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Opinión

7 de Octubre de 2023

Columna de Hernán Rodríguez Matte | De Borges a Zurita: Literatos, laureles y licores

En su columna de esta semana, el escritor y guionista Hernán Rodríguez Matte escribe, a propósito del Premio Nobel de Literatura, sobre premiados y ninguneados. Y de cómo el galardón se ha vuelto un "Club de Tobi".

Por Hernán Rodríguez Matte

-“…Los verdaderos escritores no andan detrás de un premio. Los verdaderos escritores respiran su literatura; escriben porque no pueden hacer otra cosa y les importa un carajo si los leen o no. ¿Tú crees que Sartre escribía para ganarse un premio? Cuando le dieron el Nobel, lo rechazó y dijo que no quería tener el más mínimo compromiso con el poder. Ahí tienes a alguien de fierro. No como estos escritorcillos de plumavit que andan por la vida tratando de agradarle a todo el mundo”.

-Estas son palabras textuales de alguien que, por motivos de seguridad, vamos a nombrar simplemente como Dionisio. Dionisio es un conocido profesor de literatura que hace clases en una prestigiosa universidad estatal. Universidad estatal que probablemente no sabe que uno de sus profesores es completamente alcohólico. 

-“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.” ¿Te das cuenta de la profundidad de esas palabras? Jorge Luis Borges es el escritor más importante del siglo XX y esos suecos desteñidos no fueron capaces de darle el Nobel de Literatura. ¿Sabes por qué no se lo dieron?

-Daba lo mismo si le preguntaba por qué. Me lo iba a decir de todos modos. 

-Por culpa de Pinochet. 

-De nuevo con Pinochet. Siempre todo desemboca en Pinochet. 

A Borges no le dieron el Nobel de Literatura porque cuando vino a Chile el año 76, Pinochet lo nombró Doctor Honoris Causa y, ¿sabes lo que estaba pasando en Washington en ese mismo momento?

-Por favor, no me sigas preguntando cosas que no sé.

-Mientras Pinochet le ponía la medalla a Borges, en Washington le pusieron una bomba al auto de Orlando Letelier y lo mataron. 

-Me quedé congelado con la historia. Dionisio se tomó lo que quedaba de piscola de un solo trago. Apenas terminó de poner el vaso sobre la mesa le hizo un gesto al mozo.

-¡Otra!

-Luego me siguió hablando con vehemencia.

-Y cuando le preguntaron a Borges qué opinaba de Pinochet, ¿sabes lo que dijo? 

-De verdad Dionisio, por favor no me preguntes más.

-Dijo que era una excelente persona y que había quedado asombrado por su cordialidad y su bondad. ¡Su bondad! – repitió casi gritando. 

-¿Estás seguro de que eso fue así? 

-¿Tú crees que yo me informo en los matinales? Soy profesor titular de literatura y, además, soy mitad chileno, mitad argentino, así que sé muy bien de lo que estoy hablando. Por eso me da rabia cuando me vienen a hablar del Nobel, porque esos suecos desabridos andan con su varita mágica diciendo quiénes son los buenos y quiénes los malos, cuando en realidad son un club de europeos blancos ideologizados que solo se felicitan entre ellos. Solo el 15% de los premios Nobel de Literatura se los han dado a mujeres. ¡15%! – repitió–. O sea que, además de insensibles, son machistas. Virginia Woolf tuvo que escribir con el seudónimo de un hombre para que la tomaran en serio! Y eso que fue ella la primera que se atrevió a hablar de las desigualdades de la mujer en el arte y la literatura, que dicho sea de paso , escribió uno de los mejores ensayos feministas de la historia. ¿Y tú crees que alguien le dio un premio? La pobre terminó llenándose los bolsillos de piedras y arrojándose al río. ¿De qué premio me estás hablando, por favor?

Dionisio tiene la camisa manchada con aceite, la comisura de los labios con restos de un chacarero y sus ojos brillosos sumergidos en alcohol. Es un tipo admirable. Tiene un corazón tan grande y apasionado, que muchas veces la gente cree que está desconectado de la realidad, sin saber que son ellos los que están desconectados de la realidad, porque no logran ver que detrás de esa barba mal cuidada y el pelo sucio de hace dos semanas se esconde el alma de un hombre sensible que ha tenido que ponerse en guardia para evitar ser enterrado por la sociedad.

