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Opinión

28 de Mayo de 2021

Columna de María José Navia: Todas esas cosas que no son amor

En la ficción cuesta encontrar historias de amistad. Cuando pensamos en grandes novelas y cuentos, la mayoría de las veces pensamos en grandes historias de amor (o desamor), complejos entramados familiares, encuentros heroicos o terribles de un hombre o mujer con la naturaleza. Pero en la amistad se esconde un mundo. Quizás un tesoro.

María José Navia
María José Navia
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En estos tiempos de pandemia, a veces me pregunto si no revisamos nuestras redes sociales como quien pasa revista: bajar o subir por el timeline para fijarse quién ha lanzado un libro, quién aprendió a cocinar algo nuevo, quién cumple años. En otras palabras: quién sigue aquí. Y así, poner corazoncitos y felicitaciones cuando corresponda como una forma tenue de la alegría, como otra manera de acompañarse en estos días de duelos.

En el New York Times, hace poco, un artículo mencionaba cómo la pandemia ha ido achicando los grupos de amigos, dejándonos con los indispensables. Yo no sé si son pocos o muchos, pero la pandemia me ha recordado, todos los días, su importancia. Si algo nos ha salvado en esta incertidumbre es su compañía, así como también la de parejas, familiares, perros y plantas.

En la ficción, en cambio, a veces cuesta encontrar historias de amistad. Cuando pensamos en grandes novelas y cuentos, la mayoría de las veces pensamos en grandes historias de amor (o desamor), complejos entramados familiares, encuentros heroicos o terribles de un hombre o mujer con la naturaleza.

Pero en la amistad se esconde un mundo.

Quizás un tesoro.

Ya lo escribió Rodrigo Fresán en su novela El fondo del cielo (novela también de primos-amigos entrelazados por la ciencia ficción): “Es fácil para otros – yo no domino ese idioma – escribir, y hasta escribir muy bien, sobre las altas y bajas de las mareas del amor. Mucho más difícil de precisar son las variaciones en ese aparentemente estable lago que es la amistad y en cuyo centro, de tanto en tanto, estallan tormentas circulares y secretas por el solo placer de, enseguida, ser borradas por un inesperado cielo azul.”

(Fresán, quien también escribió otra gran novela en la que la amistad articula galaxias: Mantra).

Quizás por eso, en el último tiempo, me he maravillado mucho con historias en las cuales la amistad está en el centro. Ya no el amigo o amiga sidekick, sino el vínculo poderoso que pone todo en movimiento. Me refiero a dos novelas españolas: Panza de burro, de Andrea Abreu, y Los nombres propios, de Marta Jiménez Serrano.

Dos primeras novelas donde la amistad brilla, incandescente.

“La pandemia me ha recordado, todos los días, su importancia. Si algo nos ha salvado en esta incertidumbre es su compañía, así como también la de parejas, familiares, perros y plantas”.

En Panza de burro, novela estelar de la editorial Barrett publicada en 2020 y que será publicada este año por Kindberg en Chile, dos amigas viven en Tenerife. Las acompañamos y las seguimos a todas partes: en sus idas a la playa, en sus obsesiones musicales, en sus clases de computación. Nada pasa y, al mismo tiempo, pasa el mundo entero. Lo que nos atrapa, como lectores, es la ferocidad y belleza de esa relación que está narrada por una de ellas con un desplante y humor inmensos, haciendo uso de un léxico canario que le da a la historia gran frescura y una felicidad vertiginosa.

Las niñas (la narradora y su amiga Isora) viven su verano con intensidad: juegan a ahogarse en una piscina, esperan a que los adultos las lleven a la playa, pelan papas viendo la telenovela con la abuela, o anotan las canciones de Aventura en un cuaderno especial. Leemos: “Isora decía que no había en el mundo un grupo mejor que Aventura. Y yo pensaba lo mismo. Cuando escuchaba las canciones de Aventura me entraba como un nervio dentro del cuerpo, como si me estuviesen removiendo todos los órganos con un palo y me los cambiasen de sitio.”

