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Opinión

16 de Septiembre de 2019

Francisca Márquez y su diario de las memorias porfiadas: 11 de septiembre de 1973

Álvaro Hoppe

Fue el año 2013 que doné mi sexto diario de vida al Museo de la Memoria en Santiago. Lo entregué una tarde cualquiera a un joven cualquiera, del que nunca supe su nombre, en la puerta del museo. Sin más protocolo y explicación, el trámite duró poco, segundos. De regreso en el metro, sentí que lo había perdido. Desmarañado, ajado y con sus hojas sueltas, mi diario del año 1973 pasaba a ser parte de un archivo donde seguramente no volvería a ser leído ni tocado. Para mi sorpresa, la historia de mi diario fue y es otra: hoy es un libro llamado “El Diario de Francisca” y fue editado por Patricia Castillo, Alejandra González y Editorial Hueders. Y de eso quiero hablar aquí, de esa otra historia, la de los lectores de mi diario, el sexto de un total de 17 diarios.

Francisca Márquez
Francisca Márquez
Por

Debo decir que tras la publicación del diario en su versión facsimilar, he podido descubrir un Chile que no pensaba que existía. He visitado con el diario bajo el brazo, escuelas de La Pintana, de la Población Juanita Aguirre, de Renca, de San Bernardo, un par de universidades e incluso bibliotecas públicas y también una biblioteca privada de un mall de La Florida. A estas visitas y acaloradas discusiones se suman los email, Whats App, entrevistas, conversaciones de pasillo, de café, de esquinas y veredas de Santiago y el Cajón del Maipo. No temo decir que puedo escribir una etnografía de algo así como “las memorias porfiadas” que aún persisten y resisten en los cuerpos de muchas generaciones de nuestro país y del mundo.

MEMORIAS PORFIADAS

“Mi abuela me contó que ella nunca había escuchado tanto garabato como cuando los milicos entraron a su casa; estaban tomando once y de una patá les dieron vuelta la mesa con tazas y todo. Se llevaron a mi abuelo, con unas metralletas así de grande. Tres meses estuvo desaparecido. Pero mi abuelo volvió, lo torturaron, todavía le duele la espalda. Le dijeron que le daban un minuto para correr y si no le disparaban. El corrió y justo pasaba un camión y mi abuelo se trepó ¡y se salvó! Es que corría rápido y tuvo muuucha suerte“.

Así relata un niño de doce años la historia de su abuelo. Ante la mirada atenta de sus compañeros de curso, en un colegio de Conchalí, el nieto describe con convicción lo sucedido ese septiembre de 1973. El relato transcurre en una comuna donde recientemente se inauguró un metro
moderno, pulcro, rápido, como del primer mundo. En una de las salas de clases de este colegio de cuidados jardines, una pantalla pequeña proyecta las páginas de mi diario. Frente a unos cuarenta niños, leo. Impacientes, comienzan a agolparse en torno a la pantalla, la miran, la tocan y acompañan mi lectura en voz baja. Todos quieren saber y todos quieren contar su propia versión. Les pido que levanten la mano quienes tienen algún familiar que fue víctima de la dictadura. Cerca de treinta la levantan, incluida la profesora. Decido escuchar.

El Crédito: Álvaro Hoppe

Un niño delgado, de lentes y pelo largo, cuenta que su abuela recuerda que esos tiempos fueron duros, no había nada que comer, su propio hijo que era aún pequeño, debió salir a trabajar. Con voz grave y seria el estudiante dice: “A mi me impresiona, las primeras monedas que mi padre ganó se las dio a su madre, eso me hace sentir orgulloso de mi padre, habla muy bien de él, muy bien. Porque ¿quién de ustedes hoy le daría su propia plata a su mamá?” Mira a sus compañeros buscando la aprobación. Todos asienten. Una niña levanta su mano y habla de su tío que hasta hoy figura en las listas de detenidos desaparecidos, cuenta como la vida de la familia ha sido siempre buscarlo. Y así los relatos continúan. Cerca de la hora de conversación, un niño sentado en un rincón de la sala de clase, cabizbajo, levanta su mano pidiendo la palabra. La joven profesora hace callar a sus compañeros y pide escuchar. Con una suave voz y sin mirarme, señala que él tiene otra historia que contar, que él conoce por su abuelo, el otro lado: “Mi abuelo fue militar, él era muy joven, y nos cuenta que estuvo en La Moneda ese día del bombardeo. Que nada podía hacer, porque debía obedecer, de lo contrario lo mataban sus superiores. Pero nosotros en la familia no pensamos como él, nosotros sabemos lo que pasó ese día. Cuando estamos todos juntos nos gusta cantar las canciones del Illapu”. Y entonces, el niño comienza a cantar, suavemente: “Vuelvo a casa, vuelvo compañeeeeraaaa…”. Luego, con una sonrisa de complicidad les dice, cerrando su historia: “Y cuando nosotros estamos cantando, miro de reojo a mi abuelo, y veo que él mueve sus labios; él también está cantando”. Sus compañeros lo observan en silencio, atentos, respetuosos. La profesora agradece y todos aplauden. La jornada ha terminado, y entonces me piden que les deje el archivo del diario, que lo quieren leer en sus casas, mostrar a sus abuelos. La profesora se compromete a enviárselos por email. Me acompaña a la puerta del colegio y entonces me confidencia que ella es parte del PRAIS (Programa de Reparación y Atención Integral en Salud, Ministerio de Salud, destinado a víctimas de violaciones a los derechos humanos de septiembre 1973 a marzo 1990).

