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Entrevistas

1 de Septiembre de 2019

Carlos Peña: “Hay que ser capaces de saber lo que ocurrió, no olvidar a nuestros muertos, pero también de desproveer al acontecimiento del dolor que aún nos hiere”

Agencia UNO

El filòsofo advierte que la tarea no está cumplida, ya que hay traumas que “porfiadamente, una y otra vez, vuelven”: la violencia cometida bajo Pinochet y aquella, no menor, padecida por los pueblos indígenas en Chile.

Por

En su libro hay una frase audaz y contra-intuitiva sobre el rol actual de la memoria: “la época en que más información hay al alcance de las personas, es la misma en que la memoria y el ansia de memoria renace” (p.147). No es la opinión del Mineduc.

Por cierto que no. Digo eso a propósito de la crisis de la narración, que vuelve necesaria a la memoria, pero no la memoria como un recuerdo fotográfico y totalmente fiel de lo que ocurrió, como sucede con el personaje memorioso de Borges que es capaz de recordarlo exactamente todo. La memoria no es la reproducción del pasado, es una operación selectiva efectuada sobre los hechos del pasado, a la luz de cierto sentido futuro abrazado por el sujeto que rememora. Eso explica que en un tiempo de abundante información estemos menesterosos de memoria.

¿El boom de las historias secretas o no oficiales, de vocación más masiva, sería un ejemplo de esa necesidad?

Hay mucho de eso, desde luego, con el éxito de esa historia de acontecimientos sorprendentes y muy narrativa. Pero también, políticamente, hoy en día en Alemania, España o Chile, una y otra vez, porfiadamente, volvemos a la memoria: cómo reconciliarnos con eventos que ocurrieron y que son irritantes de lo que somos hoy. Estos desajustes de la memoria con cierta definición actual de lo que somos requieren ser reconciliados. Este esfuerzo de ajustar los recuerdos, que son el sedimento de la memoria, al horizonte de sentido en el que hoy nos desenvolvemos, es lo que provoca el anhelo de memoria.

A veces se confunde con un anhelo de pureza perdida, de un pasado prístino e inocente.

Efectivamente hay un anhelo o búsqueda de un momento puro e impoluto, no envilecido por los problemas que experimentamos. La idea de que la civilización, las reglas, el poder, el tráfico cotidiano, el mercado y las interacciones ensucian la condición humana, y que, en consecuencia, si uno raspa y sacude las instituciones va a encontrar un momento primigenio de luz y de pureza, es una ilusión. Lo que existe es una memoria purificada, capaz de reconciliarse con el acontecer pasado, desproveyéndolo de su lado doloroso. Es lo que dice San Agustín en las Confesiones y que es tan bello: “puedo recordar sin temor que alguna vez tuve miedo”.

Foucault plantea que lo que hay es un pasado espurio, con roces, asimetrías, conflicto, choque de fuerzas; al ver eso la gente sale decepcionada…

Lo dice en Nietzsche y la genealogía de la historia: al origen hay un momento inconfesable, un momento de violencia. Y también Walter Benjamin: detrás de cada documento de civilización se esconde un documento de barbarie. Sí, hay un momento de pureza en la religión o en los mitos, y en los momentos de angustia y agobio creemos que podemos recuperarlo. Mientras esa ilusión se mantenga dentro de los límites de la religión, está muy bien, pero si se convierte en un ideal político está muy mal, porque es la semilla del fanatismo, del fascismo y de cualquier totalitarismo. Si se logra instalar en el ámbito de la vida pública, creo yo, estamos perdidos.

¿HOY ES MAÑANA?

Su libro plantea que el tiempo de la memoria es una actitud de alerta hacia el futuro semejante a la de San Pablo, a la espera de la segunda venida de Cristo, pero muy diferente a la actitud chilena de postergar ese futuro en vez de esperarlo adecuadamente. Estoy pensando en la ley de divorcio (llegamos al último), o en materia medioambiental, que esperamos a que colapsen los ecosistemas para preocuparnos por ellos. ¿Nos hace falta esa actitud más paulina?

