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Reportajes

29 de Agosto de 2019

Aprender a leer y escribir, la tarea pendiente del 3,6% de la población

Felipe Muhr

En Chile hay 516.960 personas analfabetas. Entre ellos, hay adultos que se las han ingeniado para desenvolverse sin saber leer ni escribir. Sin embargo hay otros que están en proceso de aprendizaje porque saben que su mundo va a cambiar en 180 grados.

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Carmen Ramírez se sentía nerviosa cuando llegó al colegio Juan Luis Undurraga de Quilicura en marzo pasado. A sus 40 años tomaría un curso tres veces a la semana en horario vespertino, de 19:00 a 21:45, que le permitiría certificar el cuarto básico. Sabía escribir su nombre, pero cada vez que tenía que hacer trámites o anotar sus datos en la escuela de sus hijos encontraba una excusa para no hacerlo. Que no había traído sus lentes, decía, y que sin ellos no podía ver nada. Pero la verdad era que sabía leer a medias y le costaba escribir. Y eso le daba vergüenza. Ese día estaba nerviosa porque pensaba que sus compañeros sabrían más que ella. De solo imaginarse que la profesora la llamaría a la pizarra se le estremecía el cuerpo. La última vez que estuvo en una sala de clases aprendiendo fue cuando era niña, antes que su abuela la sacara del sistema escolar y luego tuviera que trabajar como empleada puerta adentro en una casa en Las Condes, cuando tenía solo 11 años. Después vinieron los hijos, seis en total, y la posibilidad de retomar sus estudios parecía cada vez más lejana. 

CIFRAS DEL ESTADO

La última encuesta de Caracterización Socioeconómica (Casen), realizada en 2017, reveló que 516.960 chilenos no saben leer y/o escribir. La cifra corresponde al 3,6% de la población mayor de 15 años. De ese universo, las personas analfabetas se concentran principalmente en zonas rurales del país, siendo 364.194, mientras que la población analfabeta en zonas urbanas corresponde a 152.766 hombres y mujeres.

Otro indicador que da luces sobre el tema es el CENSO 2017. Si bien el sondeo no incluyó la pregunta sobre alfabetización, sí consultó sobre los años de escolaridad de la población dividido en tres tramos: básica, media y superior. Pero quizás el dato más relevante es que 807.766 hombres y mujeres han tenido una escolaridad de menos de cuatro años. De ese universo, 302.752 personas registran cero años de escolaridad. Es decir, nunca fueron al colegio. Las comunas de Puente Alto, San Bernardo, Los Ángeles y Talca son las que concentran mayor cantidad de población con cero años de estudios.  

Por otro lado, el 25,6% de la población mayor de 25 años señaló que su nivel escolar llega hasta la educación básica. Aun cuando pareciera ser un porcentaje alto, la cifra va a la baja de manera notoria: en 1992, por ejemplo, esa misma pregunta arrojó que el 46,9% indicara tener su educación sólo hasta octavo básico aprobado. En su mayoría, la población analfabeta es mujer, tiene 60 años o más, y pertenece al primer quintil de ingreso autónomo. 

En el plano internacional, la Unesco estableció que para que un país esté libre de analfabetismo la tasa no debe ser superior al 3%, indican desde el ministerio de Educación. Según los datos que arrojaron los últimos sondeos, la tasa de analfabetismo y escolaridad inferior a cuarto básico en Chile es del 6,4%.

UN PLAN NACIONAL

Entre 2003 y 2009 se desarrolló la campaña de alfabetización Contigo Aprendo. Luego, en 2015, se conceptualizó como el Plan Nacional de Alfabetización Contigo Aprendo para el aprendizaje de la lectoescritura y pensamiento matemático en adultos, quienes después de aprobar una prueba podrán certificar sus estudios de aprendizaje hasta cuarto básico. El Estado considera que cuatro años de escolaridad corresponden al desarrollo mínimo de competencias en el manejo del código letrado con cierta autonomía. 


516.960 chilenos no saben leer y/o escribir

Raimundo Larraín, jefe de la División de Educación General del ministerio de Educación, explica que “el plan trabaja en concordancia con los objetivos propuesto por la Unesco en su Agenda 2030, en la agenda de Desarrollo sostenible, que plantea que para 2030 todos los jóvenes y una proporción considerable de los adultos, tanto hombres como mujeres, estén alfabetizados y tengan nociones elementales de aritmética”.

