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Opinión

19 de Septiembre de 2020

Columna: “Yo, Covid Positivo”

Agencia Uno

Un protagonista de la pandemia, desde la óptica de los contagiados que terminaron coqueteando con la muerte en un respirador, cuenta la experiencia desde su rol de apoyo de salud en la concientización en una comuna de escasos recursos como La Pintana, su urgencia de llegar a la hospitalización y la poca conciencia que se ha tomado y que augura un rebrote.

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Mientras escribo este relato, en Chile de aires dieciocheros los casos de Covid 19 parecen ir al alza tras varias jornadas de baja. Tras meses con #Coronavirus instalada como Trending Topic, las cifras parecen ya no tener la importancia en la pauta noticiosa que tenían antes… pero a algunos nos siguen rondando: Yo, por ejemplo, soy uno de los más de 403 mil que figuran como recuperados.

Sí, yo, Covid positivo, una historia con mucho por contar, partiendo por remarcar que no se trata un resfrío fuerte, la verdad es que deja de serlo cuando un cercano vive la experiencia de final incierto. 

DE LA PREOCUPACIÓN SOCIAL A LA SINTOMATIZACIÓN

Fueron muchos días de concientización en la Municipalidad de La Pintana. Días que, en mi rol de periodista, salí a diario a testimoniar a través de transmisiones en vivo desde las Ferias Libres a instalar lavamanos portátiles e incentivar el llamado a la conciencia para que no asistan a lugares públicos excepto que fuese necesario. Allí, sabiendo que la tarea sería difícil, se optó por instalar equipos para fomentar el lavado de manos.

“Hay que apostar la vida no más, si no hay pega no queda otra”, era una frase que recurrente. Familias enteras en las compras semanales y el compromiso de concientizar haciendo el llamado al uso de mascarillas, con el equipo de deportes en pleno en las calles, con todas las medidas de seguridad para tratar de frenar lo irrefrenable: la amenaza del Covid 19.

La apuesta en las calles del Programa Deportes en Terreno tenía su explicación: Profesores amigos de la actividad deportiva, con capacidad física y un “chaleco antibalas” para soportar los embates de una pandemia que pega fuerte. Las medidas de seguridad, a veces, resultan insuficientes y, en mi caso, debo decirlo, se explica pues de deportes sólo tenía la pasión por testimoniar y concientizar, mientras que el sobrepeso no me ayudaba.

Así la apuesta derivó en las ollas comunes. Allí el aporte se tradujo en insumos y un recorrido para establecer una ruta de ayuda a las instancias sociales. En ellas los profesores y deportistas voluntarios cargaron comida y hasta cocinaron y allí, según mis cálculos, se fraguó mi contagio. Un 28 de junio sentí los primeros síntomas y el 1 de julio ya engrosaba la lista de contagiados confirmados.

UN LARGA ESPERA EN CASA

Desde allí, el “bicho” alojado en mi cuerpo se sintió en casa. Fuertes dolores de cabeza, diarrea intensa y fiebre que se empinaba hasta 41 grados y muy pocos recuerdos. Un encierro obligado y el paracetamol que atajaba la temperatura durante dos horas, nulos deseos de comer y la imposibilidad de asistir al médico. “No se le ocurra ir, allá en urgencias seguro se pega otro virus y el Covid más otro es una combinación mortal”, me decían en Salud Responde y los doctores telefónicos que dispuso mi Isapre.

Ellos, precisamente, pasaron a ser mis compañeros en este malestar constante. Y mientras mi fiebre se presentaba cada vez más rápidamente y alta, lo único que me quedaba era darme ánimos para levantarme de la cama y entrar a la ducha tibia. De allí a saturarse, rogando siempre que se confirmara la necesidad de ir a la clínica con la recomendación médica bien clara: “No se aparezca por un servicio de urgencias si su saturación es sobre 90”, enfatizaban.

Y ese día llegó tras diez sufridas jornadas en casa. La saturación en 87 tras una ducha que no tuvo efecto, la ambulancia en la puerta de mi casa y la urgencia de clínica Dávila como destino. Un alivio que no duraría mucho, pues tras la estabilización y un día de paz vinieron los delirios. “Me voy a morir y no hacen nada” era mi frase recurrente, sumada a un estado anímico insoportable para el equipo de enfermeras.

“Vamos a entubar”, dijo la doctora y el 12 de julio me durmieron para dar paso a la estadía en UTI y UCI. De allí un viaje de doce días más con respirador artificial, en una experiencia donde parece mezclarse la ficción y la realidad, junto con la imposibilidad de salir de ese estado por varios días al estar extremadamente alterado y con el riesgo de un infarto.

¿Cómo resumir en un par de líneas mi experiencia “dormido”? “Víctima” de violaciones y abusos como niño y adulto mayor, más una serpiente en mi boca que mordía y no podía matar (vea usted si quiere creer que esas palabras merecen comillas). . ¿Sueño o realidad? Clasifica como pesadilla y se enmarca perfecto en las palabras que alguna vez salieron de la boca de Patricio Manns. “Doy por vivido todo lo soñado”, aseveró con un traje que se ciñe perfecto a mi experiencia entubado. 

Mi complicación mayor fue el sobrepeso y el salvavidas fue el pulmón y el hecho de no fumar. Cerca, muy cerca de la muerte.

VERGÜENZA Y LENTA RECUPERACIÓN

Yo, que me sentía un héroe, en la salud sí que conocí heroínas y valientes por esta causa. Gente que sólo llegaba a casa a dormir para seguir trabajando en el combate del coronavirus. En mi proceso, se me acercaron personas que se presentaban ante mí y me decían, “Yo te conocí cuando estabas entubado y sabía que saldrías adelante”. Un abrazo que se valora cuando estás  retornando de la muerte, en una enfermedad solitaria y de muchos fantasmas.

En este retorno de la intubación, no puedes caminar y menos ir al baño. Después de hacer tus necesidades en tu cama son ellas, las TENS y las enfermeras,  las que te limpian. Allí es cuando te come la vergüenza, pero donde te ayuda la calma que ellas mismas  te entregan. “Tranquilo, es nuestra pega”, suelen repetir… y si hoy pelean en la calle por justicia social, no necesito repasar ninguno de sus manifiestos para empatizar con sus demandas. ¡Lo mínimo que merecen es lo justo!

El camino a la “normalidad” también es difícil desde lo emotivo. La frustración de un largo proceso recuperativo, los miedos a la muerte y el llanto que aflora casi automático. Aún recuerdo que mi habitación daba a La Vega Central y desde las 3 de la mañana me despertaban los gritos de locatarios, mientras que dos horas después el sonido de la muchedumbre me demostraba que muchos no han captado la lección: el panorama, al parecer, se va a repetir y poco aprendimos de los errores del Primer Mundo y de los propios.

Es difícil el proceso del Covid, pero a mí me enseñó muchas cosas. Sobre todo a valorar la lucha de los que convivían -y aún lo hacen- con pacientes contagiados y que nunca se rindieron. Los kinesiólogos que me volvieron a hacer caminar, los que aún trabajan en mi agotada voz, producto del tubo durante doce días y la labor psicológica que hoy me tiene luchando por dormir sin pastillas, alejándome del miedo a la muerte que hoy convive en mi inconsciente.

Ojalá este relato también deje algo a quien lo lea. Ojalá no sea necesario enfrentar una experiencia tan extrema para entender la necesidad del autocuidado y de la preocupación por el entorno. De verdad lo espero, aunque, con la experiencia de vida de ser Covid positivo y yviendo la excesiva confianza gubernamental, tiendo a apostar por el negativismo.

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