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26 de Agosto de 2023

Una noche, todas las noches: A 30 años del incendio en la discotheque Divine de Valparaíso

Ilustración: Camila Cruz

Claudio Jorquera tenía 23 años y era el DJ recurrente de la disco gay Divine cuando el 4 de septiembre de 1993 un incendio terminó con la vida de 16 personas. A tres décadas de la tragedia -cuya investigación terminó sin culpables-, reconstruye aquella noche en la que murieron cuatro de sus amigos y cómo marcó su vida. Esa noche del 93, afuera, y con la discotheque aún en llamas, la gente se agolparía a mirar, gritar, insultar. Claudio cuenta que nadie lo ayudó a cruzar al otro lado de la calle. “¡Claudio! ¡Claudio Jorquera!” escucharía de pronto. Era el único de sus amigos que logró salir de la discotheque esa noche.

Por Felipe Gacitúa Rubio

En la oscuridad del segundo piso de un edificio antiguo en Valparaíso, hay dos cuerpos que se aproximan. “Are you ready, boy?” dice una voz femenina por los parlantes. El pulso de la música hace vibrar la madera añosa bajo los pies, y esas fibras desconocidas dentro de cada uno. El ritmo de la música se acopla a las pulsaciones del corazón, que se acelera cuando la distancia es mínima. La oscuridad se esfuma con el trazo de una luz dorada, púrpura, roja intensa, blanca. Las luces develan intermitentemente la identidad de dos hombres, que se buscan al intenso compás de Catch me I’m falling’, de Pretty Poison. Es una noche de viernes, septiembre de 1993. El edificio está en Valparaíso, calle Chacabuco, numeración 2687, casi en la esquina con calle Uruguay. Los dos pisos superiores del edificio refugian la fantasía que suscita su nombre: la discotheque se llama Divine.

Ahí se condensa una afiebrada sensación de despojo y libertad, pero también resulta un acto performático, un baile trasnochado en contraste con el Chile de afuera, que ve asomarse una democracia tibia: la palabra “libertad” aún seguirá asociada a la palabra “oculto”. Apostados a un costado de la pista, uno le ofrece fuego a otro. La llama descubre en su totalidad el semblante tosco, la barba incipiente. Las miradas se inquietan, el fuego se apaga y el encuentro en la pista será más intenso.

Desde lo alto de la discotheque, dentro de una caseta, la escena la observa un hombre joven. Se llama Claudio Jorquera, tiene 23 años, y junto con tener la mejor vista del lugar, puede controlar la atmósfera a través de la música, como DJ recurrente del lugar. Cada noche da vida a la Divine, estimulado por el grito enloquecido de la multitud cuando el empalme de dos canciones calzan perfecto. Desde ahí, ve a los cinco amigos con quienes llegó a pasar la noche. Antes estaban en el departamento de uno de ellos, con la música a un volumen moderado, hablando, entre muchas otras cosas, de cuidados, miedos, resguardos. Uno dijo “vamos a bailar”.

Llegaron en dos autos. Adentro, el miedo escurre en forma de transpiración. Cuando entraron, vieron la decoración del escenario: una versión drag de la teleserie Ámame será el número de fondo. También, sintieron un fuerte olor a neoprén y a petróleo: las alfombras estaban recién pegadas y el piso se enceró con bencina para evitar las caídas. A pesar de las taras impuestas, desde esa caseta y operando los controles, Claudio ve que ser gay también puede emparentarse con adjetivos ajenos al odio, el clasismo, la discriminación, la burla. Las vibraciones por los bajos de la música sintonizan con la emoción de ser parte de algo, de que no está solo.

Claudio, el DJ recurrente de la Divine, como tantas noches, bajará hasta donde están sus amigos. Una canción los envolverá. Pero será la última. Pronto alguien gritará “¡Incendio!”. El fuego casi no dejará vestigios y la discotheque se volverá un eslabón más en la lista de tragedias chilenas: se hablará durante años de “el incendio en la Divine”. Quedará en eso. De sus cinco amigos que divisa y saluda desde la altura, solo uno sobrevivirá con él. La vida de Claudio estará signada para siempre por el incendio, pero su historia no empezó esa noche, ni mucho menos terminó ahí.

