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Opinión

27 de Diciembre de 2019

Patricio Fernández: Precipicio y horizonte

"Su funcionamiento ha sido como el de una bomba de racimo: explosiones sucesivas que se suman y fagocitan al mismo tiempo. Primero fueron los estudiantes y su llamado a evadir, porque si los millonarios lo hacían con los impuestos, ¿por qué no ellos con un simple boleto de transporte público?", dice Patricio Fernández en esta columna.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

“Chile fue primero un país de gramáticos/ un país de historiadores/ un país de poetas/ ahora es un país de… puntos suspensivos” 

Nicanor Parra

Han pasado más de dos meses desde ese 18 de octubre en que cerraron el Metro y la gente volvió a sus casas caminando para luego salir a tocar cacerolas, mientras una organización, aún desconocida y fantasmagórica, quemaba nueve estaciones del tren subterráneo. Esa noche comenzó lo que hemos denominado “Estallido Social”. 

Su funcionamiento ha sido como el de una bomba de racimo: explosiones sucesivas que se suman y fagocitan al mismo tiempo. Primero fueron los estudiantes y su llamado a evadir, porque si los millonarios lo hacían con los impuestos, ¿por qué no ellos con un simple boleto de transporte público?; después las quemas y los saqueos en medio de una orquesta de ollas y sartenes pacíficos; una semana más tarde eran los individuos quienes llegaban de a uno y por separado a la concentración política más grande que recuerde nuestra historia, donde ningún cartel era igual al otro aunque hablaran todos de lo mismo. De pronto, en el ámbito de la violencia, a los saqueos e incendios a multitiendas, farmacias y supermercados se sumaron los ataques y quemas a iglesias, oficinas públicas y cuarteles policíacos. Jóvenes con los ojos sangrando o las cabezas rotas comenzaron a convivir con Cristos decapitados, santos mochos y héroes desguañangados. Las violaciones a los derechos humanos se trenzaron con las violaciones a los derechos divinos. Recién a comienzos de noviembre salieron a la calle los gremios y las organizaciones sociales, y con ellos los lienzos y los uniformes, aunque las banderas partidarias nunca consiguieron imponerse. El martes 12 la Mesa de Unidad Social llamó a paro y esa noche resultó especialmente caótica: hubo 95 locales saqueados, 30 buses quemados, 46 civiles heridos, 840 detenidos, 341 carabineros lesionados, se vieron imágenes de policías montados huyendo al galope de una turba que los perseguía y el templo de la Veracruz, tesoro arquitectónico santiaguino, ardió en pleno barrio Lastarria. Dos días después, movido por el miedo, el mundo político acordaba darle curso a un proceso constituyente destinado a sepultar la constitución pinochetista de 1980. 

Los movimientos feministas irrumpieron a continuación, y al poco andar (tras el fenómeno de LasTesis) se convirtieron en la voz protagónica de un estallido al que algunos bautizaron como “nueva normalidad”: olor a humo, semáforos apagados, bocinazos espontáneos, fuego, rayados, indignación, miedo y esperanza. 

Por estos días, los niños del Sename son quienes han ido ganando espacio entre las múltiples causas que han servido de combustible a esta revuelta que algunos ya se preguntan si acaso no es revolución. 

Tengo amigxs que no ven nada bueno en todo esto, amigxs que se despiertan y acuestan emocionadxs, amigxs que enfurecen con mucha facilidad, amigxs aterradxs y amigxs encantadxs. Algunxs se quejan de la juventud actual, pero siempre los viejos se han quejado de la juventud actual, con más o menos encono, en todos los tiempos. Quienes llevan más recorrido quisieran imponer su experiencia a los que vienen detrás, evitarles los errores que ellos cometieron, y recibir a cambio respeto y admiración. Los que vienen atrás, en cambio, no sólo quieren errar de nuevo, sino que tienen ante los ojos un mismo mundo y otro. Mientras más rápido avanza la historia, este desencuentro experiencial y cognitivo entre las generaciones se va volviendo abismal. Según mi amiga Luz: “somos la generación que pasó de temer a sus padres a temerle a los hijos”.

En el siglo XX la fe era un tema -creían los cristianos, los marxistas, los bawanes, los rockeros, los piteros y hasta los neoliberales-, pero ya no. Había amantes de la vida salvaje que hablaban de la belleza y sabiduría de los animales, pero en las ciudades nadie osaba confundir el valor de una oveja con el de un ser humano. No se trataba a las mascotas ajenas por el nombre, salvo que fueran un prodigio. Existían el socialismo, el capitalismo, y una cosa entremedio que también era capitalismo, pero con conciencia social. Cada solución tenía un nombre y cada cual escogía aquella que le acomodara. Las mujeres más lúcidas peleaban por una igualdad que avanzaba, pero “con respeto”.  La hembra poseía una finura y delicadeza. Sobrevivía, a duras penas, “el recato”. Hasta los años 90 del siglo pasado, los partidos políticos no solo administraban convicciones, también el mimeógrafo. Servían para que grupos que pensaban de manera parecida, transaran en sus diferencias menores con tal de hacerse oír. Por separado no había manera que se les escuchara. Era social, cultural y tecnológicamente imposible. Las excepciones estaban para confirmar la regla. Existía el teléfono fijo, los estelares de televisión, los diarios de papel, los obreros y sus organizaciones, el socialismo, las jerarquías, la autoridad.  

