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Opinión

22 de Agosto de 2022

Indignación y patrimonio: del lugar común a la reflexión

Para un par de jóvenes el pintar un bubble (aquellas letras propias de la cultura hip hop que fueron rayadas en la cúpula del Bellas Artes), resulta algo más que un reclamo generacional o una expresión de individualismo desmedido: ¿qué significa para ellos el museo o el patrimonio?

Marcelo Mardones
Marcelo Mardones
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Hace unos días atrás, el video de una pareja de jóvenes realizando un grafiti sobre la sección superior del Museo Nacional de Bellas Artes se viralizó rápidamente. No se hicieron esperar las condenas al hecho que afectó a una obra emblemática para la ciudad de Santiago, construida bajo los planos del arquitecto Emilio Jéquier a inicios del siglo XX y un ícono de las celebraciones del Centenario republicano en 1910. Las notables características de este volumen, con el uso del hierro y la piedra que caracterizaron el auge del modelo de las Beaux-Arts primero en el contexto europeo, y luego en sus transferencias hacia las repúblicas latinoamericanas (ansiosas de imitar a sus referentes culturales), hicieron de su construcción un símbolo del desarrollo urbano de la capital chilena

Mistura de referencia neoclásicas con innovaciones técnicas aplicadas a la arquitectura, el modelo se expandió por la ciudad a través de otros edificios notables de Jécquier, como la Estación Mapocho o el edificio de la Bolsa de Comercio. Estos reflejaban la voluntad de la elite del periodo parlamentario a escenificar una ciudad acorde a la ideología del progreso liberal: ya desde la intendencia de Vicuña Mackenna en la década de 1870, la agenda urbana había apostado por este proceso de modernización que, influido por el higienismo y el impulso por embellecer Santiago, se tradujo en un ambicioso plan de obras públicas. Así, nuevos lenguajes arquitectónicos se fueron materializando en el espacio urbano, acordes a los imaginarios de la elite respecto a lo que debía ser la representación del progreso.

Pero la capital chilena siempre fue una ciudad dual: ella era reflejo de las tensiones propias de la ciudad latinoamericana. Espacio fundado en el dominio y la imposición cultural, las urbes americanas se formaron en el choque de dos realidades enfrentadas, como lo definía un texto fundamental del pensamiento latinoamericano en la primera mitad del siglo XIX, el Facundo de Sarmiento: la civilización (urbana) versus la barbarie (rural). Así, la elite se imponía el deber de disciplinar todo atisbo de disidencia en lo que Vicuña Mackenna llamaba, y sin pudor, la ciudad propia. Su control fue un asunto de especial atención, materializado a través de las reformas urbanas que además permitían el desarrollo de nuevas iniciativas inmobiliarias, un atractivo directo para inversores y la apuesta de una transformación continua.

Así, no fue casual que el desarrollo de iniciativas como la canalización del río Mapocho permitiera ocupar terrenos como basurales para diseñar sobre ellos el actual parque Forestal. Estas operaciones permitían expulsar a los pobres urbanos del sector, los que debían acomodarse en los conventillos cuyos propietarios comúnmente eran también dueños de los palacetes del área central consolidad, entre ellos los terrenos del borde río ganados mediante la inversión pública. De este modo, el embellecimiento de la ciudad también reafirmaba algunos fenómenos que se han mantenido hasta nuestros días en Santiago como la segregación espacial y el maridaje entre inversión fiscal e interés privado (un excelente negocio), además de una brecha material y cultural entre la urbe popular y el espacio público de la oligarquía. 

Esto fenómenos tienen continuidad histórica hasta nuestros días. Si la ciudad burguesa (como llamaba el historiador José Luis Romero a las urbes latinoamericanas del paso entre los siglos XIX y XX) era un espacio diferenciado, las metrópolis masificadas que surgieron del crecimiento demográfico y espacial desde la década de 1930 continuaron experimentando esta distancia. La ciudad de las tomas y los campamentos que proliferó hace medio siglo era la contraposición a cualquier planificación impulsada por gobiernos del más diverso cuño político durante el siglo pasado: mientras los centros históricos y los monumentos en ellos contenidos podían mantener una narrativa histórica de lo que había sido la ciudad o su proyección futura, en sus periferias surgía un paisaje nuevo marcado por la carencia y la precariedad material.

Y en ella se formaba también una sociedad nueva, donde la pobreza urbana se ampliaba en el crecimiento demográfico acelerado, que a fines del siglo XX alcanzó en Santiago los casi cinco millones de habitantes. Para quienes vivían en los márgenes metropolitanos, varias generaciones estarían marcadas por la experiencia de habitar una ciudad de realidades en contraste; los que por cuestiones laborales o de servicios se movilizaban por la capital, el choque entre escenarios urbanos podía resultar brutal. La consolidación en nuestra cartografía sociocultural de un espacio como la plaza Baquedano / Dignidad, en cuanto a frontera de dos urbes diferenciadas por los ingresos, tiene indudables raíces en este movimiento interno que enfrenta realidades en forma cotidiana.

