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Reportajes

17 de Octubre de 2019

La precariedad y desprotección que teje la industria textil para las costureras que trabajan en el hogar

Las trabajadoras en domicilio son el eslabón más bajo de una cadena de producción informal que invisibiliza y normaliza una situación de dependencia e inseguridad económica para la mano de obra femenina que realiza este oficio desde la casa. El engranaje del sistema funciona a la perfección gracias a la figura del “enganchador”, un intermediario entre gigantes del retail, pymes confeccionistas y los talleres en el hogar, que abona las condiciones para obstaculizar el acceso de las mujeres a sus derechos laborales.

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Los rumores por el cierre inminente de la fábrica empezaron a circular entre las trabajadoras y ni el ruido ensordecedor de las máquinas de coser funcionando a la vez acallaba las conversaciones de pasillo. Amanda, que llevaba tres años en la empresa, donde confeccionaba gorras con visera –los conocidos jockies– llegó a la oficina del dueño del negocio y escuchó atenta: “En el último tiempo, han bajado mucho las ventas y nos vemos obligados a reducir el personal”, le comunicó el propietario. Ella no se sorprendió. Los cuchicheos sobre un eventual despido masivo hacía días que daban vueltas entre máquinas, hilos y botones. Antes de pedirle que avisara a otra compañera para ser informada de lo mismo, el jefe le advirtió: “No estamos en condiciones de pagar una indemnización como las que les correspondería por el tiempo trabajado”. Ante tal limitación, la compañía decidió regalar a las cosedoras los artilugios con los que trabajaban. A Amanda, que accedió a dar su testimonio protegiendo su identidad real, le entregaron una overlock, que le permitiría hacer el acabado de los bordes, repulgos y unir dos piezas, y otra para coser puntadas rectas. 

Amanda, de 53 años, empezó a desempeñarse en el sector del textil a los 19. Salió de 4º medio sin rumbo y se le presentó la oportunidad de entrar en una fábrica. Le gustó y empezó la que sería una dilatada trayectoria de producción de camisas, chaquetas, pantalones, abrigos y complementos. “Empecé a trabajar a mediados de los 80, cuando todavía la cosa en fábricas estaba buena, con talleres que tenían entre 500 y mil trabajadores”, recuerda la mujer. Las jornadas laborales –dice– eran de ocho de la mañana a 5:30 o seis de la tarde, con una hora de colación, además de sábado y domingo libres. La mano de obra, dice, era “muy bien pagada”. 

El declive de la industria textil, a partir de los años 90, provocó el cierre sucesivo de muchas de las grandes fábricas chilenas del rubro. La de Amanda, en un inicio, desvinculó sólo a las empleadas más veteranas de la empresa, aquellas que llevaban cinco o seis años ahí, pero al poco tiempo terminó también por bajar la persiana. “Las compañeras que se quedaron en la empresa nos contaron que el dueño empezó a comprar todo en China, porque llegaba todo más barato. Traían cajas llenas de jockies y lo único que ellas tenían que hacer era ponerles la etiqueta de la empresa”, cuenta Amanda. 

Según datos de la organización Fashion Revolution, que busca tomar consciencia sobre el real costo de la moda, entre 2003 y 2018, el costo de la importación chilena de vestuario y accesorios (excluyendo calzado) aumentó en un 650%, pasando de 502 millones de dólares a casi 3.265. El estudio “El mercado de la confección textil y el calzado en Chile 2014- 2016”, elaborado por el Instituto ICEX España Exportación e Inversiones, revela que, en el mercado chileno, el 70% de las ventas de textil provienen de las importaciones, con una oferta dominada por las grandes empresas del retail (Falabella, Paris y Ripley); y que el 75% de textiles que entran a Chile provienen del continente asiático. De hecho, según el Observatorio de Complejidad Económica (OEC, por sus siglas en inglés), en 2017 el 16% de las exportaciones de China a nuestro país fueron de materiales textiles. 

Del cierre de fábricas a instalarse al domicilio

“La aplicación del modelo neoliberal ha tenido importantes efectos en el funcionamiento y estructura del sector textil, desde septiembre de 1973 en adelante. La política de contracción del gasto público y de la demanda, así como la apertura comercial y financiera asestaron importantes golpes a la industria textil, y sobre todo a la del vestuario, provocando una situación crítica de la cual han logrado recuperarse parcialmente sólo en años recientes”. Es un fragmento del libro Industria textil y del vestuario en Chile (Estudios Sectoriales, núm. 1, 1987). La llegada de la dictadura desmanteló el modelo proteccionista que había permitido el desarrollo de la industria nacional y sometió al sector a la competencia externa de los mercados internacionales. 

