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Opinión

20 de Mayo de 2022
La imagen muestra a Montserrat Martorell frente al poemario Desolación de Gabriela Mistral
La imagen muestra a Montserrat Martorell frente al poemario Desolación de Gabriela Mistral

La desolación de Gabriela Mistral

Y fuiste. Fuiste grande, fuiste sabia, fuiste hermosa. Fuiste la poeta que hace 100 años publicó en Nueva York esos versos escritos una década atrás, esos versos que rompieron el universo para volver a armarlo con originalidad, con dolor, con coraje, con tragedia, con amor y muerte y fuerza errante, peregrina, terrible que no ha desaparecido nunca porque no desapareciste nunca. Tenías 33 años.

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Gabriela. Gabriela Mistral. La poeta, la profesora de gramática castellana, la diplomática, la Premio Nobel. Gabriela. Gabriela Mistral. Naciste bajo el nombre de Lucila Godoy Alcayaga, naciste en Vicuña en abril de 1889, fuiste hija de Juan y de Petronila, madre de Yin Yin, nieta de Isabel Villanueva, esa figura eterna que confesaste te llevó, a través de la biblia, a descubrir esos primeros versos que te convertirían en la mujer que escribía y que sigue escribiendo con fuego.

Fuiste Desolación. Fuiste Tala. Fuiste Lagar. Fuiste ausencia y la herida del padre ausente que se dibujó, que se desdibujó, debajo de la piel cuando tenías tres años. De ahí, decías, venía la pasión poética. De ahí, decías, venía ese susurro, ese origen, esa cicatriz bordada.

Y Montegrande. Y Montegrande. Tu amado pueblo esconde tu sepultura. Fuiste la luz y fuiste la sombra de esos Juegos Florales de 1944 -cuyos críticos acusaron que habías ganado para no declarar desierto el certamen-, fuiste Gabriele D’Annunzio, Frédéric Mistral y Punta Arenas y Laura Rodig y Doris Dana. Fuiste la poeta que contestaba las cartas con letra grande. Fuiste la poeta que colaboró con sus versos en las revistas estudiantiles. Fuiste la poeta que admiró a Rubén Darío, a María Monvel, a Juan Ramón Jiménez, a Marta Brunet.

Fuiste la poeta que tocó la pobreza. Fuiste la poeta discreta. Tan discreta. Fuiste caos y papeles y vestido negro y coordenadas catastróficas que te llevaron a vivir a España, a México, a Brasil, a Estados Unidos. Fuiste carácter volcánico y ternura de lava. Fuiste música, educación y activismo. Fuiste la divina, fuiste la santa, fuiste la pasionaria, la erótica, la mujer deseante, la mujer que amó a otra mujer. “Tú no me conoces todavía bien, mi amor. Tú ignoras la profundidad de mi vínculo contigo. Dame tiempo, dámelo, para hacerte un poco feliz”. Eso decía una de tus cartas a Doris.

Y fuiste. Fuiste grande, fuiste sabia, fuiste hermosa. Fuiste la poeta que hace 100 años publicó en Nueva York esos versos escritos una década atrás, esos versos que rompieron el universo para volver a armarlo con originalidad, con dolor, con coraje, con tragedia, con amor y muerte y fuerza errante, peregrina, terrible que no ha desaparecido nunca porque no desapareciste nunca. Tenías 33 años.

Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,                 

mujer de saya azul y de tostada frente,                    

que era mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía                   

vi abrir el surco negro en un abril ardiente.            

Alzaba en la taberna, ebrio, la copa impura                    

el que te apegó un hijo al pecho de azucena,                       

y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,             

caía la simiente de tu mano, serena.             

 ¿Cómo cantabas lo religioso? ¿Cómo le dabas formas a la naturaleza? ¿Por qué miraste a los niños y a las niñas? ¿De qué manera le devolviste el cuerpo a la incertidumbre? ¿Y a la miseria? ¿Y a la locura? ¿Y a la democracia? ¿Y a la libertad?

Ya en 1945 la Academia Sueca había sido revolucionaria y distinguía con el Nobel por “su poesía lírica que, inspirada en poderosas emociones, ha hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”.

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

La intimidad. Lo profundo. La ternura de la grieta. La ternura de la desesperación que no tiene miedo al borde, que entiende los misterios de la palabra escrita, de la palabra hablada y recorre con su lengua sabia un territorio inventado, un territorio ausente, un territorio nómade de imágenes desamparadas y convulsas.

Ya en 1945 la Academia Sueca había sido revolucionaria y distinguía con el Nobel por “su poesía lírica que, inspirada en poderosas emociones, ha hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”.

Con el mentón caído sobre la mano ruda,
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza.

Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,
y ahora, al otoño, anegase de verdad y tristeza.
El «de morir tenemos» pasa sobre su frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.

Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores.
Cada surco en la carne se llena de terrores.
Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte

que le llama en los bronces… Y no hay árbol torcido
de sol en la llanura, ni león de flanco herido,
crispados como este hombre que medita en la muerte.

Gabriela Mistral vive, se transforma, envejece y sigue siendo joven. Porque su escritura se abre como se abre la vida, el conocimiento y la esperanza y temblamos con ella y dormimos con ella y recorremos sus iniciales torcidas y vueltas a torcer en ese mundo circular que sigue siendo el nuestro.

*Montserrat Martorell es periodista y escritora, Máster en Escritura Creativa y Candidata a Doctora en Literatura Hispanoamericana. Es académica del Departamento de Periodismo de la UAH y hace talleres literarios. Autora de las novelas “La última ceniza”, “Antes del después” y “Empezar a olvidarte”. Actualmente escribe su cuarto libro.

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