Opinión
22 de Octubre de 2020Columna de Susana Muñoz: La esperanza del último viaje
“Era la esperanza de un día más sin dolor, de volver a leer un cuento a sus hijos, de conversar y reírse con su Pepi querida, de compartir con sus amigos, de caminar por el barrio, de comer lo que se le antojara”.
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Desde que volvió a casa, después de la última hospitalización, Sergio recuperó la energía vital y el buen ánimo. Salía a caminar, dormía para reponerse y despertaba “como nuevo”. Ese martes, se preparó un sándwich con queso, pepinillo y cebolla, se comió una naranja y tomó café. Junto a Pepi, su compañera, se quedaron hasta tarde, mientras ella trabajaba frente al computador, y él -el Flaco- la acompañaba con su presencia, tan significativa en esos días.
Pasé a visitarlos y Sergio me sirvió un chocolate caliente que él mismo había preparado. Nos sentamos en el living, donde recordamos haber bailado hasta la madrugada celebrando sus 40. Conversamos de todo un poco y nos reímos contando historias. Antes de despedirnos, me agradeció por la cama que habíamos dispuesto en su nueva pieza, para recibirlo de vuelta en casa. Me contó sobre ese rincón cálido donde se instalaba con los gatos y dormía con Pepi cerca. Pensé que si era ésa la última vez que lo veía, me sentiría agradecida y feliz.
Al día siguiente, Pepi se atrevió a preguntarme si habría altos y bajos, cuánto podía durar ese tiempo bueno, qué pasaría después… Ema, la más pequeña de la casa, con su cara llena de ilusión, le ponía palabras al sentimiento: “Papi está tan bien y se ve tan contento, que ni se parece al papi del hospital”.
Pedro, el mayor, compartía la apreciación de su hermana. Cada uno disfrutaba a su papá a su manera, como mejor podía. A Sergio, le habían dado el alta para pasar sus últimos días en casa, y ahora sus niños veían cómo él se hacía cargo de la cocina, salía a pasear, ejercía su rol de padre y disfrutaba cada momento. Se sentían felices de sentirlo tan presente, de verlo reírse con ganas y ellos con él.
Pero Pepi, en cambio, se daba cuenta, como mamá, que para los pequeños la situación podía ser confusa y necesitaba saber cómo afrontar ese tiempo, en familia. Le sugerí que les transmitiera que la condición de gravedad persistía, y que los síntomas de la enfermedad y su ánimo podían ser cambiantes. Que habría momentos buenos y otros en que se sentiría mucho más decaído. Que posiblemente la suspensión de la quimioterapia había permitido que su cuerpo se recuperara un poco, y que volver a casa había mejorado su estado emocional, lo que alimentaba la esperanza de tener más tiempo juntos.
“A Sergio, le habían dado el alta para pasar sus últimos días en casa, y ahora sus niños veían cómo él se hacía cargo de la cocina, salía a pasear, ejercía su rol de padre y disfrutaba cada momento. Se sentían felices de sentirlo tan presente, de verlo reírse con ganas y ellos con él”.
Al hablar de esperanza no quise crear falsas expectativas. La esperanza cambia mientras avanza el proceso, pero nunca lo abandona. Ya no era la esperanza de que el diagnóstico no fuese tal, o de encontrar una cura. Tampoco, como en los primeros años, la esperanza de que algo mejorara con cada nuevo tratamiento. Era la esperanza de un día más sin dolor, de volver a leer un cuento a sus hijos, de conversar y reírse con su Pepi querida, de compartir con sus amigos, de caminar por el barrio, de comer lo que se le antojara. La esperanza de disfrutar el regaloneo de a cuatro, de conversar sobre lo importante y lo superfluo. La esperanza de que no sufriera, de cuidarlo amorosamente y de acompañarlo hasta el final…
Lo mismo me tocó transmitir a los amigos. Algunos no sabían cómo acercarse. Más allá del vínculo, parece que ante experiencias como ésta prima la idea de no querer incomodar. O tal vez, es la forma de esconderse ante la dificultad de mirar la muerte de frente, en especial, cuando se anticipa el dolor de la pérdida. Costaba imaginar que el Flaco que nos encontrábamos en la plaza y que había cocinado panqueques al desayuno, estuviera viviendo sus últimos días. Les hablé de lo que llaman “la mejoría de la muerte”, esa aparente recuperación, que la ciencia no termina de explicar, y que se observa en algunas personas al final de su vida. Lo que sí se sabe es que esa mejoría no es tal, y bien valía recordarlo.
