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Opinión

11 de Junio de 2021

Columna de María José Navia: Juntas en el grito

En “El invencible verano de Liliana”, Cristina Rivera Garza escribe sobre su hermana asesinada por su pareja. Han pasado treinta años, pero la herida sigue ahí y quizás la escritura es el intento de una nueva cicatriz, un buscar las palabras que Liliana no tuvo para nombrar eso que sí le estaba pasando, ese amor tóxico e invasivo.

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Podría empezar diciendo que quería escribir sobre el duelo. O sobre esa extraña relación de amor que es una relación de hermanas. Podría decir que, entonces, apareció el nuevo libro de Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana, en una brillante sincronía.

Pero es más que eso.

Leer a Cristina Rivera Garza es siempre sumergirse en la maravilla. Uso el verbo a propósito para hablar de una escritora que nada. Una escritora que, hacia el final de este libro invencible, busca a su hermana en el agua de una piscina, porque, nos cuenta, “nadar era lo que hacíamos juntas. Íbamos por el mundo cada una por su lado, pero acudíamos a la alberca para ser hermanas. Ese era el espacio de nuestra más íntima sororidad.”

O, si cambiamos de elemento, podría decir que éste es un libro en llamas. Un libro que te quema las manos, que te deslumbra.

Que te rompe el corazón, también.

Pero volvamos a principio. A una ilusión de principio. 

Porque el 16 de julio de 1990 fue asesinada la hermana de Cristina Rivera Garza, Liliana, y con ello el tiempo dejó de tener principio y dirección. La mató su pareja, o quien había sido su pareja y rehusaba despegarse de su vida: Ángel González Ramos. Un hombre que aún no ha sido condenado. Ese es el grito que guarda este libro. Ese es el grito que va subiendo por la garganta a medida que pasan y pesan las páginas, ese es el grito que se instala en el lector y que mezcla desconcierto y rabia. 

El libro nos muestra el reconocimiento de ese cuerpo, ese corpus, que es Liliana. La autora, la narradora, es una hermana que lee y se acerca al duelo para abrirlo por la mitad. Vuelve a revivir el caso de su hermana, vuelve a caminar por los lugares donde ella caminó, vuelve a mirar sus pertenencias, treinta años después. Nos dice: “Siempre es extraño poner los pies en los espacios de los muertos.” Y así va revolviendo en cajas y encuentra cuadernos y, en ellos, un exhaustivo archivo de Lili. La narración va entremezclando la crónica de esta hermana que lee, esta autora que es, probablemente, de las lectoras más extraordinarias y luminosas que nos ha entregado la literatura latinoamericana (yo todavía releo, todos los años, a esa belleza que es Había neblina o humo o no sé qué, un ensayo que es un volver a habitar la vida y obra de ese otro extraordinario escritor mexicano: Juan Rulfo), con testimonios de amigos, apuntes de Liliana de su puño y letra y luego reportes del crimen. Leemos a Liliana, con su hermana Cristina como médium, en uno de esos momentos en los que la asfixia de un amor la sobrevuela: “¡Otra vez al agujero! Y no sé qué voy a hacer para salir de este asunto. Querer me hace daño y, sin embargo, ¿no es todo esto lo que nos hace felices?”

“Vuelve a revivir el caso de su hermana, vuelve a caminar por los lugares donde ella caminó, vuelve a mirar sus pertenencias, treinta años después. Nos dice: ‘Siempre es extraño poner los pies en los espacios de los muertos’. Y así va revolviendo en cajas y encuentra cuadernos y, en ellos, un exhaustivo archivo de Lili”.

Se trata de un libro que es también un camino que nos lleva al agua. Al cloro que limpia e impregna ese lenguaje que ensució por tanto tiempo la muerte de Lili. Porque Cristina Rivera Garza no sólo hace preguntas y reflexiona, no sólo se duele de lo ocurrido – han pasado treinta años, pero la herida sigue ahí y quizás la escritura es el intento de una nueva cicatriz, un buscar las palabras que su hermana no tuvo para nombrar eso que sí le estaba pasando, ese amor tóxico e invasivo – sino que también lee a su hermana como un texto, como un corpus de textos, también, invencibles. Cuadernos en los cuales Lili anotaba canciones y apuntes, borradores de cartas, reflexiones. Ese papel en el que quedó registrado su paso por la tierra y sus deseos de otro amor, uno que escapara de los cuentos de hadas, quizás porque todo cuento de hadas le parecía sospechoso (escribe Lili en un apunte: “Cuántos deseos de dejar de ser hadas en una tierra de hielo. Cuánta necesidad de compañía.”)

