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Cultura

13 de Julio de 2019

Adelanto del libro ‘La única mujer’: Capítulo 8

Viena, 1933. Para Hedy Kiersler, joven actriz judía, su belleza ha sido salvación y tormento: la protegió de los nazis pero la condujo a un opresivo matrimonio con el traficante de armas de Hitler y Mussolini. Subestimada por todos a sus alrededor, escuchó los planes secretos del tercer reich cuando acompañaba a su esposo a fiestas y cenas de negocios. Dividida entre el glamour y la culpa por ser una privilegiada, decide escapar hacia Hollywood, disfrazada y bajo un nuevo nombre: Hedy Lamarr, convirtiéndose en un ícono del cine estadounidense. Nadie en torno a su nueva vida sospechaba que poseía información confidencial sobre los nazis ni que ella misma guardaba la tenología necesaria para acabar pronto con la guerra. Claro, siempre y cuando la escucharan. Una cautivadora novela basada en la historia real de una mujer extraordinaria, estrella de cine e inventora, que revolucionó la comunicación moderna hace más de medio siglo, sentando las bases para el wifi y el Bluetooth.

Por

Capítulo 8

16 de julio de 1933 Viena, Austria

 

El chofer abrió mi puerta, pero los dedos de Fritz aún sujetaban los míos.

—Desearía no tener que despedirme —susurró.

—Yo deseo lo mismo —le susurré a mi vez. Y era verdad. Había iniciado esa relación diciéndome que no lo quería, que todo ese escuchar y asentir y hablar y reír, e incluso los besos, eran un papel que mis padres me habían impuesto por necesidad. Otro papel más. Pensaba que hallaría la manera de sacarlo adelante. Pero la Hedy verdadera, la que se ocultaba debajo de todas las actuaciones, estaba sintiendo algo real. Y me di cuenta de que mi corazón estaba tan vulnerable como todos los corazones que había roto en mis juegos románticos del pasado.

Aún así, en cierto sentido, lo que sintiera en realidad no importaba, como pasaba con mis sentimientos reales arriba del escenario: no tenían ningún peso real. Desprendí mi mano de la suya y salí del auto sin decir otra palabra. La casa de mis padres estaba a oscuras. Si no hubiera sido por los rayos de la luna menguante, habría tropezado con alguna piedra en el camino hacia la puerta principal. En la oscuridad tanteé para encontrar el picaporte, abrí la puerta y la cerré con delicadeza tras de mí, cuidando no despertar a nadie en la casa que dormía, ni siquiera a Inge, nuestra empleada. Pasaba de la medianoche y si la suerte seguía favoreciéndome, mamá y papá estarían ya dormidos y ningún sonido los levantaría. Mis hombros se relajaron al pensar en la posibilidad de meterme en la cama sin el interrogatorio de costumbre.

Liberé mis pies al desabrochar mis zapatos plateados, los cuales dejé con cuidado en el piso para no hacer escándalo. Subí la escalera con paso ligero, evitando los escalones que sabía que rechinaban, y avancé sin hacer un solo ruido.

Sin embargo, cuando empujé la puerta de mi habitación, descubrí a papá sentado en la orilla de la cama, la pipa entre los labios.

—¿Está todo bien, papá? —Nunca antes me había esperado en mi cuarto. Él y mamá aguardaban mi regreso en el salón, fumando y bebiendo schnapps a sorbos después de una noche de teatro con amigos, o bien se retiraban a dormir. Así había sucedido hasta que empecé a salir con Fritz, claro está.

—No hay nadie enfermo, si a eso te refieres, Hedy.

Recogí los pliegues de mi largo vestido azul y me senté a su lado en la orilla de la cama, con los pies descalzos debajo de mi cuerpo.

—¿Qué pasó, papá?

—Hoy el señor Mandl fue a visitarme al banco —dijo después de dar una larga fumada a su pipa.

—¿De verdad? —¿Por qué habría ido Fritz a ver a mi padre? Y, más importante aún, ¿por qué no me había dicho nada durante la larga tarde que pasamos juntos?

—Sí. Me invitó a comer a su club privado y, siendo el señor Mandl quien es, acepté.

Por mi mente pasaban a toda velocidad posibles explicaciones, y mi voz tembló cuando pregunté:

—¿Qué quería decirte?

Papá lanzó un aro de humo hacia el techo y lo miró ascender, tocar el yeso ornado y disiparse. Solo entonces me respondió:

—Intercambiamos las frases corteses de costumbre, pero, claro, el tema principal de la conversación fuiste tú. El señor Mandl está prendado de ti, Hedy.

Sentía calor en las mejillas y agradecí que la habitación estuviera a oscuras. A pesar de las advertencias y las historias sórdidas que había escuchado, yo también me sentía sumamente atraída hacia Fritz. Y me gustaba experimentar el poder que me recorría cuando estábamos juntos. El hombre no era su reputación, eso me lo había dejado claro.

