Opinión
9 de Marzo de 2022Columna de Álvaro Peralta Sáinz: Los humoristas tristes

El humorista Dino Gordillo realizó una presentación en un festival de Vicuña, a pesar de haberse enterado horas antes de la muerte de su hijo de 41 años. Situaciones similares ya han ocurrido con colegas suyos. Da la impresión que el ser gracioso arriba de un escenario o en un set de grabación no tiene su correlato automático en la vida cotidiana.
En medio de ese letargo en que siempre se transforma el mes de febrero para muchos chilenos, la noticia vino a quebrar esa calma que este año ni siquiera contó con los ruidos, chismes y fuegos de artificio del Festival de Viña del Mar. Paradojalmente, la noticia que rompió la tranquilidad de las secciones de espectáculo de los medios fue protagonizada por un habitué de ese escenario. Me refiero al humorista Dino Gordillo, quien realizó una presentación en un festival de Vicuña -en la Región de Coquimbo- a pesar de haberse enterado horas antes de la muerte de su hijo de 41 años en su natal Concepción.
Los adjetivos más escuchados tras este hecho fueron los clásicos valentía, coraje y profesionalismo. Y más de alguien por ahí se atrevió a usar la manida frase de “la función debe continuar”. Sin embargo, ante este lamentable hecho también podría hablarse de tradición. Mal que mal, situaciones similares ya han ocurrido en lo escenarios locales. De hecho, muchos años atrás cómicos como Jorge Cruz o el fallecido Gilberto Guzmán debieron subir al escenario a presentar sus rutinas a pesar de tener más que fresca la noticia de que uno de sus hijos había partido. ¿Cómo se hace, de dónde se sacan fuerzas para sacar adelante un show cargando con una pena de esa magnitud? De verdad, es imposible responder.
Paradojalmente, la noticia que rompió la tranquilidad de las secciones de espectáculo de los medios fue protagonizada por un habitué de ese escenario. Me refiero al humorista Dino Gordillo, quien realizó una presentación en un festival de Vicuña -en la Región de Coquimbo- a pesar de haberse enterado horas antes de la muerte de su hijo de 41 años en su natal Concepción.
Ahora bien, más allá de estas verdaderas tragedias del escenario, lo cierto es que si uno se pone a revisar la vida de un puñado de humoristas nacionales -la mayoría de la vieja guardia, algunos ya fallecidos- se da cuenta que sus historias cuando las luces se apagan tampoco han sido un edén ni mucho menos. Pienso en Carlos Helo que batalló durante décadas contra una diabetes que lo debilitaba mucho o en Eduardo Thompson, también con diabetes, que alguna vez perdió varios dedos de un pie al quemarse con agua hirviendo (había perdido la sensibilidad debido a esta enfermedad) y luego se ufanaba que ahora solo pegaba “medias patadas en la raja”.
O el ya mencionado Gilberto Guzmán, que cuando aún estaba activo sufrió la picadura de una araña que le necrosó un talón y lo disminuyó bastante a la hora de sus actuaciones. Por otra parte, el personaje más famoso de Guzmán fue “El Fatiga”, un tipo al que claramente algo le pasaba porque apenas se podía mantener en pie y le faltaba el aire para hilar frases, por lo que en la década del ochenta hasta se le formó un fans club. Lo más curioso fue que los integrantes de este grupo eran todos pacientes del Hospital del Tórax que se sentían identificados con el personaje de Guzmán.
Pienso en Carlos Helo que batalló durante décadas contra una diabetes que lo debilitaba mucho o en Eduardo Thompson, también con diabetes, que alguna vez perdió varios dedos de un pie al quemarse con agua hirviendo (había perdido la sensibilidad debido a esta enfermedad) y luego se ufanaba que ahora solo pegaba “medias patadas en la raja”.
Volviendo a las desgracias nos topamos nuevamente con Jorge Cruz, que aún vive, pero que a la pérdida de un hijo sumó la partida de su esposa y un hijo más. Conocido también fue el caso de Pepe Tapia, que se vio empujado a dejar de los escenarios por culpa del Alzheimer varios años antes de su muerte en 2020.