“Mi padre participó del golpe, estuvo ahí. Pero él no habla, nunca ha querido hablar”

No es el único que habla del otro lado de la historia. En cada una de las presentaciones, surgen más voces que atestiguan la complejidad de saberse nieto o hijo de militar. En la biblioteca de un mall de La Florida, un joven de no más de treinta años espera desde temprano la presentación del diario. Viste jeans, jockey de marca y espera paciente junto a su pequeña hija que juega en la bella biblioteca. La presentación comienza con quince personas en la sala, todas mujeres de mi edad, todas con sus memorias vivas empatizan con mi relato. El joven escucha y observa atento las páginas del diario que se proyectan sobre la pantalla. Al terminar la presentación cuenta que él es hijo de militar: “Mi padre participó del golpe, estuvo ahí. Pero él no habla, nunca ha querido hablar. Mi infancia fue un desastre, siempre ajeno, violento, ya no lo veo, él no va a reconocer nunca. Pero yo quiero saber, por eso estoy aquí”. Las mujeres aplauden y se retiran en dirección al mall.

En uno de los colegios de La Pintana la conversación con los estudiantes vuelve a fluir. Al poco comenzar el relato sobre el diario comprendo que todos conocen el Patio 29 del Cementerio General. No deja de sorprenderme porque ninguno tiene más de doce o trece años, les pregunto. En silencio, levantan sus dedos e indican a una niña de la primera fila. La observo, se ve mayor, en su mochila lleva atado el pañuelo verde pro-aborto. Ella se vuelve a mirar a sus compañeros y con voz clara me dice que su tío materno fue detenido-desaparecido en tiempos de dictadura y enterrado como NN en el Patio 29. En un acto conmemorativo, sus compañeros de curso decidieron acompañarla. Todos la escuchan en silencio y asienten con sus cabezas cada una de las palabras de la niña que les sonríe.

Crédito: Álvaro Hoppe

MEMORIAS INCRÉDULAS

En una conversación en el Cajón del Maipo, dos jóvenes de veinte años que han visto en sus celulares el diario de vida me increpan, dudan de su espontaneidad y veracidad: “Yo creo que usted estaba siendo manipulada, alguien le dijo lo que tenía que escribir. Esas parecen palabras de una persona mayor ¿Usted era militante comunista?” Les explico que yo leía mucho, que eran otros tiempos; y que en mi casa se escuchaba una radio de Argentina. Que efectivamente yo transcribía prolijamente cada una de las palabras de la emisora, por eso el lenguaje y las palabras que utilizo. No me creen: “Pero usted parece de izquierda, se ve clarito que usted tenía una posición política ¿A los 12 años?” Les explico que la muerte de Allende fue algo que me impactó mucho, a esa edad nunca había escuchado la palabra suicidio, y me parecía impensable que tanta gente muriera por sus ideales. Me observan incrédulos y me replican: “Allende murió porque no quiso entregar la Moneda”. Les respondo que Allende era el presidente y había sido elegido democráticamente. Vuelven a replicarme: “Pinochet hizo cosas buenas y malas, pero era necesario. Como el Guatón Romo, se cuentan muchas historias que no fueron reales. Mi papá lo conoció y era inteligente, imposible que haya hecho todo lo que se dice. Como Pablo Escobar, también hizo cosas buenas y malas. El Estado abandona a los pobres y Escobar los ayudaba; incluso les daba trabajo”. Hasta ahí llega mi paciencia de etnógrafa y con voz dura les pido que antes de hablar mejor se informen. Doy por terminada la conversación.

Me voy masticando el enojo por un camino de tierra y pienso en mis compañeras de colegio, harto más viejas y con privilegios impensables para estos jóvenes de los bordes de la ciudad. Pero hay algo en común, la incredulidad. En el Whats App del curso, alguien atribuyó mi relato a un “exceso de imaginación”. Buena manera de negar lo que hoy avergüenza. Como por ejemplo, el relato de ese mes de noviembre de 1973, en que los apoderados donaron sus argollas de matrimonio y joyas para la Reconstrucción Nacional. Años después, sabríamos que las joyas fueron a parar a los bolsillos de la gran familia de las fuerzas armadas.

Una niña levanta su mano y habla de su tío que hasta hoy figura en las listas de detenidos desaparecidos, cuenta como la vida de la familia ha sido siempre buscarlo

Finalmente, debo decir que desde la publicación del diario de vida no he dejado de preguntarme cuáles son las razones del gran interés que éste despierta. Quizás la explicación esté en que el relato nos muestra una historia política construida desde la niñez. Y que el golpe militar permeó las capas más profundas de nuestras vidas, incluso las más cotidianas e infantiles. Que los silencios de nuestra historia política son demasiados, tantos como las memorias y los olvidos que allí se agazapan; de allí nacen esas memorias incrédulas.

Sea cual sea la respuesta, por sobre todo, este diario me permitió descubrir a las terceras y cuartas generaciones que sucedieron mi escritura precoz, nietos y nietas preocupados en confrontar y validar los relatos que sus abuelos y abuelas les transmiten al calor de una once en el comedor. Son los niños y niñas de las memorias porfiadas.

Por Francisca Márquez, antropóloga
El Ingenio, septiembre 2019

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