—Fue muy amable de su parte haberte invitado a comer. —No sabía qué más decir. Me incomodaba preguntar a papá los detalles de su conversación.

—Me parece que no fui claro, Hedy. Nuestra comida tenía un propósito, aparte de elogiar tus muchas virtudes.

—¿Oh, sí? —Mi voz tembló con nerviosa impaciencia o miedo, no lo sabía.

—Sí. El señor Mandl me pidió tu mano.

—¿Mi mano? —Estaba asombrada. Nos conocíamos apenas hacía siete semanas.

—Sí, Hedy. Está empeñado en que seas su esposa.

—Oh —dije por lo bajo. Estaba atrapada en un torbellino de emociones encontradas: agrado, miedo, poder. Fritz no era un jo- ven infatuado, como mis anteriores enamorados. Era un adulto que podía escoger entre muchas mujeres y me escogió a mí.

Papá dejó a un lado su pipa. Ahora que sus manos estaban libres me abrazó.

—Lo siento mucho, Hedy. Mi afán de no ofender a este hombre de poder ha traído una consecuencia terrible.

—¿Te parece terrible, papá?

—No sé qué pensar, Liebling. Apenas has tratado a ese hombre del que solo conocemos su terrible reputación. Aunque has aceptado salir muchas veces con él, ignoro cuáles son tus sentimientos hacia él. Y tengo miedo. Temo las implicaciones que traerá para ti la vida como esposa de Friedrich Mandl, si es eso lo que tú quieres.

—Hizo una pausa para elegir con cuidado sus siguientes pala- bras—: Pero estoy mucho más temeroso de las repercusiones para ti, para nosotros, si te niegas.

—A mí no me parece terrible su propuesta —susurré.

—¿Estás diciéndome que sientes algo por él? —En su voz había sorpresa. Y expectativa. Expectativa ante qué, no lo sabía aún.

—Bueno… —Hice una pausa, insegura sobre las palabras apropiadas para esa conversación. Me sentía extraña platicando con papá acerca de mis sentimientos hacia un hombre. En mis relaciones pasadas, los eufemismos habían sido el pan de cada día—. Sin duda me siento halagada, papá. Y sí, siento algo por él.

Mi padre me soltó y se alejó para mirarme a los ojos. Con la poca luz de la lámpara de mi buró, alcancé a ver las lágrimas que se acumulaban en los ojos de mi estoico progenitor.

—No estarás diciendo eso solo para darme gusto, ¿verdad?

—No, en verdad es algo que siento.

—Hay un amplio mar…, un océano inmenso, mejor dicho, entre sentir algo por un hombre y querer casarse con él, Hedy.

No supe si pensaba en su tirante relación con mamá al decir eso. Pero en lugar de responder la pregunta implícita, o interrogar- lo respecto a mi suposición, preferí la evasión:

—¿Qué piensas tú, papá?

—En una situación normal, sin considerar tus sentimientos, me habría opuesto por varias razones. Es muy grande para ti. Ape- nas se han tratado. No conocemos a su familia. Ha manchado su reputación en los negocios y con las mujeres. Podría seguir y seguir. Y estoy seguro de que tu madre estaría de acuerdo conmigo, aunque no he hablado de esto con ella. Quería conocer tus sentimientos primero.

¿Me estaba diciendo que me negara a aceptar la propuesta? Su opinión era muy importante. Lo que mamá pensara sobre el asunto de Fritz no me importaba mucho. El desdén que ella sentía por mí hacía que sus ideas me parecieran ventajosas para ella e inútiles para mí. Si no seguía el camino que mi madre consideraba apropiado, a sus ojos me convertiría en una mujer caída.

Papá no había terminado.

—En realidad estoy indeciso. Si sientes algo por él, esta unión puede protegerte en los días por venir. Mandl es poderoso. Estemos de acuerdo o no con sus opiniones políticas o con su cercanía con el canciller Dollfuss, parece estar decidido a mantener a Austria independiente de Alemania y del vil y antisemita canciller Hitler. Si los rumores son ciertos, la situación se tornará mucho más peli- grosa para nosotros los judíos.

¿De qué hablaba? Nosotros no éramos judíos en realidad, no como los emigrados que habían llegado en masa a Austria durante la Gran Guerra, y que volvieron a llegar durante los días sombríos y empobrecidos que siguieron a nuestra derrota. Aquellos judíos de Europa del Este, los Ostjuden, que vivían aparte del resto de la sociedad austriaca, que se aferraban a sus prácticas y creencias ortodoxas. No conocía a nadie así, a nadie que portara el ajuar tradicional. Los pocos judíos religiosos que había en nuestro barrio, aquellos que observaban el sabbat o que tenían menorás o mezuzás en sus hogares procedían de manera discreta, sin la osada despreocupación de los Ostjuden, y vestían como cualquier otra persona. Y mi familia, bueno, nosotros no nos considerábamos judíos excepto en un sentido vago, más bien cultural. Nos habíamos integrado por completo a la vibrante vida cultural de la capital. Éramos vieneses por encima de todo.