Cuando los cristianos de Tesalónica, una vez enterados de la buena nueva, le preguntan a San Pablo “bueno, ¿cuándo se producirá la Parusía, la venida de Cristo?, él les responde: “¡No han entendido nada, lo que importa es el cómo de la espera!”. Heidegger y Hans Barth, un teólogo de la época, leen ahí lo que llaman “la tragedia de la finitud humana”: sabemos que la muerte va a llegar, y de lo que se trata es que “no nos sorprenda como un ladrón en la noche”. Es una bella idea; hace que el futuro siempre esté delante nuestro, y que los seres humanos siempre lleguemos atrasados. Por supuesto, eso no justifica los ejemplos de ineficiencia en políticas públicas que pusiste, pero lo que quiero decir es que, para la actitud cultural, el futuro es una carencia que paradójicamente nos constituye y que queremos colmar. En eso consiste el futuro. Hay un cuento –y fíjate a quién te cito–  de José Luis Rosasco que me gustó mucho, sobre el niño moribundo. ¿Lo leíste?

No.

Es la anécdota de un niño que está muy enfermo, narrada por su hermano mayor, que si no recuerdo mal, estaba enamorado, y que todos los días le posterga el momento de la cura diciéndole “mañana te vas a mejorar”. El cuento termina cuando el niño ya moribundo le pregunta: “¿Hoy día es mañana?”. Esa es una pregunta que no tiene respuesta, y es lo propio de la cultura humana: si hiciera una lectura más prosaica o más vulgar de la Carta de San Pablo, diría las utopías que nos acaban dañando son las de los cristianos de Tesalónica, que están preocupados de cuándo llega, y no del cómo de la espera.

Otro sentimiento en la sociedad actual es el de vivir como “una flecha disparada hacia una meta que ha olvidado”. Ud. explica que eso ocurre por falta de consciencia histórica. ¿Es más fuerte ahora que antes?

Sí. Más que antes, porque la consciencia histórica es una consciencia de futuro. Solemos creer que la consciencia histórica es una consciencia memoriosa del pasado, y no es así. Nietzsche lo dice bien: un historiador no es un anticuario nostálgico que anda enamorado de las telarañas, y tampoco está buscando héroes para poner ejemplos edificantes, que es lo que él llama la “historia monumental”. Una buena consciencia histórica coexiste con una consciencia no histórica. Eso quiere decir que la consciencia histórica genuina sabe que el acontecer está rodeado de un mar de posibilidades que configuran nuestra libertad. Por eso la historia se escribe y reescribe una y mil veces. El historiador es el que tiene mayor consciencia de la contingencia humana, que con el tiempo va configurando algo que parece un destino, pero sabe mejor que nadie que no es así.

Y, sin embargo, la historia ocupa mucho el modo narrativo alea jacta est: “los dados estaban echados”.

Pero es una ilusión óptica. André Malraux dice en sus Antimemorias: “La muerte es lo único que convierte a la vida humana en un destino”. Una vez que el sujeto muere y finiquita, uno mira para atrás y nada de eso puede ya cambiar. Y los historiadores y documentalistas suelen a veces incurrir en este equívoco, de creer que porque las cosas ocurrieron fueron necesarias. La ‘necesariedad’ es una profecía al revés. Podemos decir que las cosas fueron necesarias cuando las miramos desde ahora, pero cuando las vivimos, cuando actuamos, interactuamos, tenemos conflictos o dialogamos y experimentamos la acción, vivimos la vida como posibilidad, con un horizonte de futuro. Mirar la historia como necesaria es la peor forma de positivismo, es la creencia absurda de que el historiador en realidad lo que hace no es mirar el espectáculo de la libertad humana, que es la grandeza de la historia, sino que es una especie de sociólogo o economista de los hechos pasados.

Es casi paranoide.

Dalí dice en una de sus cartas que el paranoico siempre tiene la razón: no puede sino reconstruir los hechos como necesarios. Pero es absurdo; si fuera verdad que la historia es la descripción de lo necesario y que su tarea es dilucidar intelectualmente las causas que, confabuladas, produjeron aquello que vivimos, escribiríamos la historia solo una o dos veces. Pero la reescribimos una y otra vez, y por eso la principal herramienta de la historia sigue siendo la narración: el esfuerzo por tejer con un sentido cada vez más inédito los hechos que ocurrieron. La semántica de la narración supone siempre conductas y elecciones: “yo hice”, “yo quise”, nadie narra diciendo solamente “me pasó esto”.

En la historia de Chile, ¿hay alguna posibilidad no realizada que quiera mencionar?