El plan de inclusión social es gratuito, y funciona gracias al trabajo de monitores voluntarios, quienes se inscriben y realizan capacitaciones para hacer clases de lenguaje y matemática a personas analfabetas. La idea de la política pública es restituir el derecho a la educación de estas personas, que puedan retomar la trayectoria educativa, generar condiciones para la inserción laboral, mejorar condiciones para el autocuidado y aumentar su autovaloración, indican desde el ministerio.

Este año hay 6.103 personas inscritas en el plan. Son guiados por 610 monitores, quienes, por su parte, reciben dos capacitaciones al año y un kit de textos y materiales para realizar las clases, además de un aporte económico de 3 UTM mensuales, lo que equivale a $147 mil, por los siete meses que dura el plan.  Para acceder a la iniciativa, los estudiantes deben cumplir con tres requisitos: ser mayor de 15 años, tener estudios inferiores a cuarto básico y no saber leer y/o escribir. Con presencia en las 16 regiones del país, la Metropolitana y la del Maule son las zonas que convocan a un mayor número de estudiantes, con poco más de 800 personas en cada una.

EL ERROR ES ACEPTADO

La clase de matemática empieza con un repaso de lectura. Carmen Ramírez junto a otras ocho personas integran el curso de alfabetización de adultos que realiza la Corporación CreceChile en el colegio Juan Luis Undurraga, ubicado en la población Parinacota de Quilicura. La disposición de las mesas es en forma de U, de tal modo que todos se ven las caras. En la clase, con un libro guía que otorga el Mineduc, aprenden la letra Z. Cada uno de los estudiantes debe leer en voz alta palabras que contienen la Z: zapato, zapallo, maleza, lazo, buzo. Mariana Morales, la monitora de matemáticas y de profesión psicopedagoga, les dice que primero lean con la mente y luego lo digan. Algunos estudiantes se equivocan, pero en esta clase el error lejos de ser castigado se señala y se valora. “Está bien que te equivoques”, le dice la monitora a una estudiante. “Lo mejor que te puede pasar es que te equivoques”, le dice a otra. Solo así pueden ver cuál es el error y comprender cuál es la forma correcta. Si bien el taller dura un año, si un estudiante no se siente capacitado para leer o escribir de forma autónoma, puede volver al año siguiente como oyente. 

Después del repaso de diez minutos empieza la clase. En esta ocasión van a aprender a restar. Leen un problema matemático del libro, en el que una comerciante invierte $530 en los ingredientes para hacer pan y vende a $840 el kilo. ¿Cuál es la ganancia? Mariana les pide que se imaginen todos los factores. “Para comprender, hay que imaginar”, les dice. Cada uno llega al resultado correcto usando la calculadora. Luego la monitora les enseña cómo opera el aparato y muestra los signos matemáticos que hay en ella: la suma, la resta, la multiplicación y la división. 

 La tasa de analfabetismo y escolaridad inferior a cuarto básico en Chile es del 6,4%. 

CreceChile tiene dos sedes en Santiago: una en La Florida y otra en Quilicura, y cuenta con seis voluntarios que semana a semana se trasladan hasta los colegios donde forman una comunidad escolar. La directora de la Educación de Adultos de la Corporación, Soffia Ortega, señala que “la alfabetización no tiene que ver solamente con no saber leer ni escribir. También tiene que ver con adecuarse a ciertos espacios, entender qué les pasa y ponerle nombre a lo que les pasa, resolver conflictos hablando, no reaccionando”.

Más allá de la vulnerabilidad de los estudiantes, CreceChile se enfoca en la desventaja educativa. “Cualquier persona que no tenga finalizada su escolarización está en una situación de desventaja porque está en una situación contextual socioeconómica que no le permite resolver su situación de vida bajo condiciones adecuadas para su total o pleno desarrollo”, indica Ortega.

Esa desventaja fue patente para una estudiante que tuvieron años anteriores. Llevaba 15 años trabajando como jefa de un casino de comida. Era analfabeta, pero nadie de su entorno laboral lo sabía. Diseñó una elaborada estrategia para identificar los pedidos, pero un día su jefe la llamó a la oficina y le pidió que completara unos documentos ahí mismo, frente a él. En ese momento no tuvo otra opción que decirle que no sabía escribir y fue despedida. No importó si era buena jefa, ni tampoco los años que llevaba trabajando. 


El primer día de clases y a los meses siguientes son otros: te saludan, te miran a los ojos, no se esconden, porque tienden a eso, a esconderse, a que no se noten. Pero después de un tiempo te hablan, se expresan”.