Claudio Jorquera hoy. Fotos: Felipe Gacitúa.

***

Sobre la mesa del comedor hay una revista “Cosas” deteriorada, abierta. “Divine, 13 años después”, dice la portada del reportaje. Claudio acomoda un par de sillas. “Si quieres te puedes sentar ahí, que es la silla donde se sienta… se sentaba mi papá”. La casa está en la población Riesco de Viña del Mar, y es parte de un conjunto habitacional entregado por la CRAV (Compañía de Refinería de Azúcar de Viña del Mar) a sus trabajadores. Sobre un mueble bajo el televisor hay una foto en blanco y negro de sus padres. Ella usa un traje de dos piezas claro, él un traje oscuro. Ella sonríe, él también. Ella ya falleció, él está en el segundo piso de la casa. Claudio Jorquera hoy tiene 54 años, y dice no ser una persona creyente, pero hablará de ángeles, paz, cielo, infierno. Hablará de su madre con veneración, no así de su padre.

Es 1986. Claudio tiene 16 años, es de noche y va en un auto desde Viña del Mar a Valparaíso. Quien maneja es P., un amigo suyo mayor que él cuyo nombre, como otros que mencionará, prefiere que vaya solo con la inicial. Se dirigen al Piccolo Mondo, a lo que será la primera noche de Claudio en una discotheque gay. En el camino, Claudio va rezando. En ese momento de su vida, Claudio sí era creyente.

—Yo soy, siempre he sido gay, nunca he salido del clóset, desde que tengo conciencia, así que para mí no es tema, nunca lo fue.

Para Claudio, su descubrimiento partió cuando niño, pero como un juego. En ese auto que atraviesa la avenida España que une Valparaíso con Viña del Mar, Claudio reza por algo que vendría asociado a ese mundo nuevo, ya de grande: el miedo.

—De partida, ir a Valparaíso en esos tiempos era complicado, entonces ya ahí uno iba con la guata apretada.

En la entrada de la discotheque una mujer alta, grande, maceteada, pero con aspecto de hombre. Su asombro es completo cuando ve que la guardia es pareja de la encargada del bar. Pero adentro fue donde algo cambió todo para siempre.

—Llegamos a un segundo piso y ahí yo no lo podía creer porque… Era la primera vez que yo veía luces de una discotheque, gente escuchando una música maravillosa, sonaba increíble, era como entrar a una dimensión desconocida.

Cuenta que al llegar al segundo piso del Piccolo Mondo, P. le presentó a la transformista que oficiaba de anfitriona. El impacto de Claudio fue rotundo, y su única referencia al verla, con esa peluca escarmenada, voluminosa y cubierta en una bata brillosa, fue Celia Cruz. Ella se acercó y Claudio la abrazó como si fuese su mamá.

—Y dije “listo, esto es lo que yo quiero, este es mi mundo, aquí me quedo”.

Sobre el mueble y bajo el televisor, además de adornos y la foto antigua de sus padres, no se ven figuras religiosas. Claudio ya no es creyente, sin embargo, habla de ángeles.

—Me considero muy afortunado, porque nunca, nunca, me pasó nada. Para mí, P. en ese momento fue como un ángel. Me cuidó. Como te digo, yo no soy creyente, pero siento que él en ese momento fue eso para mí, porque nunca me pasó nada.

Esa noche del 93, afuera, y con la discotheque aún en llamas, la gente se agolparía a mirar, gritar, insultar. Claudio cuenta que nadie lo ayudó a cruzar al otro lado de la calle. “¡Claudio! ¡Claudio Jorquera!” escucharía de pronto. Sería P, el único de sus amigos que logró salir de la discoteque esa noche.

***

La noche del incendio, la Selección Chilena sub 17 de fútbol juega ante Polonia por el tercer lugar del Mundial de Japón. Chile gana por penales. Jóvenes transpirados se tocan, se abrazan, se besan, ríen; jolgorio, alegría, euforia. En la Divine, más de alguna noche ocurrió lo mismo. “Pero es distinto”, dirán. Con la discotheque aún encendida, el partido terminaría y algunas personas llegarían a las afueras a mirar.