“En el último tiempo, me he maravillado mucho con historias en las cuales la amistad está en el centro. Ya no el amigo o amiga sidekick, sino el vínculo poderoso que pone todo en movimiento. Me refiero a dos novelas españolas: Panza de burro, de Andrea Abreu, y Los nombres propios, de Marta Jiménez Serrano”.

Ese capítulo de la novela se llama “voy aserte caricias ke no san inventao” y las canciones serán fundamentales en esta amistad. La narradora canta cuando siente cosas que no entiende, cuando la supera la rabia, la tristeza o el deseo. El libro nos muestra un verano en sus vidas, con todas sus decepciones y descubrimientos, especialmente los relacionados con su sexualidad. Las niñas exploran el mundo que las rodea y también sus propios cuerpos y sensaciones. Leemos: “Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese. ¿Y un fisquito de anís, miniña? Un fisquito namás. Un fisquito namás. Un fisquito namás, decía”.

Para la narradora, Isora es su mundo (“La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella hasta ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido del volcán dentro del cuerpo”) y es en su compañía que va escribiendo su vida: “…Isora me acompañaba a mi casa. Ella siempre me acompañaba. Y yo la acompañaba a ella. Y ella me acompañaba a mí. Así, como los pac de yogures de la venta, como ella dijo una vez.”

En Los nombres propios, en cambio, nos enfrentamos con un extraño desdoblamiento. Una narradora en segunda persona que dialoga con la protagonista y que, nos enteraremos luego, corresponde a la voz de su amiga imaginaria, un personaje a quien pone el nombre de Belaundia Fu en la infancia y que, contrario a lo que esperaríamos, no se desvanece con el paso de los años. Es esta voz quien la va interpelando en su crecimiento, en su forma de entender a su familia, la entrañable relación con su abuela y su manera de ir habitando el mundo. Así, leemos: “Puaj. El asco. El amor. Aún no lo sabes, no lo llamas amor, solo: ‘¿A ti quién te gusta?’, ‘¿A mí? Nadie.’ Tantas y tantas páginas de literatura universal y nadie se ha tomado la molestia de ponerles nombre a todas esas cosas que no son amor.”

“El libro nos muestra un verano en sus vidas, con todas sus decepciones y descubrimientos, especialmente los relacionados con su sexualidad. Las niñas exploran el mundo que las rodea y también sus propios cuerpos y sensaciones”.

La voz nos habla de las amistades que van configurando un universo alrededor de la narradora. Un universo amable (“de esas cosas que no son amor”) mientras las relaciones románticas son vistas con sospecha y no sin algo de esfuerzo (“¿Cuándo se convirtió el amor en una serie de pruebas? Los doce trabajos de Hércules, el amor. Quizás no se llame amor, quizás se llame gymkana”) e incluso, impostura: “A ti no te gusta la música que escucha él y a él no le gustan las películas que quieres ver tú, pero jugáis a que sí, a que os gusta. El amor y la adolescencia: escuchar durante horas música que detestas con obsesión ciega.”

Los nombres propios muestra cómo una niña va habitando el lenguaje (conoce nuevas palabras a medida que crece, se decepciona, aprende otro idioma, se convierte en escritora) y cómo la amistad, que siempre le enseñaron como un accesorio mientras el ojo debía estar puesto en encontrar una pareja, se va volviendo más y más fundamental. Dice así esta voz desde su cabeza: “El romance está sobrevalorado, piensas. Yo me casaba con mis amigos, piensas.” Y también: “Al parecer hubo un tiempo en que la gente tenía trabajos y maridos que duraban toda la vida. A mí lo único que me dura toda la vida son los amigos. Esos amigos que han cargado las cajas de todas mis mudanzas.”

Tanto en Panza de burro como en Los nombres propios, las “tormentas circulares y secretas” de estas amistades estallan en un cielo azul con canción de fondo, de esas que se cantan a los gritos y que son, sin duda, otra forma de decir amor.

Uno que nos salva.

“Al parecer hubo un tiempo en que la gente tenía trabajos y maridos que duraban toda la vida. A mí lo único que me dura toda la vida son los amigos. Esos amigos que han cargado las cajas de todas mis mudanzas”.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

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