Quizás lo más importante del reto por venir sea establecer una comunicación confiable. Unos dirán: “recomponer un diálogo roto”, otros, “respetarnos por primera vez”. Si nos atenemos a la rabia que trasuntan el fuego, los peñascazos, las funas y las redes sociales, habrá que reconocer el inmenso resentimiento acunado al interior de nuestra comunidad. Fueron muchas las voces ignoradas que se volvieron grito de tanto encierro. Esa nueva clase media de la que tanto se jactó Chile, compuesta por millones de individuos que salieron de la pobreza, que estudiaron en universidades (buenas, regulares o pésimas), que accedieron a automóviles, plasmas y Mc Donals, no se sintió invitada a la toma de decisiones por esa misma élite de siempre que la siguió mirando en menos, a pesar de que ahora tenían los mismos celulares, las mismas películas, noticias y libros en su interior, y sus hijos vestían de manera muy parecida y escuchaban la misma música y hasta consumían las mismas drogas: menos pasta y más cocaína, menos chilombiana y más índica, sativa o ruderalis. 

El proceso constituyente (no la constitución propiamente tal, sino el proceso) está llamado a ser la instancia de ese encuentro, el cauce que conduzca estas aguas hoy dispersas y revueltas, la vía para relegitimar nuestro pacto político, es decir, la búsqueda de un acuerdo franco, sin trampas, dialogado. No sólo el lugar dónde muestro mi parecer, sino dónde busco el parecer del otro, donde lo que se sabe abraza lo que se desconoce, y la reflexión conjunta sustituye a los pensamientos aislados. 

Durante estos 70 días he conversado con muchísima gente, de los más diversos sectores, y aunque el ruido del ambiente haga difícil apreciarlo, en lo central he encontrado más acuerdos que disonancias. Los grandes empresarios saben que se estiró mucho la cuerda y que para evitar que se corte es necesario repartir más; los economistas que creían poder responderlo todo con sus cuartillas cuadriculadas, donde la eficiencia, la rentabilidad y el crecimiento eran principios intocables, saben que pecaron de soberbia y que hoy es necesario volver a ponerle atención a la política para evitar la ruina; pocos discuten la necesidad de un Estado más robusto, de afianzar las seguridades sociales, de fortalecer los lazos comunitarios. 

Cunde la convicción de que el período neoliberal ha llegado a su fin, aunque siga abierta la discusión acerca de si priman sus virtudes o sus aberraciones. Como sea, a diferencia de casi todo el resto del continente, nuestro problema no es la pobreza, sino la desigualdad, no es la opresión, sino la calidad de la democracia. La pregunta que sigue latiendo es si seremos capaces de construir ese acuerdo que nos lleve a un estadio superior de desarrollo, donde aumenten los mínimos garantizados para todos los habitantes de la república al mismo tiempo que, extendidas las posibilidades de surgir a través de la educación y el reconocimiento del talento, le sumamos valor agregado a nuestra productividad. Chile podría ser la Noruega de América Latina.

Pero también podría suceder todo lo contrario. Si en lugar de esos acuerdos priman los terrores reaccionarios, los autoritarismos y la desmesura, las posibilidades de que Chile se desbarranque están a la vista. Hay una derecha a la que no le parecería mal que todas las conversaciones fracasen para que nada cambie y, de ser necesario, sea la fuerza y no el diálogo quien recupere la estabilidad. Y hay una izquierda, por otra parte, para la que sus ilusiones son tan perfectas que toda realidad las empobrece, enemiga de las soluciones, manipuladora de las energías irracionales, capaz de sacrificar un país por la gloria de su causa. Son dos polos provenientes del milenio recién pasado que se dan cita en el cementerio. 

¿Se dará cuenta nuestro mundo político de la responsabilidad que carga sobre sus hombros? ¿Verán el precipicio mientras contemplan el horizonte, el tamaño de lo que se juega mientras rabean por minucias?  ¿Las esperanzas depositadas hoy en sus manos?

El día 25 de diciembre fui darme una vuelta por la Plaza de la Dignidad. Una joven soplaba su clarinete, había familias que tocaban ollas y sartenes, un motociclista daba vueltas alrededor de Baquedano con el Derecho de Vivir en Paz a todo volumen. Lo que se vivía ahí tenía un claro aire ceremonial. Una especie de comunión frágil, pero auténtica. pronto comenzaron los gases, las aguas y las pedradas. Ángeles y demonios, como siempre, se daban cita en un mismo sitio.

*Es escritor y fundador de The Clinic.

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