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Opinión

10 de Junio de 2022

Eso que llaman universalismo son políticas identitarias masculinas

La imagen muestra a la autora de la columna frente a la palabra universalistas y siluetas de hombres

El debate público se beneficiaría enormemente si más voces, en especial las autoproclamadas progresistas, tomaran conciencia de que eso que llaman universal es la generalización de la experiencia masculina.

Julieta Suárez-Cao
Julieta Suárez-Cao
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Desde hace algunos años venimos escuchando críticas de que la izquierda se ha quedado solo con temas “identitarios” y ha abandonado las banderas “universalistas” del siglo XX. Esto no es patrimonio exclusivo de Chile, los mismos reclamos se escuchan en todos los países de la región, en los Estados Unidos y en varios países europeos. Según los nostálgicos de la política “universalista”, cuando la izquierda dejó de hablarles a los obreros y pasó a ocuparse de demandas feministas, ecologistas, de disidencias sexuales, de pueblos originarios, esto es, demandas “identitarias post-materiales”, perdió el norte y la posibilidad de hablar por las necesidades de todo el mundo.   

Esta misma queja se ha replicado para el borrador de la Nueva Constitución: que hay demasiados derechos para grupos, que las instituciones con perspectiva de género e intercultural dividen y no unen a la ciudadanía, son algunas de los argumentos que se arrojan sin sustento empírico ni teórico alguno y que descansan en un presupuesto implícito que es que las políticas universales o de clase son ciegas al género. Sin embargo, muchos estudios han demostrado que el sesgo de género está incorporado desde su origen en nuestras instituciones y políticas públicas democráticas. 

Joan Acker nos dice que “la ley, la política, la religión, la academia, el Estado, y la economía son instituciones históricamente desarrolladas por hombres, actualmente dominadas por hombres y simbólicamente interpretadas desde el punto de vista de los hombres en posiciones de poder”. Esto se puede rastrear en el contrato sexual de las sociedades, un contrato implícito y previo a los contratos sociales que se presentan como universales pero que en realidad excluyen a la mitad de la población.

Así, como bien explica Carole Pateman, las mujeres son las excluidas del pacto social al quedar relegadas del ámbito de la producción y lo público y confinadas a la esfera doméstica y las tareas de reproducción. Desde este origen de pretensión universal del contrato social, pero claramente particular, las mujeres quedan apartadas de la política que se construye en oposición a las cuestiones estereotipadas como femeninas. 

Según los nostálgicos de la política “universalista”, cuando la izquierda dejó de hablarles a los obreros y pasó a ocuparse de demandas feministas, ecologistas, de disidencias sexuales, de pueblos originarios, esto es, demandas “identitarias post-materiales”, perdió el norte y la posibilidad de hablar por las necesidades de todo el mundo.   

Que la pretensión universalista intenta pasar el masculino particular por lo general no es nada nuevo. En plena Revolución Francesa, Olympe de Gouges perdió la cabeza por remarcar que los Derechos del Hombre y del Ciudadano no incluía a las mujeres y las ciudadanas. Cuando después de promulgada la ley de sufragio universal secreto y obligatorio en Argentina en 1912 una médica argentina intentó votar argumentando que la regla hablaba de ciudadanos y no hacía distinciones por sexo, la Corte Suprema falló en su contra respondiendo que si el Legislador hubiera querido que las mujeres participaran electoralmente habría extendido el derecho a lAs ciudadanAs (no se debería escaparnos la ironía de que más de 100 años se nos insiste a las mujeres que deberíamos sentirnos incluidas en el masculino genérico y “universal” en castellano).

A mediados del siglo pasado, Simone de Beauvoir también nos advertía que “la representación del mundo, como el mismo mundo, es obra de los hombres; ellos lo describen desde su propio punto de vista, que confunden con la verdad absoluta”.

Muchos estudios han demostrado que el sesgo de género está incorporado desde su origen en nuestras instituciones y políticas públicas democráticas. 

Un claro ejemplo de cómo esta pretensión universalista es en realidad una política identitaria masculina tiene que ver con las políticas públicas asociadas a la socialdemocracia y al Estado de Bienestar. Las políticas históricamente asociadas con los estados de bienestar están pensadas para los hombres trabajadores y ofrecen respuesta a las problemáticas asociadas con su labor: seguro de desempleos, protección ante accidentes de trabajo y pensiones. Esta conceptualización deja afuera del bienestar al trabajo doméstico no reconocido ni remunerado y muchas veces introduce sesgos que dejan fuera del mercado formal del trabajo a las mujeres. El bienestar de las mujeres necesita de otras políticas públicas y de otros derechos, otras políticas y otros derechos que hoy son tachados de políticas identitarias-no universales.

El debate público se beneficiaría enormemente si más voces, en especial las autoproclamadas progresistas, tomaran conciencia de que eso que llaman universal es la generalización de la experiencia masculina. Y de un tipo aun más particular de experiencia masculina porque otras de estas experiencias también son catalogadas, del mismo modo que se concibe a las experiencias de las mujeres, de específicas e identitarias, como la de los hombres de pueblos originarios y disidencias sexogenéricas.

Alcemos las voz cuando nos digan que las políticas y los derechos de las mujeres son reivindicaciones particularistas e identitarias en contraposición con las perspectivas de los hombres que durante mucho tiempo se han presentado como objetivas y universales, cuando en realidad son tan identitarias como las del resto de la población.

*Julieta Suárez Cao es profesora de la Universidad Católica y parte de la Red de Politólogas.

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