En esa línea, las clases no se ciñen solamente a enseñar contenido de lenguaje o matemática. En ellas se da un espacio comunitario donde la vida de todos importa, por eso se preguntan por la familia, comparten vivencias, resuelven dudas de la vida laboral, como esa vez que una estudiante fue despedida de su trabajo y no sabía cómo cobrar su seguro de cesantía. En un par de clases, el monitor, junto a los estudiantes, hizo un paso a paso y resolvieron cómo hacerlo. O como esa vez que un estudiante quería pedirle a su jefe un día libre porque tenía a su hija enferma y ensayó su petición en la clase, frente a sus compañeros. Beatriz Alfaro, coordinadora de la sede de La Florida dice que los estudiantes cambian socialmente: “El primer día de clases y a los meses siguientes son otros: te saludan, te miran a los ojos, no se esconden, porque tienden a eso, a esconderse, a que no se noten. Pero después de un tiempo te hablan, se expresan”.

Los grupos de alfabetización tienen perfiles muy heterogéneos, tanto en rango etario como de segmento socioeconómico. Pero una característica salta a la vista: la mayoría de las personas que participan son mujeres y siempre ha existido esa tendencia. De hecho, actualmente en el taller de alfabetización de Quilicura hay un solo hombre. Desde su experiencia y observación, Isaac Gajardo, historiador y coordinador de la sede en Quilicura, señala que “hay un miedo a reconocer que no se sabe algo. En el caso de los hombres está la idea de la masculinidad entendida como un sujeto que no puede reconocer que no sabe algo”. Incluso, años anteriores han habido estudiantes hombres cuyas familias no sabían que eran analfabetos, generando mecanismos de ocultamiento con su núcleo más cercano.

Mario Jorquera llevaba un tiempo trabajando de junior en la construcción cuando lo llamaron de recursos humanos y le preguntaron hasta qué curso tenía aprobado. Él les respondió que hasta tercero básico, y que no sabía leer ni escribir. Desde la empresa lo incentivaron a tomar el curso de alfabetización de CreceChile en La Florida durante todo 2018. Antes, cuando era analfabeto, Jorquera recuerda que le daba mucha vergüenza decirle a sus amigos. “Ante prefería hacerme el loco. Uno como hombre nunca le va a decir a otro ‘oye, sabes que no sé leer’. Es una vergüenza que pesa más en los hombres que en las mujeres, porque el hombre es macho, se cree superior”, dice. A sus 49 años, recuerda que “era horrible andar escondiendo eso siempre”. A un año de ese proceso, continúa sus estudios y reflexiona: “¡Te cambia la vida! Ahora me manejo solo con más confianza. Si incluso hasta tengo correo electrónico ahora”. 

“La alfabetización no tiene que ver solamente con no saber leer ni escribir. También tiene que ver con adecuarse a ciertos espacios, entender qué les pasa y ponerle nombre a lo que les pasa, resolver conflictos hablando, no reaccionando”.

Una vez finalizada la clase, las y los estudiantes comparten una taza de té mientras comentan sus experiencias personales. Varios coinciden en que les costó llegar a un curso de alfabetización, porque no sabían dónde buscar y cuando preguntaban en la municipalidad de su comuna se daban cuenta que había pocos lugares adonde ir. Cuando a Cecilia Contreras la llamaron para contarle que había un cupo en el taller de Quilicura, se puso a llorar de emoción. “Llamé a mis hijos para decirles que iba a aprender a escribir, a leer. Uno de ellos me dijo que iba a aprender otras cosas, que iba a mirar el mundo de otra manera”, recuerda. 

El caso de Luisa Cayul es diferente: aprendió a leer y a escribir en el colegio en Cholchol, Región de La Araucanía. Llegó hasta sexto básico, porque para continuar sus estudios debía trasladarse a otro pueblo y su padre no la dejó porque como era mujer podía portarse mal, relata. Llegó a Santiago a los 12, a trabajar como empleada en una casa. Con el tiempo se dio cuenta que no tenía su certificado de cuarto básico, lo que significaba que para el Estado ella era analfabeta.

