En pleno Mes de la Fotografía, Kena Lorenzini, Luis Poirot, Paz Errázuriz, Zaida González, Álvaro Hoppe y Guy Wenborne escogieron una de las imágenes de su autoría que tuviera especial valor y significado para ellos. Hay desde últimos retratos a amigos, olvidados artistas e incluso uno de Pinochet, hasta una función de teatro callejero en plena dictadura y la toma aérea del Monte Sarmiento en Tierra del Fuego. Sus creadores narran en sus propias palabras el momento en que tomaron cada fotografía -algunas inéditas hasta ahora- y de las razones por las que son imprescindibles.
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“Fue una de las primeras fotos que hice”
Álvaro Hoppe (1956)
Yo partí tarde en la fotografía. Y soy autodidacta. Quise estudiar Derecho y me fue mal, estudié Técnico Social en el DUOC, el Departamento Universitario Obrero Campesino, no terminé, y pasé un año por la Escuela Foto Arte, pero por problemas de dinero no pude seguir. Aprendí fotografía gracias a Juan Domingo Marinello y su programa de Teleduc, y luego fui alumno libre en su cátedra de Fotoperiodismo en la Universidad Católica. Más tarde estudié Periodismo en la UNIACC. Empecé a hacer fotos por el año 78 ó 79. Esta que escogí fue una de las primeras que hice y que además revelé.
La tomé en 1981 con mi cámara Zenit, que compré mientras trabajaba en una imprenta por las noches. Poca gente tenía cámara fotográfica en esa época, y me sentí muy afortunado. Empecé a probarla con un amigo e hice cursos. Estaba fascinado. Ese año administré y viví en una casa en la calle García Reyes, entre Libertad y Esperanza, cerca del barrio Yungay. Al poco tiempo llegaron también Andrés Pérez, Sandro Larenas –actor y doblajista de Garfield– y otra gente que formaba parte del Teuco (la compañía Teatro Urbano Contemporáneo). Algo se estaba gestando en esa época. Algo que iba a ser importante, y que años después marcó un hito en el teatro callejero chileno.
Viví dos o tres años con ellos en esa casa. Había actores, pintores, músicos, poetas y en general un ambiente de expresión cultural. También un sentido de comunidad muy fuerte. No éramos tan jóvenes ya, yo tenía 26, pero nos apañábamos en todo. Costaba mucho trabajar en cualquier cosa vinculada a las artes y la cultura. Estábamos en plena dictadura, y el arte y las manifestaciones de cualquier tipo contra el orden eran rápidamente reprimidos. Por eso esta fotografía tiene un valor significativo para mí, tanto por el momento que atravesaba el país y la cultura, en resistencia, como por la época de mi vida a la que pertenece. Fueron años de mucha oscuridad, pero también los de mi juventud y la esperanza.
La imagen corresponde a una función de la obra Acto sin palabras de Samuel Beckett, que dirigió Andrés Pérez. Actuaban, entre otros, la Rosita Ramírez, Carmen Disa Gutiérrez, Gianina Talloni, Sandro Larenas y Juan Edmundo González, que además era codirector en algunas obras de la compañía y es, a mi parecer, uno de los nombres olvidados de la historia del teatro chileno. Me gustaba el teatro: años antes había tomado talleres en la academia de Enrique Noisvander, el mimo famoso, y participé como actor en algunas de las obras del Teuco. Me acuerdo de El Principito.
Tomé esta foto en el desaparecido Persa Balmaceda, una mañana de sábado o domingo. En el teatro callejero lo más importante es ser breve e impactar, y la función de esta obra no debió ser muy larga. Se juntaban treinta personas, como gran cosa cincuenta, y eran todas obras muy poéticas. En Acto sin palabras estaban siempre en tensión el poder y la figura del oprimido, pero nadie decía ni una sola palabra. Era teatro del gesto, del silencio. Las máscaras las hacían ellos mismos, y otras eran de cumpleaños. Era un teatro de pocos recursos, pero de una dignidad conmovedora.