***

Claudio sostiene la caja vacía de uno de los cassettes que puso alguna vez como DJ en la Divine, que es de los pocos elementos vinculados a la discotheque que conserva, además de los recuerdos.

Hace algunos años fue diagnosticado con mielitis transversa. Su enfermedad lo ha tenido hospitalizado dos veces en la unidad de cuidados intensivos, la segunda vez cuenta que su familia ya había contratado los servicios fúnebres.

—Me iban a desconectar, pero pidieron una segunda opinión y el médico dijo que no, que había que esperar.

Si bien se podría pensar que la música lo condujo al centro de la tragedia, para Claudio haber sido DJ va mucho más allá de eso: la música es lo más importante en su vida; en más de una ocasión dirá que la música lo salvó.

***

Años 80, y Claudio ve en el rostro de sus padres las hendiduras de la crisis económica. Conoce a su primera pareja, F., un hombre varios años mayor que él. Con él conoce dos mundos: el de la alta sociedad de la capital por el día, la fábula gay santiaguina por la noche. Va a la discotheque Quásar, donde ve actuar a Francis Francoise, emblema del transformismo en Chile, y la mítica Fausto, donde conoce a Mauricio Terrazas, DJ de la discotheque, quien lo empuja a “tocar” la música, además de escucharla. Con él graba cassettes y aprende la técnica que llevará a Valparaíso.

Unos años más tarde, la Piccolo Mondo estaría próxima a desaparecer. Con eso, el puerto y el mundo homosexual perdería la única instancia donde poder correr el velo de la noche. Pero dos entusiastas del negocio nocturno —Arturo Masafierro y Nelson Arellano— aparecen en el breve mapa del circuito gay chileno. Instalan la discoteque Galao, la antecesora de la Divine: Era pero… un horror”, cuenta Claudio. Cumbia, peleas, peligro.

El tiempo pasará. La Galao se transformará en la Divine, E. será su DJ oficial, “el único DJ del mundo al que no le gustaba poner música”, recuerda Claudio, y él lo relevará esas noches. Será parte del staff de la discotheque como DJ suplente, pero ad honorem. No recibirá ningún pago, porque —comenta— no estaba disponible “para los malos tratos que acostumbraba uno de ellos”, Nelson Arellano. Con la música que traía Claudio, algo cambió en la discotheque. Gente llegaba de Santiago y el lugar comenzaba a levantar un aura de misticismo.

—Yo, al final, era un personaje ahí. Por eso, cuando fue el incendio, no había celular ni nada, todos me dieron por muerto. Todos.

La corta historia de la Divine develó lo peor de ese país. Claudio no es creyente, pero dirá que por la discotheque vivió “el cielo y el infierno”. Luces, música, baile, alegría, cuatro palabras que Claudio asocia directamente a la discotheque. También, fuego.

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2003. Programa Testigo, de Canal 13, a 10 años del incendio en la Divine. Habla Nelson Arellano, uno de los dueños de la Divine: “Lo lamento por mis amigos que se fueron, poh. Lo lamento por ellos, pero hay que seguir viviendo(…). Tengo que entregar un local bueno, tengo el mejor local de Concepción… Es un logro. Tengo expectativas nuevas de abrir otros negocios”.

Dos momentos del incendio de 1993. Imágenes: Movilh.

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Sábado 3 de septiembre de 1993, pasadas las tres de la madrugada. Se escucha un estruendo. Detrás del tumulto, el suelo comienza a ceder. Sobre Claudio y el resto de los asistentes -recuerda- caen escombros. El fuego empieza en la puerta de entrada. Se propaga rápidamente hasta el primer piso de la discotheque. El pegamento de las alfombras y el suelo de madera cubierto de petróleo son alicientes del fuego, además de las redes de pescar que cuelgan del techo, que ya son alcanzadas por las llamas.

