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Opinión

8 de Diciembre de 2019
Agencia UNO

Columna de Eugenio Tironi: Culpa, expiación y pudor

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Lo de los jóvenes encapuchados se puede comprender. Su violencia apocalíptica es un modo de escapar del anonimato, de volverse figuras visibles no sólo localmente, sino a escala planetaria. La posibilidad de borrar en la masa las distancias y las jerarquías, de sentirse parte de un cuerpo que irradia el calor del que han carecido, de borrar por un instante la soledad y el sinsentido. La ocasión de quebrar con los límites, de rebelarse ante el tabú y lo prohibido, de aspirar a lo imposible. La oportunidad de dejar brotar sentimientos reprimidos de odio, la rabia y venganza, de sentirse victoriosos ante la hostilidad y la persecución. El momento de poner en suspenso el futuro y movilizarse por el rechazo al pasado, de suspender el ejercicio racional y descargarse en la acción. 

Todo eso, insisto, se comprende. Basta con revisar los escritos de Le Bon, Durkheim, Freud, Canetti o Hobsbawn. Lo que cuesta más, es comprender el brote de rabia, fanatismo y fundamentalismo que se ha esparcido en personas que hasta hace poco se veían perfectamente integradas al mismo sistema que hoy acusan de moralmente intolerable y escandaloso.

Gente madura, que hasta ayer hacía gala de pragmatismo y hasta de un cierto oportunismo para desplazarse con éxito en el sistema, de pronto emergieron poseídas por un idealismo a ultranza que justifica y glorifica la violencia, y mira toda negociación o acuerdo como traición. Sujetos que convivían con familiares, amigos, vecinos o colegas de pensamiento diverso, que ahora quisieran borrarlos del mapa porque su mera presencia les resulta intolerable. 

Individuos que apreciaban la libertad y la crítica que, de improviso, amenazan con linchar a quien ose tener dudas, hacerse preguntas o expresar un punto de vista diferente. Figuras que hacían gárgaras de su lucha por la democracia y de su compromiso con ella que, abruptamente, pasaron a relativizarla y a actuar movidos por el deseo, apenas camuflado, que suceda algo que termine con la pantomima y nos lleve de vuelta al imperio del músculo y la fuerza.

El mundo se volvió blanco y negro —dicen—, y hay que elegir. Ellos eligieron el bien: los otros, a la hoguera. Fue como una conversión.

No se trata, repitámoslo, de gente excluida o marginada. Entre las figuras más vociferantes hay varios que han ocupado agregadurías en el extranjero, que han ejercido como autoridades o asesores de los gobiernos que han manejado el país en estos 30 años, que han prestado sus rostros o su creatividad para promover marcas comerciales que, con un envidiable desenfado, han poblado los programas de farándula, que han obtenido fondos públicos para desarrollar sus talentos. En otras palabras, poseen una experiencia de vida que no tiene nada en común con la de los encapuchados: han dispuesto de oportunidades infinitamente superiores. 

Se comprende, y es digna de celebración, la empatía y solidaridad con los más desdichados. ¿Por qué, sin embargo, la rabia y el maniqueísmo?

Todo indica que hay aquí un dolor que se ha venido incubando por mucho tiempo. Este dolor tiene que ver, probablemente, con la culpa. Personas que se han adaptado y mimetizado que, incluso, han tenido éxito en el sistema, pero que en lugar de admitirlo, sea bajo el dedo acusador de sus hijos, nietos o alumnos, o bien a la luz de la melancolía que invade el ocaso, se ha vuelto objeto de negación y fuente de culpa. De aquí nace la rabia. Ésta, entonces, no es contra un sistema que los rechaza, como en el caso de los encapuchados; es contra ellos mismos, por haberse dejado adormecer, seducir y capturar por un sistema que —lo recuerdan ahora— siempre han aborrecido. 

La culpa siempre busca vías de expiación. Para algunos el 18-O ha servido a este fin. Está bien: cada uno sabe cómo procesa sus fantasmas. Sólo hay que tener cuidado de hacerlo con pudor.  

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