La llegada de la globalización y la adhesión de Chile a una serie de tratados de libre comercio (TLC) con países tanto de Latinoamérica como del resto del mundo –Estados UnidosChina y la Unión Europea– aumentaron aún más la presión sobre las empresas nacionales y aceleraron de forma vertiginosa su proceso de decadencia. “Esto empieza en los 90 y lentamente se va deslocalizando la industria: la producción de ropa empieza a hacerse afuera del país y así se va desarmando la confección nacional, sobre todo de aquellas piezas más fáciles de producir en serie”, explica la diseñadora e historiadora Pía Montalva.

La experta cuenta que China se convirtió en el destino principal para producir ropa y traer a Chile las piezas ya acabadas. “Se trata de volúmenes de producción muy grandes, por lo que la apertura a Asia se asocia al desarrollo de las marcas del retail”, dice. El sistema, según detalla, sería el siguiente: las multitiendas observan la tendencia afuera y la replican aquí gracias a pequeños equipos de diseñadores especializados en ropa de hombre, mujer, niños, jeans, etc. Luego mandan los diseños a los proveedores de China, quienes envían los prototipos de vuelta. En Chile se revisan y corrigen y, finalmente, se entregan de vuelta junto con el encargo de la producción que se va a comprar. 

El cierre de las grandes fábricas trasladó la producción hacia las casas. Como le ocurrió a Amanda, la mayoría de las costureras no fueron compensadas con plata por sus despidos, sino que recibieron máquinas de coser industriales, lo que les permitió continuar con su oficio desde sus hogares. Así, las obreras del textil se vieron obligadas a combinar las tareas domésticas y de cuidados con el trabajo remunerado cada vez más precario.

Precarización e incertidumbre económica

Dice Amanda que cuando la entregaron la maquinaria para instalarla en su casa se ilusionó. Que encontraba rico tener esos aparatos industriales en su propio hogar porque en aquella época eran muy costosos. Aunque el primer tiempo se dedicó solo a coser pequeños arreglos, sin intención de vivir exclusivamente de ello, con el tiempo decidió junto a su hermana convertirse con una trabajadora textil a domicilio. El desafío no era fácil porque estaba acostumbrada a la confección en fábrica, en la que cada trabajadora cosía una parte de la prenda –cuellos, puños, mangas, etc.– en una especie de rueda que no paraba de girar hasta que sonaba el timbre de salida. Ella que se había dedicado exclusivamente a las terminaciones de camisas (colocar botones, ojales, bastas y puños), ahora tendría que aprender a producir la pieza completa. Se convertiría así en una prestadora de servicios.

Aunque no existen estadísticas al respecto, se estima que unas 500 mil mujeres se dedican al trabajo textil en domicilio. Hay distintos perfiles de modistas: desde aquellas que elaboran uniformes corporativos para empresas, instituciones públicas o colegios, hasta las que trabajan para pymes de confección, pasando por las que hacen arreglos o artesanía. Amanda ha pasado por casi todos: trabajó para una empresa de coreanos de Patronato; para un local de ropa maternal de un mall, en la confección de uniformes escolares y en vestuario de enfermería. Puede ganar entre 70 y 80 mil pesos por semana (lo mismo su hermana), pero en temporada baja (de junio a octubre) la cifra se reduce a 20 o 30 mil. Como no tiene hijos ni dividendo a cargo, puede autogestionarse más cómodamente que muchas de sus compañeras, que tienen que cumplir con todas las tareas domésticas de día y producir de noche, muchas implicando en sus labores a toda la familia –niños y adultos mayores incluidos– para poder cumplir con los plazos. 

Más allá de las bajas remuneraciones, que suelen ser menores que en las fábricas, el principal inconveniente del trabajo textil a domicilio es la desprotección en la que quedan las mujeres. El encargo del trabajo funciona a base de un trato que se conversa. Raras veces se dan boletas y nunca se ofrecen contratos ni cotizaciones de previsión y salud –pese a que muchas sufren enfermedades físicas y psicológicas asociadas–. Tampoco existen unas tarifas mínimas generales. Los plazos de entrega son muy cortos y la que no llega a tiempo se arriesga a no recibir encargo para la semana siguiente. Un conjunto de condiciones que abandonan a las costureras en una suerte de incertidumbre económica, colgadas del trabajo irregular que les impide acceder a sus derechos laborales. 

La investigación “Estudio del trabajo en domicilio en la cadena del vestuario en Chile y de la creación de organizaciones sindicales territoriales de las trabajadoras involucradas”, realizada por la Fundación Sol en conjunto con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), señala la precariedad en la que se desempeñan las trabajadoras del textil a domicilio, alerta de que producen para intermediarios que abastecen a la industria textil mayorista.