Todo me llama la atención hoy en esta foto. El tarrito que dice “cooperación”, que se pasaba después de cada función junto con el pandero. Todo era un trueque. Esta misma foto la hice por un intercambio. Me detengo a observar también a la gente que aparece. Cómo miran todos; los niños, los adultos, ese gallo de lentes oscuros. La dictadura fue dolorosa y traumática, pero había grupos alternativos que entregaban momentos de poesía y belleza al público desde el arte y ante la vista del régimen. Y esta fotografía lo retrata. La veo y me conecta con esa época, con el sentido de la pasión y la entrega que había, que es importante que no se pierdan nunca. Había mucha opresión, pero al estar en colectivo uno se sentía partícipe de algo mayor, como el proceso que vivimos hoy también como país.
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“Es un retrato a mi amigo Ignacio”
Zaida González (1977)
Esta fotografía la tomé creo que en agosto del 2015, es un retrato a mi amigo Ignacio Contreras. Él fue mi alumno de vespertina el 2011, el primer año en que comienzo hacer clases de fotografía, nos hicimos amigos, teníamos muchas cosas y gustos en común, nos pasábamos del Blackout de Britney Spears al Holy Wood (In the Shadow of the Valley of Death) de Marilyn Manson.
Ese año, cada uno nos habíamos adjudicado un Fondart para realizar una obra con exposición y en mi caso, libro. Ignacio enfermó y aunque siguió haciendo fotos, no pudo terminar. Me encontraba haciendo las fotos para mi proyecto titulado “Ni lágrimas Ni culpas” y le quise hacer este retrato como imagen principal de la serie. Ese día lo pasamos muy bien, nos reímos y jugamos. No había podido verlo desde hace un tiempo ya que por mi lado tenía a mi hermano y madre enferma. Él me advirtió antes de ir a su casa: “No se vaya asustar, pero estoy muy flaco y sin pelo”. Siempre me trató de usted. Cuando lo vi, no reparé en su físico, pues seguía brillando su mirada juvenil y creativa.
Como trabajo en análogo, me demoro mucho en tener las fotos, ya que me reciben de a dos rollos para revelar. Un 14 de octubre del mismo año, estaba con mi mamá internada en una clínica cuando me llama la madre de Ignacio y me dice que había fallecido. Me fui de inmediato donde ella, iba llorando atravesando el puente de Salvador cuando me paran unas mujeres turistas y me piden que les tome una foto, yo lo hago con respeto, pero me llamó la atención las distintas frecuencias en las que podemos estar y no nos damos cuenta, por ejemplo, de la pena de un otre. Llegué a la clínica donde estaba Ignacio, debíamos ir con unos amigos de la familia a una notaría a firmar unos papeles como testigos. Yo no comprendía que a la madre de Ignacio la hicieran pasar por cosas burocráticas con su hijo recién fallecido, era su único hijo y se amaban muchísimo.
En el velorio, fuimos a buscar a su gato y registré con fotos ese momento en que su gatito se despedía de su padre humano. Registré con mi celular ese pasar por el puente, la lluvia que pegaba en el vidrio del taxi, las flores de otro funeral que nadaban en una canaleta del piso, el gatito sobre el cajón, a su madre mirándolo. Todo ello lo incluí en el libro que hice, y la imagen principal fue esta foto de Ignacio. Le pedí a su madre que le hiciera una carta póstuma a su hijo, la que incluí como inserto muy emotivo en el libro.
Ignacio nunca vio la foto que le hice, no alcancé a mostrársela, fue algo así como su último retrato.
Cuando hago exposiciones, generalmente realizo copias pequeñas, pero con esta foto me atreví a un formato grande de 1.5 metros de altura. Para la exposición hice un altar y la gente dejó mensajes en papelitos, flores y otras ofrendas muy lindas. La presentación del libro fue un ritual dedicado a él.
El 2019 fui invitada a exponer en Landskrona, Suecia y la foto de Ignacio, sin yo pedirlo, fue impresa en un muro a tamaño gigante, daba la bienvenida a toda la muestra que era colectiva, eso fue súper emocionante y me llama la atención que en una expo en París pusieran mi foto de Hija de Perra (también fallecida) en un muro de tope a tope. Siento que siguen ahí, de una forma subliminal han interferido en aquellas decisiones de cómo deben ir expuestos en lugares muy importantes y concurridos.