La idea de emancipación colectiva de una clase, que inspiró a la Unidad Popular y a la izquierda, es una de las ideas más inspiradoras y una de las pérdidas más notables que ha habido en términos culturales. O sea, la idea de que la vida podía ser vivida desde la propia voluntad colectiva, y emanciparse alcanzando una dignidad autoconferida. Si uno mira La Batalla de Chile, el documental espléndido de Patricio Guzmán, lo que más llama la atención es que la masa está convertida en sujeto, con un discurso que se reitera, con obreros desdentados que, sin embargo, tienen dignidad porque forman parte de ese sujeto colectivo. Bueno, todos sabemos en lo que terminó.

Creían que estaban presos de la necesidad, pero era una posibilidad nomás…

Y una posibilidad traicionada dramáticamente.

Hay otro efecto de los documentales de archivo, “los objetos viejos muestran una ausencia de mundo, nos permiten imaginar mundos desaparecidos”.

Sí. Cuando una cosa nos parece vieja y nos causa extrañeza, es porque nosotros percibimos las cosas sobre un horizonte que le confiere significado, un trasfondo. Si esas cosas nos sorprenden, en un museo o en un anticuario, e imantan nuestra atención, es porque no somos capaces de ponerlas sobre ningún fondo significativo.

Por eso las cuidamos.

Exactamente, creyendo que son el hilo que nos permite remontar a ese mundo que se fue, y que les confería un significado.

¿Ud. era rector de la UDP cuando apareció el cadáver de Diego Portales en 2005? Ahí apareció un mundo…

No, era vicerrector. Pero lo vi. Estaban remodelando la Catedral y apareció detrás del altar mayor; fue una cosa muy sorprendente. Estaba como momificado. Se le veía cierto rostro, y un peluquín algo corrido por el tiempo. La experiencia museográfica descansa sobre eso, la idea de que los objetos son portadores de la sombra de un mundo que, como ya no existe, hace que nos parezcan extraños.

POLÍTICAS DE LA MEMORIA

Una idea de su libro es que con el paso del tiempo los individuos y las sociedades toman, de múltiples formas, distancia de los hechos que vivieron en el pasado. En Chile han pasado casi 50 años desde los hechos traumáticos. ¿Qué distancia hemos tomado? Por lo pronto, víctimas y victimarios han muerto o envejecido…

Creo que hay dos maneras de asomarse a esta experiencia que fue traumática, y las exploro en el libro. Una es la de Hegel, que dice en un párrafo extraordinario: “Cuando veo al pasado solo veo ruinas… un inmenso altar donde se ha sacrificado la dicha de los pueblos y la virtud de los individuos”, y frente a eso, agrega: “Solo cabe preguntar para qué fin hicimos estos enormes sacrificios”. Y la respuesta que insinúa es optimista: la narrativa histórica es una especie de teodicea en la que el futuro justifica los males del presente, y me parece que es una visión que la derecha suele tener: hubo violencia, hubo crueldad, pero ese es el precio que pagamos por la modernidad que hoy día tenemos, es el costo social del desarrollo. La otra lectura posible es la de Benjamin, que le dice al marxismo de su época es que el gran engaño fue haberle dicho al proletariado que el futuro era suyo. En realidad, dice, lo que tenemos que mirar es el pasado, porque el pasado es el ámbito de las oportunidades perdidas, de las posibilidades que valieron la pena y a cuya altura no supimos estar. Y si olvidamos el pasado, nuestros muertos no podrán descansar.

Benjamin dice que el progreso es una tempestad que sopla desde el paraíso y nos arrastra hacia adelante con los ojos volcados hacia atrás. (p.177)

En sus Tesis sobre la Historia, Benjamin lo ejemplifica con el Angelus Novus de Klee, imagina que el ángel es lanzado hacia el futuro por el viento del progreso y se va alejando de sus muertos. Es una crítica muy bella a todas las utopías de ese marxismo que ya se estaba convirtiendo en una filosofía de la historia. Pero el costo de este punto de vista es que se queda hipnotizado mirando las ruinas y los cadáveres.

Angelus Novus, Paul Klee (1920)

Cita otra idea de Hegel sobre el futuro y el progreso como una especie de Dios histórico: “el creador de cielo y tierra no es suficiente para este ser del futuro.” (p.166). ¿No le parece preocupante?