Según el estudio, hay mujeres que pese a trabajar de forma independiente, en realidad, están insertas en una “cadena de relaciones de dependencia” que funciona con altos grados de informalidad y desprotección. En su eslabón superior se sitúan los gigantes del retail y las empresas que demandan vestimenta institucional. Si bien la oferta de ropa de las grandes tiendas procede de China, existen distintas tareas, como cambiar etiquetas de las prendas o confeccionar uniformes, que el retail confía a la mano de obra nacional. Lo hace a través de licitaciones que derivan en contratos comerciales con empresas de menor tamaño que son las que proveen formalmente la ropa. Estas pymes confeccionistas se ubican en los eslabones intermedios y la mayoría de ellas externaliza parte o el total de la producción a las trabajadoras en domicilio a través del llamado “intermediario” o “enganchador”.

El documento de la Fundación Sol pone énfasis en la relación que se establece entre eslabones y señala que desde el nivel superior se logran vender prendas a precios mucho más altos que su costo. “De ahí que la ganancia se sostenga no en el valor intrínseco del producto, sino en las bajas remuneraciones pagadas a los eslabones inferiores de la cadena, representados por las mujeres trabajadoras textiles y sus hogares”, reza el texto. Amanda lo expresa así: “Se valoriza muy poco la mano de obra; haces un pantalón bonito que te lo podrían pagar a 4.000 pesos, pero te lo pagan a 1.000 o 1.500 y eso causa mucha frustración”. 

Dependencia del intermediario

Sentado encima de una mesa de coser, Ricardo corta una a una las trabillas de un pantalón. Con una sofisticada tijera, saca de las tiras la ropa que sobra, que se acumula al suelo conformando una especie de alfombra de telas e hilos azul marino. Tiene 160 prendas en espera, un pedido que debe entregar en pocas horas. 

Ricardo es enganchador y trabaja para tres de las pymes confeccionistas líderes del mercado de uniformes en Chile. “Yo retiro la ropa cortada, la preparo y la entrego de vuelta a la empresa de acuerdo a lo que me pide”, cuenta. El hombre, que ha entregado su testimonio también con reserva de identidad, además de distribuir la ropa entre distintas mujeres que le trabajan desde la casa, tiene su propio taller de confección, en el que emplea a cinco personas: “Todas con contrato por el sueldo mínimo”, dice. Ellas han cosido durante tres días los pantalones, que en la tienda se venderán a unos 25.000 pesos. Ricardo no revela cuánto le pagan a él por cada uno, pero sí cuenta que recibirá su pago una semana después de la entrega a través de un cheque.   

El estudio de la Fundación Sol describe a la figura del enganchador como un “intermediario” entre la pyme y los talleres en domicilio. “Es una persona que conoce muy bien el territorio y los hogares-talleres que en éste se ubican. Son de mucha confianza para las pymes confeccionistas, sus empleadores”, señala el informe. La función principal del intermediario es realizar el trato directo con las trabajadoras y establecer las condiciones del trabajo (tiempos de entrega, normas de calidad y precios a pagar). En la mayoría de los casos también suministra las telas e insumos necesarios para la confección, que provee la pyme para resguardar que la producción sea lo más similar a la que se realiza en la planta). Finalizado el plazo, también se encarga de recogerlos en los domicilios. “Su figura propicia una relación de dominación y control sobre las trabajadoras textiles en domicilio”, indica el estudio. Y añade: “En todo el proceso, el enganchador opera como el engranaje encargado de pegar ambos mundos: el sector moderno y formal con el sector informal y muy desprotegido”. 

Con más de 30 años de experiencia en el sector, Ricardo considera que su rol es “clave” para las empresas, que trabajan con cientos de enganchadores como él. “Sin nosotros [los enganchadores], estas pymes no llegan al nivel de productividad que necesitan porque la cantidad de trabajadores que tienen –entre 60 y 80– no alcanzan para producir la demanda de uniformes que les llega de otras empresas, como bancos, entidades financieras, municipalidades, o del Estado”, relata. En su opinión, bajo el modelo actual, “las empresas van a ir externalizando sus servicios, porque los costos de fabricación van aumentando y los clientes cada vez pagan menos por la ropa, entonces tienen que disminuir costos y externalizar los servicios”. Y resume: “La figura del intermediario les sale mucho más barata que pagar más vacaciones, ampliar plantillas o pagar cotizaciones”. A través de él y con la externalización las pymes confeccionistas logran reducir los precios fijados en los tarifados de fábrica. Ricardo cree que esta forma de trabajo llegó para quedarse y que se da en todos los rubros, pero admite que las empresas no son conscientes de la precariedad en la que trabajan las mujeres: “No van a ver los talleres, no saben quién está a cargo de ellos, ni qué condiciones hay allá dentro”.