Unas 70 personas -aunque el número sigue siendo inexacto según la investigación- corren desesperadas por toda la discotheque. Se agolpan en la supuesta salida de emergencia, pero esta no se abre. Claudio va hacia la guardarropía y ve al joven que atiende, una de las víctimas del incendio, que mira agachado y absorto cómo el fuego se acerca. Claudio ve el tumulto en la escalera: él sabe que esa puerta se habilita solo para ventilar cuando hay mucha gente. Corre hacia el baño, hay mucho humo: entre ocho y diez hombres están tirados con la cara tapada. Perdió de vista a sus amigos.

Sube por la escalera hacia el tercer piso. La luz recién se corta por completo. Claudio baja nuevamente. Va hasta donde toda la gente se empuja, se aplasta, intentando salir. Claudio está ubicado en la mitad de la escalera, hacia arriba. Los gritos son ensordecedores. La presión, asfixiante: además de estar con cadenas, la puerta y la mampara se abren hacia adentro. Claudio se hinca, pierde fuerza en la piernas, se ahoga, comienza a desvanecerse, a quemarse. “Tania… Tania…”, murmura hasta gritar.

Una mano. Un hombre le toma la ropa y lo tira del pecho. “Despierta”, le dice. La mano está enguantada. “Te voy a sacar, pero tienes que salir rápido”. Debajo de Claudio, personas, conocidos, amigos. Claudio mira hacia abajo y logra ver una luz: es la ventana superior de la puerta. El bombero saca a Claudio por ahí. “Salta”, le dice alguien del otro lado. Lo reciben, lo dejan en el suelo. Claudio se arrastra. Escucha gritos, insultos, risas. Se sienta en la vereda contraria. Un poco más allá, dos bultos cubiertos con un nylon. “¡Claudio Jorquera… Claudio Jorquera!”, escucha que alguien grita a lo lejos.

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El llamado al cuartel de bomberos llegó a las 3.30 de la madrugada de ese 4 de septiembre. El fuego se originó en el tablero eléctrico ubicado en la entrada, la puerta norte de la discotheque, debido a una sobrecarga en las conexiones. La otra puerta era la salida de emergencias, pero estaba cerrada con cadena y candado. Los asistentes se agolparon ahí, pero las puertas se abrían hacia adentro, lo que dificultó la evacuación. Algunos escaparon por las ventanas del segundo y tercer piso del edificio.

Hay datos que señalan un total de 73 personas que fueron a la discoteque esa noche; sin embargo, debido a los resquemores de la época —que continúan hasta hoy—, no hay total certeza de la cifra exacta. Sí del número de víctimas. Las labores de búsqueda tomaron dos días, pero solo 11 años después se conoció la nómina oficial de víctimas reales, un total de 16: 14 quemados, 1 asfixiado y 1 por caída. Cedieron los dos pisos del edificio, hasta su completo derrumbe. Su fachada fue restaurada, y actualmente se mantiene funcionando la placa comercial del primer piso. En 2005 fue instalada una placa conmemorativa en la vereda con el nombre de las víctimas. “El fuego encendió nuestro espíritu”, dice.

***

La prensa de la época devanea entre la mediatización frívola y el morbo en la cobertura de la tragedia. Jorge Suez, periodista de La Tercera en ese entonces, reporteó el incendio en la Divine, y recuerda algunos factores que pudieron propiciar ese tipo de coberturas:

—El hecho en sí llamó la atención de todos por la desgracia humana que significó, por visibilizar uno de esos rincones ocultos de Valparaíso (…) Y también por la especial dificultad que hubo para acceder a detalles como identidades de los clientes o asistentes.

Años más tarde un sketch del programa de humor Plan Z, emitido entre 1997 y 1998, muestra a dos bomberos revisando los escombros del incendio en una discotheque clandestina llamada Pupy’s. “Oye, pero esto es un cementerio de celebridades, compadre”, dice uno de ellos. Mencionan nombres y tosen por el humo al decir el apellido: Juan Antonio, César Antonio, Andrea, Julio, “el Profesor”, Guido, Raúl, Fernando, Jorge. Al final, se quedan mirando consternados un rincón. “Y… quién va animar ahora la…”. El otro lo interrumpe: “No sé… pobres niños”.