Juan iba sin expectativas. La primera impresión al ver a su amigo fue fuerte, por su evidente deterioro físico, pero se encontró con su ánimo “por las nubes”. Salieron a pasear. Sergio caminaba lento, como un viejito, pero eso no impidió que conversaran como siempre y se rieran mucho. Parte de esa complicidad estaba en el humor que los unía.
En un momento, Sergio dejó asomar la esperanza en la quimioterapia; y aunque posiblemente no le fue fácil, Juan fue honesto al plantearle la idea de privilegiar su calidad de vida y aprovechar el tiempo con los suyos. Entonces, conversaron de temas prácticos, en los que Juan podía ayudarle. Ambos asumieron que el cuerpo del Flaco parecía “no resistir mucho más” y que había asuntos pendientes que resolver. De esa forma, emergió tanto la esperanza de llegar a puerto como la tranquilidad de dejar aquello en manos de su amigo. Juan y Sergio eran socios de la parrilla. Con algunos desencuentros –cómo no– pero muchísimos éxitos. Por eso Juan hizo una larga fila en la carnicería que tantas veces habían visitado juntos, y cumplió con llevarle el corte criollo que tanto le gustaba. Y Sergio hizo un asado, y celebró la vida junto a su familia.
“Algunos no sabían cómo acercarse. Más allá del vínculo, parece que ante experiencias como ésta prima la idea de no querer incomodar. O tal vez, es la forma de esconderse ante la dificultad de mirar la muerte de frente, en especial, cuando se anticipa el dolor de la pérdida”.
El Ijole era un clásico. Varios compartieron con Sergio en esa picada mexicana. El último fue Alvaro, amigo de la infancia, que lo acompañó a hacer un trámite en una notaría del barrio. Cuando terminaron, el Flaco le pidió que pasaran por ese rincón de Matta con Lira, porque tenía antojo de sus tacos favoritos. Dadas las condiciones sanitarias, los atendieron a través de la reja y les entregaron los seis tacos que se devoraron con ganas en el auto. Sergio invitó, “por la paleteada del notario”. Fue una más de las panzadas que se dio en esas últimas semanas. En su presentación en la web, la picada del Flaco dice: “la comida es un acto de amor (…) es una demostración sincera de afecto, igual que un abrazo apretado o como el primer sol de la mañana.” Como si esas palabras hubiesen sido escritas para que Álvaro describiera lo que significó para él ese feliz encuentro.
La esperanza de una última visita al Cajón del Maipo se cumplió. Era difícil llegar muy arriba por las restricciones que imponía la pandemia, pero “el universo se confabuló”, sostiene su amigo escalador, y pudieron llegar hasta las imponentes montañas, ésas que Sergio amaba. Iván recuerda que lo vio muy conectado con la inmensidad que los rodeaba: las cumbres que ascendió, el avistamiento de cóndores, el viento sobre su rostro, el caudal de los ríos, y la roca que tantas satisfacciones le dio. Mientras caminaba a paso lento, su cuerpo débil parecía revivir con la fuerza y la tranquilidad que siempre le infundió la naturaleza. “Respiraba pureza y libertad”, recordó Iván, como queriendo expresar que Sergio se preparaba para emprender su próximo viaje liviano y en paz, en comunión con la tierra que tan intensamente compartió con los suyos.
Días después, desde su ventana, Sergio contemplaba el avance del muro de escalada que pidió construir para sus hijos. Tenía la esperanza de verlo terminado. Era parte importante de su sentido de trascendencia. Hoy, ver a Ema, Pedro y nuestros hijos, escalar ese muro colorido en el jardín de su casa, es una hermosa forma de recordar al Flaco y honrar su legado.
Las semanas que siguieron a su última hospitalización fueron para todos de una belleza invaluable. En su hogar, más allá de la íntima tristeza de cada uno, se respiraba amor y una profunda sensación de bienestar. Esa noche, su última noche, me dormí con la esperanza de que el Flaco siguiera su camino así, en paz, y que partiera tranquilo, rodeado de sus más grandes amores… Así fue.
*Susana Muñoz Politzer es psicooncóloga paliativista y trabaja en el Hospital Sótero del Río.