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Selección Nacional

29 de Abril de 2021

Ana Vanessa Marvez, la mujer detrás de la orquesta que une migrantes, refugiados y chilenos

Al percibir que muchos profesionales se veían obligados a renunciar a su profesión al llegar a Chile, decidió tomar ese capital humano y ponerlo al servicio del país a través de la Fundación Música para la Integración, iniciativa patrocinada por la Unesco y auspiciada por la Acnur.

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En quince minutos el celular de Ana Vanessa Marvez (35) ya tiene más de ochenta mensajes. Ocurre todos los días. Siempre que lo deja de lado, recibe uno y otro y otro WhatsApp. 

Es su “familia” la que le escribe. Un grupo de personas diverso, con acentos diferentes: se trata de un total de 350 músicos, en su mayoría refugiados y migrantes de Venezuela, otros procedentes de Colombia, Perú y México, además de chilenos, a quienes Ana amadrinó en su Fundación Música para la Integración. 

Ella misma es una de los más de 457.000 venezolanos refugiados y migrantes que, según cifras oficiales, ahora viven en Chile. 

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Nacida en Caracas, Ana es licenciada en Música mención Educación y posee un magíster en Gestión de Políticas Culturales por la Universidad Central de Venezuela. 

Desde pequeña le fascina la música. La forma como las personas se conectan a través de ella. Como aprenden. Como pueden desarrollarse. “El arte siempre puede ser un motor de desarrollo social, cultural y económico. En parte por eso soy desde los 17 años docente de música de adultos, jóvenes y niños. También fui mezzo soprano en el Coral Nacional Juvenil Simón Bolívar de Venezuela y directora de coral antes de venirme a Chile”, afirma.

La música, y en particular la música clásica, es un patrimonio para los venezolanos. Hace más de 40 años el país se ha destacado por “El Sistema”, una obra social y cultural creada por el maestro y músico José Antonio Abreu para sistematizar la instrucción y la práctica colectiva e individual de la música a través de orquestas sinfónicas y coros, como instrumentos de organización social y de desarrollo humanístico. 

Fundación Música para la Integración

“Nosotros hablamos de ‘El Sistema’ como el milagro musical venezolano. Es un proyecto del cual cualquier músico venezolano se siente orgulloso”, dice Ana. No es para menos: de acuerdo con datos oficiales, más de un millón de niños y adolescentes son parte del programa sólo en Venezuela. Además, ha sido replicado en más de 60 países -entre ellos Chile, desde 1992- y recibido una serie de distinciones internacionales, como el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. 

Hacia 2015, sin embargo, vivir de la música en Venezuela ya era muy difícil. Para ese entonces, el valor del billete de mayor denominación, el de 100 bolívares fuertes, equivalía a solamente US$ 0,18, y según el Banco Central del país, la inflación llegaba a 180%. 

“Nosotros hablamos de ‘El Sistema’ como el milagro musical venezolano. Es un proyecto del cual cualquier músico venezolano se siente orgulloso”, dice Ana. No es para menos: de acuerdo con datos oficiales, más de un millón de niños y adolescentes son parte del programa sólo en Venezuela

“La situación nos ahogaba a todos. Y como artistas, los músicos tenemos la oportunidad de viajar constantemente, hacer conciertos, hacer giras… Yo conocía la realidad de fuera de la puerta de mi casa y era totalmente distinta a lo que me estaba enfrentando al interior del país. Aunque yo tenía posibilidades de ejercer profesionalmente en mi área, cada vez mi sueldo valía menos. En cuestión de meses sólo me alcanzaba para el alquiler, siendo que antes me alcanzaba para todo: pagar las cuentas, salir, comer, etc.”, recuerda.

Por eso, cuando recién llegó a Chile en 2015 en búsqueda de mejores condiciones de vida y no se consiguió un empleo directamente vinculado a su carrera, Ana se sintió dividida: “Por un lado me consideraba afortunada, porque logré migrar y en menos de quince días encontré un trabajo como recepcionista de una escuela de música en Ñuñoa. Pero, por otro, era muy extraño ver a los profesores dando clases y saber que no era yo quien estaba dando clases. Escuchar música y saber que no era yo quien estaba tocando o cantando”. 

Orquesta Sinfónica

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A menudo Ana escuchaba cómo golpeaban la puerta de la escuela donde era recepcionista. Personas con un acento como el suyo, con CVs impresos. Decían ‘hola, soy venezolano y estoy buscando trabajo para dar clases’. “Era mayor la cantidad de personas que buscaba trabajo que la cantidad de alumnos que tenía la escuela”, dice.  

Ana afirma que varias de esas personas contaban con trayectorias musicales de décadas y que se estaban desempeñando en labores completamente distintas. “Uno acepta como migrante cualquier trabajo y por supuesto que está agradecido por ello. Pero imagínate ser fan de un gran jugador de fútbol profesional, de la selección chilena, y verlo en otro país, como migrante, dedicándose como copero, como nana, o como garzón. Dices: ‘¿qué haces?’ Te sorprende. Te frustra. Así estaba yo”, ejemplifica. 

Esa sorpresa y frustración la motivó a actuar. 

Redactó un proyecto de desarrollo social y educativo para la inmigración y el rescate del artista migrante a través de la música. Su idea, más allá de apoyar a los extranjeros en Chile, era tomar ese capital humano y ponerlo al servicio del país. 

Tras seis meses de la escritura del documento y exactamente un año después de su llegada a Chile, en diciembre de 2016 la oficina de educación de la Unesco le informó que patrocinaría su iniciativa. 

Con ese respaldo, contactó a su base de datos de más de 30 músicos migrantes profesionales. “Hagamos lo que sabemos hacer: tocar y educar”, les dijo.  