Uno de los mitos fue que el incendio lo provocó un veterano de la guerra de Vietnam, un tal “vietnamita”, que vivía en los cerros de Valparaíso. Rolando Jimenez, en ese tiempo vocero del Movilh (Movimiento por la Liberación Homosexual), ante la deficiencias en la investigación, tomó parte en la búsqueda de culpables del incendio. Hizo eco, también, del supuesto ataque incendiario.

—En ese momento, cualquier hipótesis sonaba plausible. Pero nosotros investigamos y llegamos a las mismas conclusiones que los fallos, porque había cosas que nos imponía hacer el sentido común. Esa versión le convenía a los dueños de la discoteque. Sí asumimos responsabilidad al haberle creído al Mums (en esa época, Movimiento Unificado por la Minorías Sexuales, hoy Movimiento por la Diversidad Sexual), que siempre declararon que pedían la reapertura del caso. Estuvimos cinco o seis años creyendo eso, y cuando fuimos a ver el expediente, no había ni una sola solicitud de reapertura.

En su informe, el Movilh apunta a la gestión de Gándara como el gran escollo para encontrar justicia —”detallando las diversas responsabilidades e inmoralidades en que incurrieron los propietarios de la discoteca, y en buena medida también el juez Gándara y el sistema judicial de la época”—. En 2003, con Gándara entrando a jubilación, cualquier sanción penal ya quedaba prescrita. El Movilh insistió en que el caso al menos se cerrara con una declaración “donde quedara claro que la causa del incendio fue producto de un desperfecto eléctrico, pero provocado por las malas instalaciones”. En 2009, la jueza Montenegro sostuvo que, de haber actuado a tiempo, se podrían haber procesado al dueño, Nelson Arellano y a su regente, Arturo Masafierro, por cuasidelito de homicidio. Es tarde. Ese mismo año, la jueza “sobresee definitivamente en el conocimiento de esta causa por encontrarse prescrita la acción penal”.

2023. La fachada del edificio está restaurada, pero en los dos pisos superiores, donde estaba la Divine, no hay nada. A un costado hay una carnicería. Los maestros, hombres que ya tienen sus años, dicen que no se acuerdan mucho. A 30 años del incendio, si bien hay memoria, no hay culpables ni responsables.

El próximo 4 de septiembre el Movilh hará una ofrenda floral en la bahía, con el nombre de las 16 víctimas, en una lancha que zarpará desde el muelle Prat, a las 13 horas. Además, habrá una velatón afuera de donde estaba la discoteque y entregarán una carta en la Municipalidad, solicitando que las instituciones no sigan insistiendo en la hipótesis de un ataque incendiario.

La fachada del edificio donde estaba la Divine, en Valparaíso, hoy tiene negocios.

***

Claudio se queda en silencio. Aprieta los labios. Suspira.

De pie, simula el recorrido de esa noche en la Divine. Toma aire. Habla.

—Yo… Pensaba en mi sobrina. Dos meses antes había nacido. Mi hermano, por quien yo escucho la música que escucho, me había dicho que fuera el padrino de la Tania. Imagínate… Si yo estoy vivo contándote esto, es por ella. “Tania, Tania”, decía yo ahí. No me quería morir, quería disfrutar mi vida con ella.

Sobre la mesa de centro del living, hay una foto enmarcada de Claudio abrazando a Tania. En la foto, Tania es una joven. Hoy tiene 30 años, vive en Europa, pero Claudio asegura que su conexión es especial.

***

Sábado 4 de septiembre de 1993. Son más de las cuatro de la mañana. El auto de P. está afuera de la casa de Claudio. P. sostiene a Claudio en sus brazos. Golpea la puerta con el pie, grita. El pasaje se despierta. Por la ventana del segundo piso, se asoma su mamá. En el living, P. recuesta en el sillón a Claudio. En la casa también viven su hermano, su cuñada y su hija recién nacida, Tania. La madre de Claudio le toma la cara, lloran juntos: sus manos están ensangrentadas y varias partes de su cuerpo fracturadas. Una vecina enfermera llega a asistirlo e inyectarle calmantes. Su papá nunca se levantó. Su mamá lo ayudó a acostarse hasta que se quedó dormido.