A esta triste lista se puede sumar también al humorista Coco Legrand, que en 1985 perdió un hijo de tan sólo meses por muerte súbita. O a Carlos “Carloco” Trujillo, que más de una vez en su vida debió luchar contra la depresión antes de radicarse en Antofagasta y convertirse en pastor evangélico hasta sus últimos días. Y quizás la más triste historia, o el peor final, fue el de Eugenio Pozo -más conocido como Platón Humor-, un comediante que tuvo cierta fama hacia la segunda mitad de los ochenta pero que a inicios de la década pasada fue encontrado muerto en la calle. Atrás quedaban años de alcoholismo y otros problemas.
Pero la tristeza de los humoristas no es una cosa exclusivamente chilena. Es cosa de levantar la cabeza y mirar un poco hacia los lados. Por ejemplo a Alberto Olmedo en Argentina, que mientras mejor le fue en el cine junto a su socio Porcel, peor le fue en su lucha personal contra la cocaína. O el delgado y siempre vestido de negro Eugenio, ese humorista catalán que llegó a presentarse hasta en el programa Martes 13 pero que en paralelo llevaba una vida más negra que su camisa y que lo llevó a la muerte con sólo 59 años. De alguna manera, da la impresión que el ser gracioso arriba de un escenario o en un set de grabación no tiene su correlato automático en la vida cotidiana. Todo indica que los talentos y los estados de ánimo van por carriles separados.
Y quizás la más triste historia, o el peor final, fue el de Eugenio Pozo -más conocido como Platón Humor-, un comediante que tuvo cierta fama hacia la segunda mitad de los ochenta pero que a inicios de la década pasada fue encontrado muerto en la calle. Atrás quedaban años de alcoholismo y otros problemas.
En algún momento de la primera mitad de la década del 2000 apareció en la desparecida revista Fibra un artículo de los periodistas Juan Cristóbal Guarello y Luis Urrutia titulado “Talleros”, en donde intentaban definir y ejemplificar -con gran maestría- a este tan reconocido espécimen de nuestra fauna criolla, ese tallero empedernido que no puede pasar por alto una situación -a su juicio- graciosa y se siente obligado a señalarla con algún chiste.
A propósito de esa crónica pienso que tal vez el lugar común podría hacernos creer que los humoristas y comediantes son -en sus orígenes más pretéritos- justamente los talleros de su curso o los más graciosos de su barrio. Algo así como el tipo que en su niñez fue siempre el alma de la fiesta y que por ende al llegar a la vida adulta no le quedó otra, o se le hizo prácticamente inevitable, dedicarse al humor. Me temo que esa tesis se va al suelo al revisar la vida de los humoristas, sobre todo los más antiguos. Más que tipos graciosos, me parece que aquí estamos ante tipos vivos e ingeniosos que se tuvieron que buscar la vida y en ese camino se encontraron con el humor. Tipos amigos de la noche y de la calle. Obviamente tipos rápidos y ocurrentes, que supieron encajar en un sistema buscando hacer algo que tuviese demanda. Tanta demanda como el pasarlo bien y reírse. Y por ahí se fueron. Pero claro, el que de verdad lo pasa bien y se ríe es el público. En el caso del humorista, ya lo sabemos bien, la cosa es mucho más compleja.
Más que tipos graciosos, me parece que aquí estamos ante tipos vivos e ingeniosos que se tuvieron que buscar la vida y en ese camino se encontraron con el humor. Tipos amigos de la noche y de la calle.
“Y nadie pregunta. Si sufro, si lloro. Si tengo una pena. Que hiere muy hondo”, escribió Rubén Blades en su canción El Cantante -llevada a lo más alto en la voz de Héctor Lavoe-, y que puede usarse perfectamente para describir ciertos momentos en la vida de los humoristas. Tristes, cansados y con problemas sobre sus hombros. Todo eso dejan a un lado al subirse a un escenario. Algo más profesional que ese gesto, la verdad no se me viene a la cabeza. Sobre todo ahora en los tiempos que corren, cuando muchos rehuyen de la más mínima dosis de sacrificio a la hora de desarrollar sus trabajos.
*Álvaro Peralta es cronista gastronómico. Autor de “Recetario popular chileno” (2019) y “25 lugares imprescindibles donde comer en Santiago” (2016).
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