Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Reportajes

21 de Octubre de 2023

Historias de personas mayores: entre los recuerdos, el éxito laboral, el amor y ese espacio que queda cuando llega la vejez

La Plaza de Armas es uno de los tantos escenarios donde la vejez adquiere una forma inadvertida. En su mayoría, hombres mayores, que, despojados del rol que alguna vez ocuparon, hoy están a un costado de un sistema completo. Quien conoce de roles, y luego de una vida interpretándolos, es el actor José Soza, quien a sus 78 años se enfrenta al más difícil: el de comenzar a dejar de serlo. En tanto Alicia Vega (92) y Eduardo Vilches (91), luego de pasar una vida juntos, reflexionan sobre lo que ha sido vivirla a través del arte, la docencia, la compañía eterna y también, la despedida que se acerca. Una crónica sobre ese espacio donde las personas mayores están, miran y esperan.

Por

Las esculturas que se ven aquí, en su mayoría, son de hombres viejos. Las arrugas denotan la edad y la gama de sus tonos de piel van desde un bronce deslavado hasta un mármol manchado por el tiempo. Tienen el semblante opaco, recto, circunspecto, hondo, perdido. Las esculturas que se ven aquí, en su mayoría de personas mayores, se mueven. Giran la cabeza ocasionalmente, con curiosidad disminuida o interés breve hacia algún otro costado de este jardín de esculturas. Las posturas son de abatimiento, reposo, descanso, desgano, introspección, flojera. Sobre todo, de cansancio. Otros tantos, de acuerdo a cómo están sentados, son un referencia directa a El pensador, del escultor francés Auguste Rodin: sentado con el puño derecho bajo el mentón, el codo apoyado en la otra pierna, mientras la mano izquierda cae rendida unos centímetros más allá de la rodilla.

Pero estos hombres, en su mayoría viejos, no representan el canon escultórico. Por el contrario, su fisonomía es provecta. Usan jockey —visera, gorra— chalecos, chaquetas de polar, pantalones de tela, zapatos o zapatillas deportivas. No responden a una estética, ni a un periodo artístico, ni están bajo el alero de una autoría: conforman un catálogo de esculturas de gente común, con nombres comunes —Luis, Héctor, Jorge—, anónima, sin embargo; que está, que mira, que espera. Que se obvia. Que se olvida.

Son las once de la mañana de un día miércoles de octubre, y a esta hora la Plaza de Armas de Santiago concentra una cantidad de personas mayores, en su mayoría hombres, que lucen agarrotados: una banca al sol, la escalinata del odeón, el borde de una taza que rodea uno de los ceibos o un poste sobre el que se apoyan presenciando lo que no ocurre. Su vida actual consiste en hacer pausas en una vida que se mantiene en pausa, en esa etapa que tiene el color del ocaso. Aquí, con el sol encumbrado y el calor apaciguado a ratos por la brisa que levanta el chorro de una hidrolavadora contra el pavimento, esperan a que el día avance más rápido, en la letanía de lo intrascendente, hasta que el ocaso tome su matiz definitivo.

Fotos: Felipe Gacitúa.

***

En Chile, hasta el último censo de 2017, habían contabilizados 2.003.256 personas mayores —de 65 años o más—, y para 2019, aumentó a 2.260.222. Ese año, del total de la población en “ocupación” (es decir, personas trabajando), las personas mayores alcanzaba un 6,28% de ese total. Con una pandemia mediante, el número de desocupados y cesantes creció en ese rango etario. En agosto de este año, la Superintendencia de Pensiones estimó en casi 2.300.000 los jubilados por vejez (jubilación por edad, anticipada y anticipada por fallecimiento). Sin embargo, y a pesar de los números, las cifras, los datos, no hay certeza de cuánta gente mayor vive en ese estado de extravío, de añoranza del rol que alguna vez tuvieron y por el que alguna vez vivieron.

***

La voz del actor José Soza es gruesa, profunda, única, reconocible, sobre todo. Abre las cortinas, acaricia a sus gatas —”esta se llama Piaf, y esta es la hija de ella, Natinha”— y sube a cambiarse de ropa. Tararea una canción mientras hace todo, que continúa hasta que baja, separa dos sillas de la mesa del comedor y se sienta.

Además del rol que tiene como José Soza, ha tenido otros, varios, muchos gracias a la actuación: payaso triste de circo, cura apartado de la iglesia, gitano colérico, general del ejército, brujo, vecino otrora agente secreto, chofer de colectivo, inmigrante judío, ciego, farmacéutico suicida.