“Cuando Ana me contó su proyecto, me pareció de inmediato una buena idea. Yo como músico que fui migrante en algún momento, traté de apoyarla. Porque para un migrante, la música puede ser mucho más que sólo una oportunidad laboral”, recuerda el músico chileno Lorenzo Soto Rivara (47), dueño de la escuela donde Ana era recepcionista y quien le prestó ese espacio para llevar a cabo su proyecto los sábados. 

El espacio se convirtió, en palabras de Ana, en “una suerte de sede de encuentro de Alcohólicos Anónimos. Éramos como los MA: músicos anónimos. Emocionalmente la carga era más grande que la proyección laboral. Sentíamos que íbamos a ser nosotros mismos otra vez, ser músicos otra vez. Los músicos llegaban, se sentaban y lloraban un rato. La mayoría era gente que no tocaba desde que había llegado a Chile. La vida de nosotros se convirtió en ‘aguanto la semana y espero con ansias el sábado (de ensayo), porque el sábado vuelvo a ser yo’”. 

El año de 2017 se cerró con dos centros de formación infantil, un coro, una orquesta sinfónica y la firma del acta constitutivo de la Fundación Música para la Integración. 

“Éramos como los MA: músicos anónimos. Emocionalmente la carga era más grande que la proyección laboral. Sentíamos que íbamos a ser nosotros mismos otra vez, ser músicos otra vez. Los músicos llegaban, se sentaban y lloraban un rato. La mayoría era gente que no tocaba desde que había llegado a Chile”.

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La experiencia desde entonces “ha sido única”, dice Daniela Cartaya Rodríguez (29), venezolana, quien toca flauta traversa y es docente en la fundación. “Más allá de tocar, nosotros somos una gran familia. Somos hermanos. Ser parte de ese proyecto ha significado reencontrarme con lo que yo era antes y de nuevo sentirme que estaba haciendo lo mío y en familia”, comenta. 

“Cualquier excusa que yo tenga para hacer música, es alimento para mi alma”, afirma su coterráneo, Eloy Rojas (35). “Y si puedo hacer eso y a la vez crear espacio para cultura en Chile, especialmente para las nuevas generaciones, mejor”, añade el director de orquesta, flautista, cantante y productor de la fundación, quien en las noches se dedica a trabajar como pizzero y repartidor de pizzas de Papa John’s.  

Asimismo, el hecho de reconocer que la mayoría de los docentes de la fundación provenían de “El Sistema” de Venezuela hizo con que Rubi Lozada y Milagros Marcano decidieran inscribir a sus hijos -Sophia (10), Gabriel (15) y Daniela (21)- en las clases. Los tres están en la orquesta infantil tocando corno, violín y chelo, respectivamente. “Migrar es muy difícil, y encontrar algo similar a lo que hay en tu país de origen para transmitir a tus niños es una experiencia única”, comenta Milagros. 

Eloy Rojas

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La semana antepasada la fundación dio inicio a una nueva orquesta sinfónica: Andrés Bello. La elección del nombre no fue aleatoria. El que es considerado uno de los humanistas más importantes de Sudamérica era venezolano nacionalizado chileno. 

“Creemos que es un nombre que unifica a los dos países -e incluso otros que admiran la figura de Andrés Bello- y da la sensación de alguien extranjero que aporta mucho a una nación. Es una muestra de que aquí estamos aportando y recibiendo a Chile en una sola orquesta”, plantea Ana.

En la opinión del chileno Patricio Quijada (25), director del coro, aunque la fundación nace con el foco en los migrantes y refugiados, “hoy claramente ya se ha expandido a los chilenos, para que puedan ampliar sus horizontes musicales. En mi caso, cuando llegué no tenía ninguna expectativa y he podido aprender mucho de los músicos extranjeros, tanto a nivel personal como profesional”. 

Para otros músicos, como Freddy Enrique Pérez (35), en la actualidad pertenecer a la fundación también significa unirse al mundo de la música chilena. “Me han tratado como uno más. Me han apoyado y enseñado sobre el quehacer musical de Chile”, afirma el director musical, quien destaca el crecimiento de la iniciativa desde su creación. 

Orquesta Infantil de Venezolanos en Chile

En estos últimos cuatro años, el proyecto de Ana ha logrado generar alianzas con distintas instituciones, como Corpartes y Telefónica. Asimismo, pese a que todos los músicos empezaron sus funciones ad honoren, hoy reciben honorarios y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) auspicia la iniciativa con donación de instrumentos y/o contrataciones.

Ahora, su objetivo es contar con una sede propia y realizar conciertos virtuales durante la pandemia. 

A largo plazo, quiere ser un referente sobre el impacto positivo de los programas de inclusión a través del arte y que el concepto de “integración” de su fundación se expanda no sólo hacia comunidades migrantes, sino también a los adultos mayores, a las personas con discapacidad y a las disidencias sexuales. 

En estos últimos cuatro años, el proyecto de Ana ha logrado generar alianzas con distintas instituciones, como Corpartes y Telefónica. Asimismo, pese a que todos los músicos empezaron sus funciones ad honoren, hoy reciben honorarios y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) auspicia la iniciativa con donación de instrumentos y/o contrataciones.

“Si queremos una inserción efectiva, tenemos que crear programas así. Que en lugar de pedir ayuda nosotros, los migrantes y minorías, podamos ofrecer nuestra profesión al servicio del país”, explica. 

Sus ideas, aunque en una época y en un país distinto, no son muy diferentes a las profesadas décadas atrás, por el fundador de “El Sistema”: “Frente a la profunda crisis de espiritualidad que afecta al mundo, el arte brinda una respuesta luminosa, adecuada al sentir colectivo de los pueblos y a los más hondos anhelos del hombre”. 

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