-“Yo no estoy en contra del Nobel, para nada”, siguió Dionisio, “Mal que mal son 900 millones de pesos. Igual te puedes comprar algo con esa plata. Lo que no me gusta es el “Club de Tobi” que tienen en la Academia. Ni a Proust, ni Kafka, ni a James Joyce, ni a Tolstói, el novelista más grande de todos los tiempos, lo quisieron meter al Club de Tobi. El único que tuvo el valor para apuntarlos con el dedo fue Hemingway cuando recibió el Nobel y dijo que la Academia se había equivocado al darle el premio a él y no habérselo dado a Tolstói, que sí lo merecía. Ahí tienes a alguien con el corazón bien puesto“.

-Dionisio le dio un largo trago a su piscola y siguió.

-Yo creo que los escritores son los artistas más importantes de la humanidad. De verdad lo creo. Si no fuera por ellos no se habrían conservado las leyendas, las religiones y las mitologías más importantes de la civilización. Está bien con los que pintaron sus manitos en unas cuevas, pero los verdaderos artistas son los escritores. Sin ellos nada de esto existiría.

-Al decir esto, movió los brazos y pasó a llevar la piscola que se dio vuelta sobre la mesa y mis pantalones.

-Perdona, compadre- dijo sin darle mucha importancia. Luego miró al mozo y le hizo una seña: ¡Otra!  

-“Yo creo que se está haciendo un poco tarde”, le dije.

-“¿Te quieres ir? ¿Te quieres ir?! Ándate, ¿cuál es el problema?”.

-“No es que me quiera ir, pero ya es medio tarde”.

-“Típico chileno. Amermelado, poca cosa, pusilánime. Por eso no avanzamos. Si al menos los chilenos leyeran a sus poetas, quizás habría una esperanza. Yo, que soy mitad chileno, mitad argentino, sé más de poesía que cualquiera de los que están aquí. “Las playas de Chile, rajadas de norte a sur como si el cielo mismo estallase, separándose del horizonte. Donde por todo el ancho del horizonte, la propia vida se les fue desprendiendo frente a sus ojos, límpida como una playa perfilándose entre la borrasca“. Ahí tienes a Raúl Zurita, alguien que debió haber ganado el Nobel, pero que no era miembro del Club de Tobi. Tener talento es solo la mitad del trabajo compadre. Tener relaciones políticas es la otra mitad. Eso se aplica a todas las cosas de la vida”, dijo Dionisio mientras se levantaba de la mesa para ir al baño. 

Me quedé solo con los pantalones y la camisa un poco mojados. Tenia sueño y ganas de irme. Pero a pesar de eso, sentía que tenía que esperar a Dionisio. Lo conozco hace años y le tengo afecto. Además, todo lo que me ha dicho tiene razón. Los premios no siempre son justos, pero es mejor que existan a que no. Alfred Nobel era un exitoso empresario de armas que, entre otras cosas, inventó la dinamita. Cuando su hermano Ludvig murió, la prensa se confundió creyendo que era Alfred y los diarios titularon: “El mercader de la muerte ha fallecido”. A partir de ese momento, Alfred cambió de rumbo y, en lugar de ser un mercader de la muerte, intentó convertirse en un mercader de la vida. Y hasta ahora lo ha logrado.

Premiar la medicina, la física, la química, la literatura y la paz es premiar también la vida. Los otros premios llegaron después, pero esos cinco fueron los originales. El cargo de conciencia de Alfred hizo que la humanidad pudiera avanzar un poco más. Los seres humanos reaccionamos cuando el daño ya está hecho. Ocurre a cada rato en la vida cotidiana. A veces el daño se puede reparar, pero a veces no hay vuelta atrás. Ojalá que eso no ocurra en la vida planetaria. Que hagamos un daño tan grande que sea imposible reparar y termine por exterminarnos.

Busqué a Dionisio con la mirada, pero no lo encontré en ninguna parte. Cuando le pregunté al mozo por mi amigo, me dijo que ya se había ido.

“Aquí está la cuenta”, -me dijo, entregándome un papel donde aparecían sus cinco piscolas, su pichanga, sus cuatro empanaditas de queso y un café doble. “¿En qué momento pedimos un café?” -le dije al mozo.

-“El caballero lo pidió para llevar”.

No podía creerlo. Después de todo lo que había tenido que escuchar de manera estoica, sin decir una palabra, me hace esta bomba de humo. Le entregué mi golpeada tarjeta al mozo que se fue a buscar la boleta. Sobre la mesa había una servilleta con algo escrito. La tinta estaba un poco corrida. El papel decía: “Se necesitan solo dos o tres años para aprender a hablar. Pero se necesitan como 60 años para aprender a escuchar. Muchas gracias por escucharme, amigo”.

Guardé la servilleta. Cada minuto con mi amigo había valido la pena. Al final del día, el afecto era el mejor premio que uno podía dar en la vida. Me despedí del mozo y me fui.

Hernán Rodríguez Matte, escritor y guionista de series.

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