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Opinión

26 de Julio de 2022

¿Un alfajor chileno con el café?

Dulce chileno

Porque hace rato es más fácil conseguir una medialuna que un chilenito y pareciera que -otra vez- hemos perdido una batalla.

Álvaro Peralta Sáinz
Álvaro Peralta Sáinz
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La cosa no es de ahora, porque la verdad es que viene desde hace al menos un par de décadas. Si uno va a un café y quiere acompañar con algo su cortado, lo más probable es que se le ofrezca una muy argentina medialuna. En los grandes supermercados abundan estas mismas medialunas, pero también magdalenas, cupcakes, wafles y un montón de otros productos de bollería de tradición foránea. En Patronato las pastelerías coreanas están por varias esquinas y a juzgar por las filas de adolescentes que se forman afuera de cada una de éstas -sobre todo los fines de semana-, queda claro que el negocio anda bien.

Por otra parte, en las llamadas “panaderías gourmet” que se multiplican por la zona oriente de Santiago abundan también los panes de chocolate, los rollitos de canela, los eclairs y hasta los macarons. Tanto tiempo llevamos así que nuestros niños, adolescentes y jóvenes no solo incorporaron a su léxico todos estos términos y sus sabores asociados, si no que en muchos casos ignoran totalmente que existe una línea muy antigua de dulces chilenos. Es que claro, a esta abundancia en la oferta de estos productos dulces foráneos o de inspiración extranjera hay que sumar una escasa oferta de cocadas, chilenitos, empolvados, merenguitos y otras delicias de la dulcería tradicional y -para peor- en muchos casos de pésima calidad. 

Es que hay que saber también, aunque sea ya algo tarde, que una de las características principales de la dulcería chilena es que se trata de productos con corta vida. Es decir, pensados para ser consumidos idealmente durante el día o al día siguiente. Esto, porque el paso de las horas -y los días- los afectan principalmente por un proceso de evaporación. Es decir, nadie se va enfermar con un chilenito de hace cinco días, pero comerá un dulce más bien duro y con un manjar endurecido. Y lamentablemente, así venimos los chilenos degustando nuestros dulces en paradas de peajes (y los buses que aún dejan subir a algunos de estos vendedores), puestos camineros, terminales de buses y alguno que otro supermercado.

En este último caso, con una línea de productos más bien industriales, que se conservan mejor, pero que lamentablemente nunca tienen el sabor ni la textura que debieran. Así las cosas, lo más probable es que cuando alguien tenga la oportunidad de degustar un dulce chileno -donde sea que lo encuentre- se topará con algo más bien duro y seco. Incluso soso. Por lo mismo, el juicio de nuevas -y no tan nuevas- generaciones ante nuestra dulcería tradicional es tajante. No gusta demasiado y como consecuencia directa no compite de manera alguna con la verdadera armada extranjera de repostería dulce que se puede encontrar actualmente en el mercado y casi literalmente en todas partes. ¿Será una batalla perdida?

Tal vez sea hora de pensar no en cambiar nuestros dulces chilenos pero sí en adaptarlos a los nuevos tiempos. Me explico. Si quisiéramos competir con las medialunas y otros acompañamientos que se ven actualmente en nuestros cafés, me parece que habría que partir por reducir su tamaño. Es decir, acercarlos más a las dimensiones de una gran galleta o algo así. Porque seamos sinceros, nadie con mediana preocupación por su cuerpo y salud se pediría un café con un alfajor a media mañana de un martes. Así que por ahí me parece van las cosas. Dimensiones más pequeñas y tal vez uso de menos azúcar, manjar y otros ingredientes que actualmente tienen tan mala prensa. Pero claro, eso último es más difícil, porque no hay que transformar nuestros dulces en algo que nunca han sido. No nos olvidemos que por algo son “dulces”. Lo otro, que es bien complicado, es aprender de una vez que si compramos dulcería chilena en cualquier parte (incluso a una señora con un canasto en la carretera) es bien difícil que los productos vengan bien. Porque ya lo dijimos antes. Se trata de una dulcería delicada y que dura poco. Por lo mismo, el consejo sería comprar de a poco pero bueno, lo más cerca a cuando se consumirá. Es verdad que por escrito todo sale fácil, pero no es menor el hecho de que llevamos décadas comiendo mala dulcería chilena, lo que no ha ayudado en nada a la suma -o al menos conservación- de adeptos. Y claro, como país somos más que permeables a todo tipo de influencias foráneas, por lo que este ítem tampoco ayuda.

Es que claro, a esta abundancia en la oferta de estos productos dulces foráneos o de inspiración extranjera hay que sumar una escasa oferta de cocadas, chilenitos, empolvados, merenguitos y otras delicias de la dulcería tradicional y -para peor- en muchos casos de pésima calidad. 

Pero no todo está perdido. O no todo es malo. Como sea que quieran verlo. Porque a pesar de este oscuro panorama de todas maneras es posible encontrar algunas excepciones. Salones de té y hoteles que se preocupan por ofrecer dulces chilenos de alto nivel por ahí, y sobre todo gente con emprendimientos personal -la mayoría en Instagram- que ofrecen este producto como debe ser. Mención aparte merece la pastelera Camila Fiol, quien a pesar de elaborar una buena cantidad de dulces y pasteles de variadas latitudes, cada vez que se aproxima a lo nacional lo ejecuta con maestría y al mismo tiempo dándole una vuelta de tuerca a cada formato. Tal vez, en una de esas, por el lado de Camila Fiol va el futuro de nuestra dulcería. Para el final otro aporte que vale la pena destacar: Ruperto de Nola (Augusto Merino) y sus columnas en Wikén que durante años le han dado cabida a la dulcería tradicional chilena de una manera didáctica y a su vez entretenida. Probablemente nadie se toma más en serio -y disfruta- nuestros dulces que Merino.

Durante estos últimos días realicé el ejercicio de observar vitrinas con productos dulces en negocios de distinto tipo y en diferentes comunas de Santiago. En todos el panorama fue más o menos similar: abundaban los capcakes, waffles, donas y otros. ¿Algún dulce de inspiración nacional? En algunos locales encontré, pero muy pocos y siempre -pero siempre- relegados a una esquina de la vitrina y con pinta de llevar un buen tiempo ahí. Antes mi misma pregunta en todos los negocios (cerca de una docena) la respuesta fue la misma: “los dulces chilenos son los que menos se venden”.

No se trata de pedir una ley que proteja al empolvado ni prohibir los cupcakes en los cumpleaños infantiles. Hace rato que vivimos en la aldea global y mi punto es otro. Que justamente porque vivimos cada vez en un mundo más global es que es necesario mantener al menos un grado mínimo de productos necesarios (en la alimentación y también en otros ámbitos de la vida) para recordamos quiénes somos y de dónde venimos. Todo puede convivir con todo, pero no es posible que un café santiaguino se parezca cada vez más a uno de Buenos Aires. Aunque claro, con mala atención. 

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