A la mañana siguiente, su papá le dijo: “Quiero que te vistas y te vayas de la casa”. Claudio no se iría, pero sin decirle nada a sus jefes, no volvería a su trabajo en una agencia aduanera de Valparaíso. El resto ya es otra historia, esa que lo acompaña hasta hoy.

***

—Yo sé que suena cliché, pero la vida da muchas vueltas.

Claudio sonríe tímidamente. Suspira. Su padre hoy tiene 80 años, vive postrado en su cama en el segundo piso de la casa y se dedica prácticamente a tiempo completo a sus cuidados.

—Ahora estoy cuidando a ese mismo caballero. Que llora, que pide disculpas. Él sabe lo que hizo, porque me lo ha dicho. Ahora somos amigos. Soy hijo y él papá, ahora. Nos cuidamos, nos acompañamos, lo baño, le doy los medicamentos. Yo siento que estoy en paz.

En la página siguiente al reportaje de esa revista “Cosas” se ven las páginas sociales: un club de golf, gente rubia con lentes oscuros y trajes. Sonríen. 

—No quiero que se olviden de esto que pasó. Porque no solamente fue el incendio, ahí salió lo peor de lo peor de la sociedad. Amigos míos todavía no le han dicho a sus familias que estuvieron en el incendio, por miedo. La familia de alguno, en su funeral, dijo que murió de un infarto y no en el incendio. Muchos tuvieron que llegar a la casa, bañarse, botar la ropa y aquí no ha pasado nada. Porque en esos tiempos, ser maricón era la escoria de la sociedad.

El miedo, esa compañía indeseada.

—Luces, muchas luces, maravilloso. Pero en esta parte oscura, aún no hay justicia. No puedo creer que el Estado… aquí no ha pasado nada. Nuestra vida fue maravillosa también, pero miedo, poh… ¿Miedo de qué? ¿Qué hice yo, qué mal hice yo para vivir con miedo?

***

Viste una chaqueta de color celeste, o roja, o amarilla. Su camisa es blanca, y lleva puesta una corbata de colores. Su pelo está engominado y tiene la piel bronceada. “Lo que se vivió en la Divine antes del incendio, fueron recuerdos solamente lindos recuerdos. En ese tiempo era complicado ser maricón, porque no existía la palabra gay, entonces era el momento que uno se desconectaba, uno iba como a un lugar seguro”.

Es histriónico, extravagante en su justa medida, sonriente. Desde la altura de la caseta en 1993, la gente lo reconoce, se acercan a saludarlo. “Nosotros los gay somos, a pesar de que son otros tiempos, teníamos todo en contra e igual disfrutábamos nuestra vida”.

El cassette que está sonando ya está por acabarse, y en el siguiente la mezcla tiene un nombre va a hacer furor en la pista: DJ Dero. “Todas esas noches eran maravillosas. Mucha luz, mucha alegría”. Abre el cassette, lo introduce en el equipo. La caseta vibra. La gente grita, se toma el pelo y el cuello y los gestos se despojan del pudor en la oscuridad. “Yo agradezco, mira qué raro, pero agradezco haber vivido esos años en la Divine, fueron tiempos maravillosos, lindos, peligrosos también, con una sociedad encima, pero así y todo uno se las arregló”.

Desde la pista le hacen gestos, él se saca los audífonos para escuchar: “¡Buena Claudio!”, le gritan. Tira besos, hace bromas, baila al ritmo de la música que programa. “No sé cómo va a sonar, pero me siento parte de esa lucha, soy parte de los que tuvimos que luchar para que esta nueva generación pueda disfrutar su vida, su sexualidad, y estar con quien quieran”.

En un rincón de la pista, Claudio, el DJ de la discotheque, divisa una pareja de hombres bailando al fragor de la música, su música. “No digo que después no lo haya sido, pero antes del incendio, yo fui el hombre más feliz del mundo”. A través de las canciones destella la fantasía en su estado puro, una noche, todas las noches.

Dos portadas con prensa de la época.

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