Invisibilizadas

La empresa no quiere saber y la trabajadora tampoco. Una especie de pacto de silencio implícito que permite el funcionamiento de este sistema a la perfección, como el aceite que hace girar un engranaje, y que blinda a quien está en el eslabón más alto. “La empresa no conoce qué taller le va a hacer su ropa, no le interesa saberlo, esa es la gracia; tampoco las trabajadoras muchas veces saben para quién van a trabajarle”, explica Ana María Arriagada, vicepresidenta de la Confederación Nacional de Trabajadores Textiles (Contextil). Para ella, este modelo “solo salva al empresario” porque el intermediario “no puede cotizar para las mujeres porque a él tampoco le pagan como corresponde; él sobrevive con su gente”, dice. 

Nadie pregunta, nadie cuestiona y nadie reclama porque hay un profundo temor a perder el poco dinero que entra. De hecho, muchas trabajadoras ni siquiera hablan de su forma de ganarse la vida por miedo a quedarse sin trabajo, aunque sea irregular y precario. “Están amordazadas”, afirma Arriagada. 

La Fundación Sol, en su informe, habla de una “invisibilidad autopercibida” ya que en muchas ocasiones las trabajadoras textiles a domicilio no se consideran como generadoras de ingresos “dado lo inestable –y a veces estacional– de su trabajo, y la baja remuneración que suelen percibir”, señala el texto.

Otro factor tiene que ver con su omisión en el Código de Trabajo, un obstáculo que se arrastra desde la dictadura. Con el nuevo Plan Laboral, el gobierno cívico-militar implementó, entre otros, el Decreto Ley 2200 de 1978, que excluyó a las trabajadoras en domicilio de la legislación con relación al contrato de trabajo y la protección de los y las trabajadoras. Chile tampoco ha suscrito nunca acuerdos internacionales relacionados con el trabajo en el hogar. 

Además, la volatilidad y dinamismo de este trabajo dificultan el empadronamiento de las trabajadoras. No hay cifras exactas ni estadísticas de cuántas mujeres se dedican al oficio del textil desde sus hogares, dónde están ni en qué condiciones lo hacen. 

¿Quién hace mi ropa? 

Ante la poca claridad del escenario laboral en el que se desempeñan estas mujeres, los sindicatos ejercen un rol especialmente relevante, sobre todo para concientizarlas sobre la necesidad de reivindicarse como ‘trabajadoras’ y que reclamen por sus propios derechos. Pero también para crear redes de solidaridad y cooperación de clase y género que les permita impulsar iniciativas (capacitaciones, postulación a proyectos, etc.) a las cuales sería imposible acceder sin la organización.  

Entre los principales objetivos de la Contextil, que agrupa 13 sindicatos (ocho de empresa, cuatro de trabajadoras textiles a domicilio y uno de trabajadores de distintas áreas -aunque no todos están activos-) es lograr el reconocimiento y la regulación del trabajo a domicilio a través de la ratificación del Convenio 177 de la OIT, conseguir la re-inclusión del trabajo a domicilio en el Código del Trabajo y establecer tarifados unificados para el trabajo en fábrica y el que se hace a domicilio. Además, tras la atomización del movimiento sindical que generó el cierre de fábricas, otra de las prioridades es mantener activas las organizaciones de trabajo a domicilio y crear nuevas. Por eso, la institución inició distintas actividades: “Hicimos un trabajo puerta a puerta repartiendo volantes, en las juntas de vecinos, etc. para explicar la importancia de la afiliación a la hora de garantizar los derechos de las trabajadoras en domicilio”, explica la vicepresidenta de la Confederación, quien acumula una larga trayectoria vinculada al movimiento sindical.

La cautela con la que se mueven los hilos del negocio textil a domicilio y el silencio que gira a su alrededor no han impedido que algunas voces, más allá de los sindicatos, empiecen a denunciar la situación de precariedad y abandono que viven las mujeres del rubro. Una de estas ha sido Fashion Revolution, que en 2014 levantó la campaña internacional ¿Quién hace mi ropa? para “estimular a las personas a preguntarse, conocer y actuar respecto a quién y en qué condiciones se hace la ropa que usamos”, cuenta Pablo Galaz, su coordinador en Chile. Según él, la iniciativa “también es una manera de motivar a las marcas para que transparenten sus procesos”. Sin embargo, por ahora, las grandes marcas chilenas no han respondido al llamado de la ONG, a pesar de que pueda llegar a ser beneficioso para ellas y su relación con los consumidores: “No tienen ningún interés en transparentar nada”, lamenta Pablo. Mientras tanto, el encadenado de la industria textil y de la confección sigue en marcha. Así se mantiene y fortalece un sistema que invisibiliza el trabajo femenino y que deja a las trabajadoras en condiciones de inseguridad económica, dependencia y vasta desprotección. 

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