Esta foto para mí es la más importante que he hecho, y por lo mismo nunca he puesto en venta copias de ella, es única, sólo para quienes sabemos apreciar quién es el retratado.
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“Una fotografía cargada de posibles lecturas”
Luis Poirot (1940)
Invierno de 1983 y llegaban a su fin mis días en Santiago siguiendo las huellas de Neruda y de otros creadores olvidados como Sergio Larraín, del que algunos dudaban su existencia, escritores sumergidos en el secreto, teatro que se representaba en la intimidad de algunas casas, las catacumbas de la cultura y el miedo paseando por las calles.
Había comenzado mi labor de registrar memoria en Barcelona un par de años antes, memoria de nuestra cultura en el exilio o acallada en el país. El poeta Diego Muñoz me puso en contacto con Jorge Sauré (1896-1984), de quien solamente conocía sus fotos y la historia de la destrucción de toda su obra tras el suicidio de su hija Daphne, casada con el también fotógrafo Javier Pérez.
En una antigua casa en Antonio Varas o Infante, no recuerdo bien, vivía con su nieto Dagor Pérez y una empleada con su pequeña hija. Día oscuro y frío, pero que el diálogo en francés llenó de vida. Casi al terminar el rollo, la foto 11 ó 12, en un silencio entre tomas, la pequeña entró corriendo y al ver que no había terminado mi labor, vaciló en la puerta mientras el obturador registraba la fantasmal figura a un medio segundo.
El accidente, la imperfección, el azar, la variable no buscada que siempre esperamos fue el regalo que se me hizo esa tarde, creando una fotografía cargada de posibles lecturas y llena de ambigüedad. Volví a Chile al año siguiente y al ver la ampliación que le traía, Sauré dijo en francés: “No es bello lo que usted vio, pero es la verdad”.
Ahora pienso que quizás la pequeña evocaba en él la presencia efímera de Daphne. Vaya usted a saber.
A los pocos meses Sauré partió en silencio y, ante la indiferencia general, quien en mi opinión fue el más grande de nuestros retratistas tenemos que recordarlo en el Mes de la Fotografía. A él y a tantos otros como Javier Pérez, René Combeau, Rebeca Yañez, Erich Bertens, Antonio Quintana, Gertrudes de Moses, Heliodoro Torrente, Tito Vásquez, Luis Ladrón de Guevara, Carmen Ossa, Lola Falcón y Patricio del Campo, archivos dispersos o perdidos, y otros como los de Sergio Larraín, entregados al arbitrio de una sola interpretación europea. Es la historia no escrita de la fotografía chilena.
Somos siempre deudores de quienes nos antecedieron, fotógrafos autores de una mirada única.
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“Mi homenaje a Debby”
Paz Errázuriz (1944)
Este es mi homenaje a Debby, extraordinaria mujer trans y activista del colectivo Otrans Reinas de la Noche (organización líder y pionera en el trabajo “desde, por y para las mujeres trans en Guatemala”), a quien conocí cuando estuve trabajando en Ciudad de Guatemala para la Bienal Paiz, en abril de este año.
Debby fue víctima del Covid-19.
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“La parte superior del monte Sarmiento se erguía majestuosa”
Guy Wenborne (1966)
Me encanta volar. Me fascina volar para fotografiar lo que veo desde la altura, y así registrar cómo se ve nuestro territorio desde lo alto, cómo lo vería un cóndor.
Es muy difícil elegir solo una foto que represente todo mi trabajo y compromiso con mi país. Mi trabajo fotográfico y el vuelo. Es difícil porque hay varias imágenes que me llenan el espíritu, pero esta en especial es una foto que me llena haberla logrado.
El famoso monte Sarmiento se encuentra al sur de Punta Arenas, en el extremo occidental de la cordillera Darwin, y emerge desde nivel del mar en el canal Magdalena hasta los 2.207 metros sobre el nivel del mar. Está afectado de un clima muy difícil y que pocas veces permite admirar su imponente belleza. Ya lo había fotografiado desde el mar en una expedición a la que fui invitado en agosto de 2013, pero siempre soñé con registrarlo desde el aire.