La narración de Rivera Garza va haciéndole espacio al duelo. Deja que se expanda, como un llenar los pulmones de aire antes de sumergirse en lo profundo. Leemos: “¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. La culpa del sobreviviente puede atraer una sospecha acaso saludable, un titubeo incluso razonable, acerca del placer, del gusto, de la compañía. La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo. Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a si mismo.”

Y también: “Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días.”

“La narración de Rivera Garza va haciéndole espacio al duelo. Deja que se expanda, como un llenar los pulmones de aire antes de sumergirse en lo profundo. Leemos: “¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto”.

Volver a Liliana es volver también a las palabras. Para la narradora, recopilar testimonios es traer a su hermana a la página, en toda su complejidad y belleza, es pensar en el lenguaje que une a dos hermanas, que arma ese lazo, que continua la conversación. Es traer a la página los comentarios de sus amigos de universidad (que dicen cosas como “Liliana era muy bonita, pero actuaba como si no lo supiera o como si, sabiéndolo, no le diera mucha importancia”, o “era una nerd, sin duda. Una nerd muy simpática y amiguera, si es que algo así puede existir” o “cuando Liliana te quería, te quería mucho. Te quería demasiado”) pero también es enfrentarse con el dolor de ese lenguaje que no llegó a tiempo para nombrar a la violencia. Ese lenguaje que, al momento de la muerte de Liliana, no contemplaba la palabra feminicidio. Así, leemos: “El feminicidio no se tipificó en México sino hasta el 14 de junio de 2012, cuando el Código Penal Federal lo incorporó como un delito.” (…) “A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes de esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se le llamó andaba en malos pasos. Se le llamó ¿para qué se viste así?”

“El feminicidio no se tipificó en México sino hasta el 14 de junio de 2012, cuando el Código Penal Federal lo incorporó como un delito.” (…) “A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes de esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se le llamó andaba en malos pasos. Se le llamó ¿para qué se viste así?”.

Rivera Garza ilumina esa falta de lenguaje. La pone en evidencia en toda su violencia. Dice: “La falta de lenguaje es apabullante. La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena.”

Insiste: “Uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje.”

Y también: “Ni Liliana, ni los que la quisimos, tuvimos a nuestra disposición un lenguaje que nos permitiera identificar las señales de peligro.”

Y entonces la palabra duelo también comienza a mostrar sus facetas. Por una parte, el proceso de un dolor, pero también la noción de enfrentamiento. Un batirse a duelo que quizás –en este libro que es tantos libros, que no se define por un género, porque tal vez debiese llamarse grito– no es sino un duelo de una hermana contra el lenguaje. Contra las palabras cómplices y las que no salen a flote. Las que no alcanzan. Las que esconden. Una hermana en duelo también con el tiempo que, nos dice, el dolor transforma para siempre: “Es mentira que el tiempo pasa. El tiempo se atora. Hay un cuerpo inerte aquí, atrancado entre los goznes y pernos del tiempo, que suspende el ritmo y la secuencia. No hemos crecido. Nunca creceremos. Nuestras arrugas son artificiales, indicios apenas de las vidas que pudimos haber vivido pero que se fueron a otro lugar.”

Este libro es un duelo, pero también una celebración. Como marca el epígrafe de Albert Camus que es además un consejo que Lili le da a una amiga en un momento: “En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano.”

Este libro es a la vez invierno profundo y celebración de lo invencible. Lo invencible de la belleza que nunca se va por mucho que en ello se empecine el mundo. El amor de una hermana, también invencible, y los recuerdos de unos padres que reciben sus cartas “de querer estar cerca”. Esas cartas que, para el padre, funcionan “como un reloj” y marcan el tiempo que no pasa aunque la muerte “sigue pasando.” Esos cuadernos en los cuales Liliana apunta sus poemas favoritos, como ese verso de José Emilio Pacheco que dice: “Todo lo que has perdido, me dijeron, es tuyo”.

Este libro es un duelo, pero también una celebración. Como marca el epígrafe de Albert Camus que es además un consejo que Lili le da a una amiga en un momento: “En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano.”

Ella, que perdió tanto.

Y tal vez escribir es gritar. 

Fuerte. 

Tal vez leer este libro, esta “pregunta que quema”, no sea otra cosa que acompañar ese grito. O, como leemos en un momento, “somos ellas en el pasado, y somos ellas en el futuro, y somos otras a la vez. Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre enrabiadas”.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

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