La hija mayor de Carmen Ramírez siempre la incentivó a que retomara sus estudios, le decía que buscara cursos, que tenía que hacer el sacrificio, pero a ella le daba pena dejar a sus hijos chicos solos. “Una siempre se va quedando ahí no más, una se va postergando”, recuerda de esa época. Toda su familia sabía que le costaba escribir, así que cuando tenía que dar autorizaciones escritas a sus hijos Carmen les pedía que se la leyeran y luego ella firmaba el papel. Nunca ayudó a ninguno de sus seis hijos a hacer las tareas. Ahora los más pequeños, que van en octavo, sexto y cuarto básico, le preguntan a su mamá cómo le fue en la clase, o si acaso trae tarea. “Están súper motivados conmigo, me ayudan, me dicen que vaya al colegio”, cuenta. Esta semana escribió por primera vez una autorización para que el de octavo básico pudiera visitar otro colegio. En el papel escribió su nombre, el de su hijo y su firma.

Durante la conversación tanto la monitora como el coordinador les refuerzan una idea base de CreceChile: que sí, que a fin de año se les evaluará en una prueba lo que aprendieron, pero que en realidad lo más importante no se mide en dicho examen. “A veces ustedes saben más de lo que creen que saben, y esa es nuestra tarea, que vayan adquiriendo confianza con ustedes mismos, además de los aprendizajes de lenguaje y matemáticas”, les dice Isaac Gajardo.

Para aprender a leer y escribir, el plan se basa en el método psicosocial que creó el brasileño Paulo Freire, uno de los teóricos de la educación más influyentes del siglo XX. De hecho, Freire se refugió en Chile por cuatro años, entre 1964 y 1969, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva. En esa época contribuyó a la creación del programa de educación de adultos del Instituto Chileno para la Reforma Agraria, que pretendía alfabetizar a los campesinos.

Su método se basa en la estrategia de la palabra generadora, donde a partir de una palabra que genere sentido al estudiante, se deconstruye: primero las vocales y luego las consonantes. “Paulo Freire dice que no necesariamente son las escuelas las que te enseñan, sino que son tus pares, la gente que está en tu cotidiano. En un espacio que es horizontal, un clima de amenidad y juego, pero también incorporando la cuota de la tensión”, explica Soffia Ortega, agregando que “uno de nuestros lemas es que si no incomoda no aprendes. Aprender siendo adulto implica una cuota de incomodidad y de dolor, porque de alguna manera tienes que abandonar la persona que eras antes y tomar conciencia de lo que eres para después avanzar”.


“Llamé a mis hijos para decirles que iba a aprender a escribir, a leer. Uno de ellos me dijo que iba a aprender otras cosas, que iba a mirar el mundo de otra manera”.


De ahí que la puesta en escena de la sala y la forma de enseñar escapan del tradicional sistema educativo. Aunque las primeras semanas los estudiantes buscan ese formato clásico. “Quieren al profesor clásico que manda, que dicta, que direcciona, que castiga y pocas veces reconoce los logros”, dice Isaac Gajardo. “El profesor dice ‘está bien, pero hay un error, no lo borres’. Está prohibida la goma porque elimina mi capacidad de entender que me equivoqué, y yo aprendo de mis equivocaciones. Y así vamos a la vida también, porque si la persona borra la equivocación inicial puede volver a cometer ese mismo error”.

“YO SÉ HACER MIS COSAS BIEN”

Cuando cambió el sistema de transporte en Santiago, en 2011, María Olga Melo no salió de su casa en Renca en un mes. Tenía miedo de perderse, y de a poco empezó a memorizar qué micros debía tomar para movilizarse por la ciudad. Tiene 79 años, está jubilada y no sabe leer ni escribir. Hace unos años la municipalidad de su comuna ofrecía clases de alfabetización, pero ella no quiso ir. Para qué, se preguntaba en ese entonces. “Sé movilizarme bien, sé hacer mis cosas bien. Claro que si me va a pasar un papel y me dice lea aquí, ahí sí que no. Conozco las letras, pero se me van en collera. Pero no tengo necesidad”, dice.

Dejó el colegio en cuarto básico, cuando vivía con su familia en el fundo San Antonio, en Los Ángeles. “Para qué iba a seguir si yo me daba cuenta que no tenía cabeza para entender”, dice. Sus padres tampoco le insistieron, recuerda. Desde ese momento rompió relación con su familia, nunca más supo de ellos y empezó una vida de trabajo que la llevaría a vivir en Talcahuano primero y después en la capital. Sin ninguna red de apoyo en Santiago, trabajó como empleada puerta adentro en una casa ubicada en Plaza Italia. En sus días libres salía a Plaza de Armas a pasar el rato, a tomarse una leche con vainilla en los pasajes cercanos. A veces se juntaba con otras jóvenes que también tenían su día libre, pero siempre con desconfianza. 