Es una frase un poco exagerada, pero quiere decir eso: las sociedades humanas y las personas individuales nos experimentamos como carencia, como decía bellamente Sartre en El Ser y la Nada. Estamos detrás de aquella parte que nos falta, como si estuviera delante de nosotros. Somos seres lanzados al futuro, detrás de aquella parte que nos pertenece y no hemos logrado apresar. Y desde ese punto de vista, la gran fuente de dinamismo de los seres humanos es el futuro. No sabemos cómo es, y por eso tiene un magnífico factor de incertidumbre. La libertad no es solamente ausencia de coacción, sino el despliegue de ese factor de incertidumbre, y sobre todo la experiencia de sentir que el tiempo –a pesar de saber que nos vamos a estrellar con la muralla de la muerte– es vivir resueltos hacia el mañana, como si abrigara para nosotros algo que nos va a completar o nos va a colmar. Es el combustible de la vida humana, y también la causa de las frustraciones que a veces vivimos.

Pero en los hechos del pasado están las tablas con las que vamos a hacer la barca que nos llevará a navegar el porvenir, dice Ud.

Si uno se pregunta “¿Cómo imagino el futuro?”, bueno, en eso Benjamin tiene razón: hincando los talones en el pasado para lanzarnos. Cada uno echa mano a su memoria personal, y las colectividades echan mano a esa memoria narrada por la historiografía, buscando esa parte faltante. Y esa es la paradoja: es una parte que sabemos que nos falta y a la vez nos constituye como anhelo. Y lo que sugiero es que tenemos que ser capaces de buscar otra alternativa. No podemos ver la historia como una teodicea ejecutada ni como un duelo permanente. Hay que ser capaces, creo yo, de retener el acontecimiento, saber lo que ocurrió, no olvidar a nuestros muertos, pero también de desproveer al acontecimiento del dolor que aún nos hiere. Esa es la clave. Nadie puede modificar lo que ocurrió, los desaparecidos no van a volver, los torturados no van a abreviar el dolor que padecieron. Lo que podemos hacer es recordar eso, pero mediante la elaboración del recuerdo.

Es un camino más parecido al que propone el psicoanálisis.

La historia tiene algo de psicoanálisis, porque busca reconciliarnos con la necesidad. Si los seres humanos tenemos algo necesario –algo que es y no puede ser de otra manera– es el pasado. El pasado no es contingente, lo fue en su momento, pero una vez que acontece pasa a ser necesario y hace que el futuro deje de ser un rostro sin facciones y se vuelva un destino. Y lo sano frente al pasado es comprenderlo, y quien lo comprenda se libera.

La cura viene por añadidura, decía Freud.

Pero para eso hay que ponerlo en palabras. Una política de la memoria también es un esfuerzo por alimentar estos debates. Aquí yo creo que las humanidades, y la historia en particular, tienen un papel muy importante que cumplir, porque la elaboración del pasado depende de la capacidad que tengamos de narrarlo, de resignificarlo, de discutirlo. De nuevo lo dice Freud, en un documento tardío, cuando ya era un viejo terapeuta plagado de experiencias: “Quien no es capaz de poner el evento traumático en palabras, lo va a repetir como escena”. Si el sujeto traumado no es capaz de elaborarlo mediante el lenguaje, lo va a ejecutar en acto, en síntomas.

Las políticas de la memoria muchas veces van acompañadas o son acompañantes de procesos de reconciliación.

Hay al menos dos tipos de políticas de la memoria. Toda política es la prescripción de una acción, nos dice lo que debemos hacer aunque no queramos hacerlo. La política de la memoria a veces prescribe el olvido, como Aristóteles en la Constitución de Atenas o, tiempo después, Cicerón con su famoso discurso, cuando todavía el cadáver de Julio César estaba tibio, que dice que si queremos salvar la república tenemos que olvidar el crimen horrendo, inspirado por un propósito consecuencialista: podemos tolerar este crimen a la luz de una consecuencia que es tan benéfica y valiosa que lo excede. Pero hay otro tipo de políticas de la memoria, como la del pueblo judío: tú lees el Deuteronomio y es un conjunto de ritos e instrucciones para no olvidar; es la sublimación ritual la que retiene el recuerdo y lo desprovee del dolor que ha causado. O el anti-negacionismo, tan en boga hoy, también es una prescripción de recordar, es una política de la memoria fundada en principios incondicionales; es decir, “mire, en realidad estos hechos fueron tan graves, contravienen principios tan básicos de la condición humana, que no podemos olvidar”. Son principios prácticamente sacros que tenemos que revalorar permanentemente. Por eso me parecen un error los reproches dirigidos al MMDDHH, de que descontextualiza los hechos y los desprovee de explicaciones. Eso es malentender el problema, el MMDDHH no es un museo historiográfico, es un sitio de memoria, es el intento por revalidar ciertos principios incondicionales recordando los hechos que los transgredieron y pisotearon, porque nada los puede justificar.

