Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

5 de Mayo de 2020

Mi padre con Alzheimer, la cuarentena y esa triste videollamada

Gentileza de la familia Bahamondes

Esta es la historia de un hombre de 85 años que padece demencia senil y que, debido al Covid-19, se quedó sin visitas en el hogar en que vive en Nuñoa. La forzada separación con él la cuenta su hijo, Pablo; y la escribe su nieto, Pedro.

Pedro Bahamondes Chaud
Pedro Bahamondes Chaud
Por

No duró más que cinco minutos. Mi padre suele hablar muy poco, y menos aún con el asunto de la tecnología. Para él, a sus 85 años, conectarse on line es casi ciencia ficción. En persona seguramente podría enhebrar mejor todo, sus palabras, sus ideas cuando las tiene, pero en la videollamada del otro día solo atinó a darse cuenta de que yo estaba ahí, en la pantalla del celular. Le pregunté cómo había comido; dijo que bien. ¿Te has tomado las pastillas? Sí, me las he tomado. Fue más un intercambio de preguntas y respuestas que una conversación. Lo vi muy desenchufado, y cada vez más avejentado y disminuido. Quiero creer que me reconoció, aunque no estoy seguro.

“Fue más un intercambio de preguntas y respuestas que una conversación. Lo vi muy desenchufado, y cada vez más avejentado y disminuido. Quiero creer que me reconoció, aunque no estoy seguro”

Mi papá nunca fue un superhéroe, tampoco mi amigo. Era la autoridad y lo hacía saber. Soy el mayor de sus cuatro hijos, y mi relación con él la considero buena, a pesar que siempre la percibí lejana. De chico tengo pocos recuerdos juntos, salvo en navidades, años nuevos y algunas idas al estadio. Me dejaba en el colegio poco antes de las 8 de la mañana, y lo perdía de vista fácilmente hasta las 10 y media de la noche. El resto del día, las onces, las cenas, las hice con mis hermanos y mi mamá. Esa parte del padre sentado a la mesa o compartiendo improvisadamente, casi no la tuve. Además, había una dificultad matrimonial entre ambos que con el tiempo se fue agudizando. Mi papá fue un señor muy lacho, nunca pudo sentar cabeza. Se separaron ya de viejos, en 1988, y él ni se hizo a un lado; esperó a que le dieran el chute. Mi mamá por cansancio le dijo un día: ya, ándate. Creo que se fue feliz. 

***

Hace rato no veía a mi padre; un mes por lo menos, desde que prohibieron hacer visitas a los hogares de ancianos por el coronavirus. Él lleva casi tres años viviendo en El Buen Samaritano de Ñuñoa, que depende de la parroquia San Vicente de Paul. Como no hay ninguna posibilidad de ir a verlo, se puede llegar solo hasta la puerta. Con suerte te entrevistas con el portero o alguna enfermera sale a contarte cómo está. También puedes llevarle cosas de uso personal, desde confort hasta ropa limpia. 

“Fue más un intercambio de preguntas y respuestas que una conversación. Lo vi muy desenchufado, y cada vez más avejentado y disminuido. Quiero creer que me reconoció, aunque no estoy seguro”

En el centro hay unos 30 internos, y mi papá es uno de los pocos que padece alzhéimer. Vive en el segundo piso de un edificio de tres, en una habitación cómoda con baño privado. Tiene su televisor, se comunica con toda la gente que quiere y le dan todos los cuidados que necesita. Hasta tiene una nueva amiga con la que juega a las cartas. Vive muy tranquilo, y sé que allí está mejor de lo que estaría en cualquier otro lugar, sobre todo ahora. Su reclusión y su enfermedad, a pesar de todo, lo mantienen seguro, al margen, pero hace unos días empezó a preguntar por qué nadie lo iba a ver. Por supuesto no tiene idea de lo que está sucediendo afuera. Le hemos explicado que no es que no queramos ir a verlo, sino que hay una pandemia y que está prohibido acercarse a otros por el riesgo de contagio, sobre todo a los más viejos. Pero al rato él se olvida de las explicaciones. 

Una de mis hermanas logró que la subdirectora del centro, María Eliana Sánchez, nos dejara hablar con él al menos para saludarlo. Fue muy gentil: no sólo hizo el contacto, sino que además coordinó la videollamada. Ese día, el 15 de abril, estuvo al lado de él todo el tiempo, sosteniendo su celular. Le dijo: “Don Pedro, lo está llamando su hijo Pablo. Lo va a poder ver en mi celular”. Apenas lo vi pensé que no me había reconocido. Me quedo siempre con esa sensación al no poder profundizar en ningún tema con él, porque arranca de la conversación. Pero esta vez cuando escuchó mi nombre, pareció recordarlo. 

