David, con 45 pisos y 190 metros de altura, el octavo rascacielos más alto de América Latina pensado para convertirse en un gran centro financiero que, en lugar de eso, albergó durante años a familias marginales y a buena parte del lumpen caraqueño al interior de sus plantas de concreto y sin murallas. Hoy luce su obra gruesa como un esqueleto vacío y muerto. Lo mismo sucede con el edificio de Electricidad de Caracas, la Galería de Arte Nacional y el Helicoide, una especie de enorme pirámide moderna a medio construir, “creación exquisita” según Pablo Neruda, levantado alrededor de una roca, con una superficie de 60.000 m2, destinado a tener un helipuerto, un hotel, un gran domo en la parte superior, 300 tiendas y ascensores fabricados en Viena, pero hoy convertido en la ruinosa y fantasmagórica sede del Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional), centro de detención y torturas.

La ciudad de Caracas sufre una degradación evidente. No hay que salir a buscarla, porque uno se la topa en cualquier esquina: pavimentos con grietas, alumbrado público descompuesto, familias que han bajado de los cerros a vivir en antiguos locales comerciales, basura por las calles, restaurantes cerrados, bulevares, como el de Sabana Grande, por los que años atrás se paseaba la juventud vestida a la moda, hoy con las barandas oxidadas y vendedores callejeros que ofertan pequeñas bolsitas de azúcar o café, mientras una escultura cinética de Jesús Rafael Soto tintinea huérfana y desamparada. Otra obra suya, la Esfera Caracas (1974), instalada en la autopista Francisco Fajardo, intenta mantener viva su delicadeza roja en medio del descampado. Las librerías ya no tienen libros, porque las editoriales extranjeras abandonaron el país y porque las nacionales, con esa inflación impresionante (más de 10.000.000% al año) apenas terminan de imprimir y distribuir un libro cuando ya su precio es imposible de adivinar. De hecho, ha desaparecido el dinero en Venezuela. Casi no se encuentran billetes ni monedas, porque para pagar un almuerzo habría que andar con una maleta, y porque no hay manera de imprimir a tiempo las cantidades que la devaluación impone. En su lugar, los venezolanos utilizan una tarjetas de débito que cargan diariamente, y los extranjeros, donde no reciben sus tarjetas de crédito, pagan con dólares.

La capital venezolana se halla envuelta por una neblina anímica, un aire que pesa. Raramente una conversación tarda más de diez minutos antes de caer en la queja. Algunos, desde lejos, quisieran creer que este panorama sombrío es sinónimo de gente arrastrándose por las veredas y chupando piedras para el hambre, pero no es así la cosa: hay mercados con frutas y verduras, hay panaderías, hay gente haciendo colas para el pollo y los huevos. Vi una fila larga que recorría un parque casi entero y terminaba en la puerta de una licorería, porque, según explicaban, “corre el rumor de que subirán los precios de todo, y lo primero es lo primero”. Entre que se levantan y se acuestan, son muchos quienes no realizan un trabajo formal, sino que van de un sitio a otro “resolviendo”, como dicen los cubanos. Las familias que viven del aporte de los hijos jóvenes que han emigrado, son tantas como puede calcularse si quienes se han ido ya superan los tres millones.

Lo impresionante es que hablamos del país más rico de América Latina, de las reservas petroleras más grandes del mundo, de las mayores minas de oro del planeta, de tierras en las que abundan los diamantes, de una nación que hacia mediados de los años 70 poseía un ingreso per cápita equivalente al suizo, aunque muy mal repartido. Me comentó el diputado Pizarro: “Chávez no cayó como un meteorito”. Quería decirme que era el producto de un descuido, de una clase dirigente que le dio la espalda a su pueblo, que no supo ofrecerle un proyecto que los involucrara, en fin, que se ganó su venganza.

Abundan los sitios en que uno puede volver a encontrar esa fortuna perdida. En el hotel Meliá, que tiene salones enormes, grandes columnas y lámparas imperiales, me quedé escuchando a un viejo de corbata humita que tocaba el piano sin público. Ni el 10% de las habitaciones de ese hotel aspaventoso estaban ocupadas. Pero si en algún sitio creí encontrar la elegancia y sofisticación de otro tiempo, de épocas en que Chile seguía siendo un país agrario y provincial, fue en El Ávila, ese hotel de San Bernardino. Ahí bastaba cerrar los ojos para que sonaran orquestas tropicales, la rumba, la conga, el son y el merengue, luego el charleston, el fox trot, el one step, el swing y el boogie woogie, y hombres vestidos de blanco y más tarde mujeres con mini falda, donde ahora no había nadie, absolutamente nadie, y las esculturas de bronce y las fotografías de época penaban. A pasos de ahí la gente cargaba bidones para recoger agua de un cauce que baja desde la montaña, porque hoy en Caracas, ahí donde hay agua, hay gente esperando para cargarla. Unas cuantas botellas cuestan en el mercado lo mismo que un sueldo mínimo.

Desde las puertas del Ávila, salen unos jeep 4×4 camino de Galipán, un pequeño poblado en la cima del monte, donde se cultivan flores y todavía quedan algunos boliches en los que se puede almorzar mirando el mar al otro lado de esta ciudad que, de no constatarlo con los propios ojos, costaría mucho esfuerzo imaginar la destrucción que ha sufrido producto de la corrupción y la contumacia.

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