Volar en la Región de Magallanes no es fácil, ya sea por clima y también porque no hay disponibilidad de aviones habilitados para la fotografía aérea. En ocasión de un proyecto editorial, pude traer un avión desde Santiago para hacer fotografías en la región.
Fueron aproximadamente diez días de espera en Punta Arenas para que se dieran las condiciones más o menos razonables para despegar hacia la cordillera Darwin. Si bien eran óptimas, la luz no era del todo cristalina y el Sarmiento se escondía dentro de una nube que lo rodeaba solo a él y no me dejó verlo.
Ya en Puerto Williams, esperamos otros cinco días que se dieran las condiciones climáticas para ir a hacer fotos al Cabo de Hornos. Las hicimos y al volver al norte sobrevolamos la Cordillera Darwin. Las condiciones estaban marginales y fue muy difícil de volar. Ya nos habíamos olvidado de fotografiar y estábamos concentrados en poder cruzar la cordillera y llegar a Punta arenas. Aquella vez tampoco pude fotografiar el Sarmiento.
Tuvieron que pasar otros dos años para estar nuevamente en Punta Arenas, listo con el avión a despegar rumbo sur a ver si el mítico monte se dejaba fotografiar. Las condiciones estaban ideales. Fue un día de enero del 2016 y salimos en su búsqueda, rumbo directo a la cumbre que se avistaba desde lo lejos. La luz estaba brillante esa mañana y con una capa de nubes estratos en la parte baja. La parte superior del monte se erguía majestuosa. Lo rodeamos dos veces y por fin tuve la foto. Estábamos a 1.950 metros de altura. Nos alejamos rumbo al este para seguir fotografiado la cordillera Darwin con tan bella luz.
Esta foto me encanta por el juego de contraluz matutino que muestra lo afilado de sus dos cumbres, lo dramático y escarpado de sus laderas quebradas de glaciares y grietas, la luz distante hacia el este de la Cordillera Darwin. Decidí también incluir una parte del avión, su ala izquierda para reforzar la sensación de estar ahí viéndolo desde las alturas.
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“Yo le disparé, pero sólo con mi cámara”
Kena Lorenzini (1959)
Ahí estaban todos, muy ufanos, celebrando los diez años del golpe cívico/militar, los dueños y sus soldados embelesados con tanto poder. Afuera en la Alameda se enfrentaban partidarios y opositores a la dictadura.
Yo era, en ese septiembre de 1983, reportera gráfica del semanario político Hoy, que por ser de la Democracia Cristiana se le permitía, a pesar de ser de oposición, entrar a eventos de la dictadura. Las personas que trabajábamos allí éramos acérrimxs enemigxs del poder que tenía atrapado a nuestro país. Sin embargo, era muy interesante e importante poder acceder a sus espacios íntimos.
Pinochet y los cuatro de La Junta, invitados extranjeros, militares, carabineros, mujeres esposas y una que otra que ocupaba algún lugar en el régimen totalitario, estaba repleto, con mucha seguridad, pletórico de sapos.
Yo, 23, pero con cara de niña inocente, a esa que no cuidaron nunca los carabineros (SIC), fui fotografiando a grupos que aún no se sentaban, luego por filas, a los cuatro de La Junta, y obviamente a Pinochet de todas las formas posibles. Estaba con un lente normal, llegué a estar a menos de dos metros del dictador y le tomé esta fotografía en que sale de espaldas. Al instante sentí que me tiraban del pelo, yo lo tenía muy corto, así es que mejor dicho me jalaban desde arriba de la cabeza y me murmuraban algo con rabia. Me escabullí rápidamente, y tiendo a creer que por no armar escándalo me dejaron ir. Mientras caminaba, saqué el rollo con LA FOTO y me lo metí en los calzones y puse otro, y seguí trabajando.
Años después esta fotografía se ha vuelto icónica y en algunas universidades y escuelas de Periodismo le echan una mirada. Luego que contaron que la falla de seguridad había sido brutal ese día de 1983, que alguien estuviera por la espalda y tan cerca de Pinochet como para matarlo; yo le disparé, es cierto, pero sólo con mi cámara.
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