“La subdirectora del centro, sosteniendo su celular, le dijo: ‘Don Pedro, lo está llamando su hijo Pablo. Lo va a poder ver en mi celular”. Pensé que no me había reconocido. Pero cuando escuchó mi nombre, pareció recordarlo”

***

Mi padre fue diagnosticado con alzhéimer en 2017, aunque con mis hermanos creemos que esto le venía pasando desde al menos 5 años antes. Así lo percibe también la doctora que lo ve en la Universidad de Chile. Recuerdo que un día, en 2007, estando en la fábrica de la empresa que aún teníamos, la persona a cargo de la bodega fue el primero que me dijo: “Pablo, creo que a tu papá le pasa algo, porque me repite una instrucción cinco o seis veces”. Él pensaba que mi papá le estaba tomando el pelo, tanto así que se lo dijo y él se molestó. Con el tiempo empezó a perderse también en las conversaciones, a perder la noción del tiempo. No habíamos querido llevarlo al médico porque con él era imposible, pero llegó un momento en que dijimos que no había vuelta y fuimos.

Más difícil fue convencerlo de llevarlo a un hogar. Él estaba viviendo solo en un departamento que le habíamos arrendado en Rodrigo de Araya. Le llevábamos almuerzo todos los días y estábamos pendientes de él, pero todo se complicó. Se le quedaban las llaves adentro y también él, encerrado. Afortunadamente no tenía gas y era todo eléctrico, porque dejaba los quemadores encendidos. Empezó a esconder la plata de su pensión para que nadie la encontrara. En más de una oportunidad encontré un fajo de billetes en el lavadero. Ahí nos hicimos cargo de administrar su plata, y además lo convencimos de llevarlo a otro lugar. Tuvimos que decirle que era un hotel y no un hogar. Al final aceptó ir a conocerlo. Dijo: “No está mal, voy a pensarlo”. No tienes nada que pensar, le dije; ya entregamos el departamento y ésta va a ser tu nueva casa. Ya lleva ahí casi tres años.

Archivo familiar de los Bahamondes.

Después de cumplir los 80 años, mi padre se achicó y disminuyó físicamente. Aún está muy flaco, y veo que a veces no siente hambre o calor. De repente hay 30 grados y está muy abrigado. Pero sus órganos vitales funcionan bien; pulmones, riñones, corazón, todo bien. Lo atribuyo a que él siempre tuvo una vida sana: fue muy deportista, jugaba fútbol de joven y luego tenis, comía muy bien y no era de andar fumando ni tomando. Aún compartimos el gusto por el fútbol, es de lo que más hablamos las veces en que está más lúcido. 

Lo suyo no es una pérdida de memoria permanente, pero sí se distrae y se pierde fácilmente. He visto a otras personas con alzhéimer que vuelven constantemente al pasado y a una misma época, la que más los marcó tal vez. Él aún se ve a sí mismo como un empresario exitoso y con posibilidades de hacer un negocio, como en sus mejores años. En el hogar me han contado que a veces incluso se las da de gerente y que les da instrucciones a las enfermeras por si quiere comer más temprano o que le lleven algo a la pieza. 

“Él aún se ve a sí mismo como un empresario exitoso, como en sus mejores años. En el hogar me han contado que a veces incluso se las da de gerente y que les da instrucciones a las enfermeras”   

***

Yo fui su brazo derecho. Empecé a trabajar con mi papá en el año 81, en la primera empresa de iluminación que tuvo y que cerró en 2001. Luego abrimos otra similar, iluminamos hospitales, colegios, edificios. Hicimos cosas muy lindas, pero el mercado ya estaba muy saturado y la competencia era muy grande. Estuvimos siempre en la cornisa; y nos caímos. Tuvimos que cerrar nuevamente en 2008. Quedé sin trabajo. Mis hermanos y yo tuvimos que ver cómo rearmarnos cada uno por su lado. Yo además perdí mi casa. Seis meses antes de que la empresa muriera, acepté cubrir algunos déficits y entregué tres o cuatro cheques totalizados en poco más de 9 millones de pesos. Mi padre prometió hacerse cargo de todo y de recuperar esos cheques, pero no: fueron a parar a un prestamista, el tiempo pasó, él desde luego quiso recuperar su plata y no tuve cómo pagarle. Yo tenía una deuda bancaria y por ahí él logró que la casa fuera a remate total ese mismo año. Fue un momento terrible, nadie sabe cómo lo sentí. Compré esa casa para mi familia, ya estaba pagada y la acabábamos de perder. 

Mi padre y yo nos distanciamos. En su orgullo y forma de ser, nunca me dijo nada, solo se alejó. Varias veces en los últimos años, y ya enfermo, me ha pedido perdón llorando. “Por lo malo que pude haber sido”, le escuché una vez, pero no quise escarbar más ahí. Yo lo tomo bien, sin rencor. Estoy tranquilo, y ojalá lo esté él también. No sé cómo se manifestará la velocidad del deterioro en su cabeza y en su cuerpo, pero la cuenta regresiva es imparable. Tampoco sé si me irá a reconocer el día en que recién pueda volver a visitarlo, una vez que decante todo esto y termine la cuarentena. A todos nos cuesta imaginar el futuro más próximo. Yo ni siquiera logro visualizar ese reencuentro con mi padre.


Notas relacionadas

Deja tu comentario