Hay otros dos museos ideados por la derecha que han dado de qué hablar, el de la Democracia y el de Cera de la Municipalidad de Las Condes. ¿Le merecen algún comentario?

El de Cera no lo he visto, pareciera ser una entretención simplemente, no veo ahí ningún esfuerzo por retener nada. Supongo que no se hizo demasiado en serio, pero habla del sentido de la oportunidad y de la liviandad magnifica con que se mueve Joaquín Lavín. El Museo de la Democracia, en cambio, me parece que la circunstancia en la que se lo ideó, no digo que lo invalide, pero creo que estropeó una iniciativa que en otro contexto podría haber sido valiosa.

Y queda como el museo de derecha versus el MMDDHH, que sería según ellos de izquierda.

Es absurdo. ¡Como si el MMDDHH no fuera un museo sobre la democracia! Por supuesto que lo es, los principios que lo inspiran y que son los que empujan a que no olvidemos los hechos luctuosos que allí se conmemoran, son los de la democracia, la idea de que los seres humanos somos un coto vedado a la acción del Estado y que la política no se puede ejercer por cualquier medio.

SUJETOS PERSISTENTES

Ud. no suele hablar como testigo ni participante de los hechos sociales, sino que toma una distancia…

Es que no tengo yo (se ríe).

Quería preguntarle por la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas (2001-2003). Usted participó en la discusión y la redacción de un informe que ni siquiera ha sido subestimado, porque nadie lo ha tomado en cuenta todavía.

Mi participación ahí fue orientar, desde el punto de vista de la filosofía política normativa, ese esfuerzo. Además fue una experiencia política, conocí a Patricio Aylwin, un hombre por quién siento una profunda admiración todavía.

¿Por qué?

Porque mostraba un sano pesimismo, o un sano escepticismo, seguramente aprendido en tantos años de lucha política. Me pareció un político muy notable.

En su página de Wikipedia aparece una frase suya entusiasta sobre la instancia. Aquí va: “es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños, de examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueñosº, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía.” ¿Qué recuerdos le vienen a la memoria?

Fue una gran, gran experiencia, realmente. Yo sabía muy poco de los pueblos originarios. Ahí conocí personas, conversé muchísimo con ellas, me pareció gente sorprendente, con puntos de vista que yo no había ni atisbado. Pero lo más interesante de todo fue comprender el desafío que Chile tiene frente a los pueblos originarios, y que sistematizamos en el Informe. Primero la búsqueda de reparación, porque fueron arrasados, mutilados y víctimas de una coacción estatal gigantesca, sobre la cual construimos nuestra idea de nacionalidad. Ahí hay víctimas y se necesita una justicia correctiva. Luego debe haber una justicia de la memoria: necesitamos modificar nuestros relatos de lo que son y fueron estos grupos. Y luego está la necesidad de justicia política, es decir, su representación como sujeto colectivo.

En general, para los chilenos, es la parte más difícil de entender.

Es lo que yo logré aprender cuando conversaba con ellos, y es que desde el punto de vista de su experiencia cultural, ellos se viven y se perciben como sujetos colectivos. Lo que hace falta en Chile es reconocer eso y en consecuencia crear de un procedimiento que les permita manifestar su voluntad colectiva y, desde allí, participar en nuestro sistema político. Hemos tratado a los mapuches y a los pueblos originarios como pobres, como campesinos, como proletarios, como individuos puestos al margen de la modernidad, y no hemos sido capaces de hacer un esfuerzo empático de comprensión de lo que son ni de ver que en ellos que hay una constitución de sujetos colectivos fuerte y persistente en la historia de Chile. Mientras no acojamos eso, este problema no va a tener solución.

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