—Pero nosotros no somos como los judíos de Europa del Este que emigraron aquí en los últimos años.

—Que yo no use kipá y que no celebremos los días festivos no quiere decir que no seamos judíos, en especial ante los ojos de los demás. —La voz de mi padre sonaba frágil—. Vivimos en Döbling, por Dios, un barrio con su propia sinagoga y cuyos casi cuatro mil habitantes son judíos. Y tanto tu madre como yo fuimos criados en hogares judíos. Si la Hakenkreuzler, ese grupo de matones que pasean por ahí con sus malditas esvásticas, amplía su alcance, Dö- bling sin duda podría convertirse en uno de sus blancos. El barrio y sus habitantes.

—No, papá. Döbling no. —Resultaba ridículo que el pintoresco y seguro barrio de Döbling pudiera ser blanco de nadie.

—Cada vez son más los ataques contra los judíos, Hedy, si bien los periódicos no dan cuenta de ellos. —El tono frágil de papá dio lugar a la tristeza—. Solo los ataques públicos, los más violentos, como el que sucedió en la sala de oración del Café Sperlhof el año pasado, escapan al silencio del gobierno. En zonas judías habitadas por la comunidad ortodoxa, como Leopoldstadt, se distribuyen panfletos antisemitas a diario y hay frecuentes escaramuzas. Las tensiones aumentan, y, si Hitler controla Austria, que Dios nos ayude.

Me quedé muda. Anteriormente, papá y yo solo habíamos hablado de ser judíos en una ocasión. Un recuerdo de esa plática se desprendió del pasado y entró en el presente tan vivo y fresco como si acabara de ocurrir. Tendría yo unos ocho años y llevaba varias horas sentada bajo el escritorio de papá, organizando un número musical para mis muñecas; me encantaba usar como teatro esa zona oscura y aislada debajo de su ornamentado escritorio. De pronto me pareció que mamá —siempre ahí, a un lado, en especial cuando no quería que estuviera— había estado fuera de la casa todo el día. En lugar de disfrutar esa inesperada liberación de mi madre y sus horarios —lo que había permitido tan largo lapso de teatro—, sentí pánico. ¿Y si le había sucedido algo terrible?

Salí a toda velocidad del estudio y hallé a papá sentado junto a la chimenea en la sala de estar, leyendo el periódico y fumando su pipa con despreocupación. Su tranquilidad me perturbó. ¿Por qué no estaba inquieto por mamá?

—¿Dónde está? —grité desde la puerta.

Alzó la vista del periódico, con alarma en los ojos.

—¿Qué pasa, Hedy? ¿De quién hablas?

—De mamá, obviamente. Está desaparecida.

—Ah, no te preocupes. Solo acudió a una shiv’ah en casa de la señora Stein.

Sabía que la señora Stein, una de nuestras vecinas casas abajo, había perdido a su padre hacía poco, pero ¿qué era una shiv’ah? Sonaba como algo exótico.

—¿Qué es eso? —pregunté, frunciendo la nariz de ese modo que a mamá siempre le parecía «vulgar». Pero mamá no estaba aquí y papá nunca me regañaba por algo tan tonto como fruncir la nariz.

—Cuando una persona judía muere, la familia guarda luto por ella durante una semana y recibe visitas que van a dar sus condolencias. Eso es la shiv’ah.

—¿Entonces los Stein son judíos? —Era una palabra que había escuchado decir a mis padres en algunas ocasiones, pero no estaba segura de qué quería decir, excepto que parecía dividir a las personas en dos grupos: judíos o no judíos. Me sentía tan adulta al pronunciar esa palabra en voz alta.

Papá levantó las cejas al escuchar mi pregunta y abrió los ojos con una expresión que me resultó poco familiar. Parecía sorpresa, pero nunca había visto que nada sorprendiera a mi imperturbable padre.

—Sí, Hedy. Son judíos. Y nosotros también.

Quería preguntarle algo más a papá, algo acerca de lo que significaba ser judío, pero la puerta principal se cerró. El inconfundible sonido de los tacones de mamá en el pasillo de la entrada llegó a la sala de estar, y papá y yo intercambiamos miradas. El tiempo de las preguntas había terminado, pero desde ese instante comprendí en qué categoría caía mi familia, aunque no supiera con precisión qué implicaba esa religión.

 

 

Libro: La única mujer
Autor: Marie Benedict
Editorial: Editorial Planeta
Número de páginas: 288

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