Creo que, a partir de octubre de 2019, la ciudad de las periferias de una u otra forma se ha permeado hacia aquellos espacios simbólicos que surgieron en la metrópolis masificada. El paisaje de los bordes, percolado esta vez en los espacios sacralizados de la institucionalidad, ha evidenciado un choque cuyas causas es imposible comprender si nos quedamos en caricaturas como las planteadas por Iván Poduje y otros polemistas de bajo vuelo. Los sucesos ocurridos tras el estallido social y sus repercusiones hablan no solo de un cambio acelerado del ciclo político surgido post dictadura, sino del surgimiento de un mundo nuevo que requiere nuevos marcos de comprensión para el espacio público y sus tensiones, de la construcción (pendiente) de un nuevo pacto entre ciudadanía y ciudad.

De este modo, el embellecimiento de la ciudad también reafirmaba algunos fenómenos que se han mantenido hasta nuestros días en Santiago como la segregación espacial y el maridaje entre inversión fiscal e interés privado (un excelente negocio), además de una brecha material y cultural entre la urbe popular y el espacio público de la oligarquía. 

Una reflexión urgente ante este escenario es discutir nuestra noción del patrimonio. Tal como ocurre con la Historia, en particular esa de carácter oficial materializada en el curriculum y los contenidos promovidos en el ámbito escolar, la distancia entre aquello que la ciudadanía considera como relevante para la formación de su memoria e identidad puede distar profundamente. Para un par de jóvenes el pintar un bubble (aquellas letras propias de la cultura hip hop que fueron rayadas en la cúpula del Bellas Artes), resulta algo más que un reclamo generacional o una expresión de individualismo desmedido: ¿qué significa para ellos el museo o el patrimonio? Claramente no lo son aquellos discursos que materializan en el indudablemente valioso edificio de Jécquier: lo que de hecho está sucediendo es la emergencia de un lenguaje cargado de política, la misma que las imitaciones de Banksy a unas cuadras del lugar celebraban en una exposición pagada. 

¿A quién pertenece, por lo tanto, la idea y el sentido del patrimonio? Quizás en esta perspectiva el rayado sea algo más que una expresión condenable por atentar contra un monumento protegido por la legislación de monumentos, sino más bien un reclamo; mediante una provocación estética puede haber una invitación a reflexionar sobre un punto donde cristaliza la distancia que ha marcado el desarrollo de nuestra cultura urbana.

No podremos avanzar en mitigar estas tensiones si nos limitamos hipócritamente a condenar mediante cartas los ataques al patrimonio material desde instituciones académicas (las mismas cuyos financistas no han tenido el mínimo pudor para destruir barrios y entornos con volúmenes de escala desmesurada y operaciones inmobiliarias encubiertas), pero sin hacernos cargo de las heridas profundas que estos hechos revelan. Es quizás también la hora de que el Museo de Bellas Artes, dirigido por un arquitecto de visión amplia como Fernando Pérez, enfrente el desafío de cuestionar su rol en el nuevo escenario público, en cómo su propuesta no solo curatorial, sino también social, se relacionará con este nuevo horizonte. Y es curioso porque el Museo de Arte Contemporáneo que constituye la sección poniente del mismo volumen, con su fachada en ruinas y aún no intervenida, parece enfrentar este dilema de una forma diferente: en un espacio urbano, deseo idealizado y decadencia conviven como un relato de nuestra contemporaneidad.

¿A quién pertenece, por lo tanto, la idea y el sentido del patrimonio? Quizás en esta perspectiva el rayado sea algo más que una expresión condenable por atentar contra un monumento protegido por la legislación de monumentos, sino más bien un reclamo; mediante una provocación estética puede haber una invitación a reflexionar sobre un punto donde cristaliza la distancia que ha marcado el desarrollo de nuestra cultura urbana.

Si este proceso de reinvención del sentido e identidad del patrimonio logra cuajar, quizás logremos integrar las expresiones e imaginarios de sectores cada vez más amplios de la sociedad, urbana o no, en un espacio común. Para evitar este conflicto hoy abierto y a ratos lacerante debemos dejar de lado las pontificaciones y pensar, tal como lo ha hecho recientemente la antropóloga Francisca Márquez, en cómo dentro de las ciudades latinoamericanas las ruinas urbanas hablan de los cuestionamientos sociales e incluso políticos a la cultura. Sin estas preguntas, parece difícil que logremos conciliar estas posiciones bipolares entre la ciudad de los extremos y la que la elite aún reclama como propia sin entender de forma mínima el contexto donde está instalada. Necesitamos así, replantearnos qué entenderemos por la noción de patrimonio y cómo nos educaremos en un nuevo paradigma, en una nueva memoria.

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