“Uno de nuestros lemas es que si no incomoda no aprendes. Aprender siendo adulto implica una cuota de incomodidad y de dolor, porque de alguna manera tienes que abandonar la persona que eras antes y tomar conciencia de lo que eres para después avanzar”.

En Santiago trabajó haciendo aseo en casas particulares, en fábricas y también en plazas públicas, además de vender helados artesanales en su residencia. Cada noche contaba sus ganancias, y su nieta decía que quería ser como ella, porque veía que ganaba muchas monedas. Olga Melo tiene cuatro hijos, 15 nietos y tres bisnietos. “Una que no sabe leer ni escribir, una siempre quiere lo mejor para sus hijos. Todos mis hijos estudiaron, si ya que no estudié yo, tenía que darles los estudios a mis hijos. Todos tienen su profesión. En eso yo me siento feliz, contenta”, dice orgullosa. 

A sus 32 años, María Jesús Sepúlveda tampoco tiene interés en aprender a leer y escribir. Reconoce algunas letras y varios números, vive en Puente Alto, se moviliza sola por la ciudad y maneja bien su sueldo. Con su trabajo haciendo aseo en un edificio y la crianza de sus tres hijos no le da el tiempo, dice.

Fue a un colegio diferencial en Lo Barnechea hasta los 12. Después quedó embarazada de su primer hijo y no pudo seguir. Sus padres tampoco le insistieron para que continuara en el colegio. Y aunque piensa que ser analfabeta no le trajo grandes complicaciones más allá de tener que pedir ayuda a la gente de la micro para llegar a su destino, sí le importa que sus hijos tengan escolaridad completa. “Tienen que terminar los estudios, para que sean alguien más que yo, para que tengan mejor trabajo”, señala. 


“El profesor dice ‘está bien, pero hay un error, no lo borres’. Está prohibida la goma porque elimina mi capacidad de entender que me equivoqué, y yo aprendo de mis equivocaciones. Y así vamos a la vida también, porque si la persona borra la equivocación inicial puede volver a cometer ese mismo error”.


DESAFÍOS DEL PLAN

El Plan Contigo Aprendo es la principal política pública orientada a reducir los índices de analfabetización en Chile. Sin embargo, desde CreceChile observan ciertos vacíos, como el hecho de que no exista una continuidad. “El plan está desvinculado del resto de otros programas de nivelación de estudios de adulto. Entonces, cuando el estudiante sale de alfabetización y quiere seguir estudiando, le cuesta muchísimo porque la oferta de educación básica de adultos en Chile es muy baja. Pareciera entonces que el programa de alfabetización es una especie de isla con muy buenas intenciones”, manifiesta Isaac Gajardo.

Por otro lado, enfatizan en el carácter voluntario que promueve el plan. En un país que apela a la solidaridad de los chilenos para resolver problemáticas complejas, Soffia Ortega señala que “de alguna manera hay que apuntar a la profesionalización de la educación a adultos, a la profesionalización de la alfabetización. Se sigue en la lógica de la caridad con la situación de las personas adultas en situación de desventaja escolar”.

Al respecto, el jefe de Educación General del ministerio de Educación, Raimundo Larraín, indica que los desafíos radican en expandir la cobertura “a la población que está en zonas más aisladas y de alta dispersión geográfica”, así como también “propender a que la población certificada con cuarto año básico tenga la posibilidad de continuar estudios, y completar su trayectoria escolar”.

Esa es la ilusión de Carmen Ramírez: seguir sus estudios. Ni su madre ni su padre saben leer o escribir. Tampoco su hermano, tampoco dos de sus tres hermanas. Y pese a que cuenta que todos se desenvuelven bien, que saben sacar sus cuentas, así como también ella, aspira a aprender y tener más conocimientos. Cuando le preguntan que cómo va en el taller, ella les cuenta que bien, que de a poco va avanzando, mientras que en la casa sus hijos menores le preguntan si acaso trae tarea y si no, la ayudan a repasar. “Si más adelante se puede, quiero estudiar gastronomía, hacer más cosas, tener una pega mejor”, dice, pero para ella aprender a leer y a escribir de manera autónoma significa algo más simple: “No voy a tener que decir más que ando sin lentes. O si quiero escribirle una carta a mi hija voy a poder hacerlo”. 

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