“Me tocó un personaje tremendo, con un conflicto que en ese momento estábamos en la Unidad Popular, entonces esta cuestión a mí me llegaba”, recuerda.

El actor José Soza junto a su gata. Fotos: Felipe Gacitúa.

Para fines de los años 60, entró a estudiar teatro en la Universidad de Chile, y ya egresado en los años 70 conformó el elenco del Teatro de la Universidad de Concepción, donde actuó en su primera obra oficial, Los pequeños burgueses. Era la Unidad Popular, y en él el drama de la obra lo tocó donde nada antes lo había hecho. Dice que ahí partió todo. Comenzó a vivir de los roles; de alguna manera, dejó de vivir siendo únicamente él.

—El personaje estaba atrapado en esa tremenda angustia, estaba hecho trizas, porque él se sentía un pequeño burgués, que no era digno de estar en una revolución proletaria. Yo estaba tremendamente concentrado afuera y dije “bueno, ojalá que lo haga bien”—dice con un tono modesto. Y la señal, llegó.

—Entro al escenario y siento algo en mí, que hay una… no sé, una subida de tono en mi cuerpo. Y digo el primer texto y sentí como que era tan… verdadero.

Pero levitar implica caer.

—Sentía que eran textos que yo no podía soportar. Esto no va bien, dije. Si digo el otro texto me voy a caer muerto.

También ahí sobrevino algo que con los años entendería como depresión.

En pleno primer acto de la obra, empezó a intercambiar temples entre lo alegre y lo triste, acelerar y ralentizar ritmos, modificar los tonos de sus líneas. La angustia creció y recayó sobre él. Salió del cuadro corriendo, se escabulló como si fuese parte de la escena, tratando de salvarla de alguna manera. En su huída, cayó al piso. Llamaron a un médico y dijo que estaba en una crisis de pánico o de angustia. Volvió a escena, dopado, y no recuerda si continuó hasta el final o volvió a escapar.

—Uno cuando empieza en teatro, tiene la idea de que tiene que encarnar los personajes. Ser muy verídico en lo que hace. Pero ese no es un buen método. Porque no hay una distancia con esa actividad artística, se necesita esa distancia.

Con él han vivido hasta hoy, con 78 años, la actuación y la depresión. Y aunque un buen actor se distinga del resto por marcar los límites, los cruces entre un plano y otro son inevitables.

***

En 2022, el Observatorio de Envejecimiento de la Universidad Católica mostró los resultados de una encuesta donde se ve que en los dos años de pandemia, la ansiedad se incrementó de un 40% a un 52%; la depresión, de un 24% a un 38%. Entre otras cosas, el estudio arroja que las personas mayores que vivían solas tienen una diferencia de 10 puntos porcentuales a fines de 2021 entre quienes vivieron acompañados esa época. También, la 5ta Encuesta de Calidad de Vida en la Vejez, destacó que casi un 45% de las personas mayores en Chile siente un grado de soledad.

***

En el jardín de las esculturas hay artistas.

—El grafito porque es más económico, y los viejos porque son más expresivos.

Se llama Robinson Avello, tiene 61 años. Usa sombrero, tiene la barba blanca y los ojos claros.

—Son alegres, son entretenidos los viejos. Tienen una visión más relajada de la vida.

Desde los años 80 es uno de los retratistas ubicados en diagonal a la Catedral de Santiago, en la Plaza de Armas. Robinson Avello ha hecho talleres en conjunto con la Municipalidad para personas mayores, el último que hizo a principios de este año fue de muralismo.

—Si tú les preguntas, todos quieren hacer algo. Buscan tener una ocupación.

El volumen de voz de Robinson Avello es bajo. Junto a sus colegas, conforma la galería de submundos dentro de la Plaza de Armas: predicadores, los encargados de aseo municipal, grupos de turistas, grupos de inmigrantes, trabajadoras sexuales, que se insinúan a gente de paso, de entre veinte a cincuenta, promedio. Sentados en las bancas, viendo a las palomas inflar el pecho, los hombres viejos miran de reojo.

—Ellos no buscan entretenerse: buscan darle un sentido a la vida. A su edad, muchos de ellos han perdido por completo el sentido de libertad.

Robinson Avello se ríe. Se cruza de brazos y se toma la barba.

—Esto te lo digo porque, en el fondo, también me pasa a mí. En mi caso es más que nada la plata el problema. Vivo de la venta de cuadros y alguna que otra exhibición por ahí.

Una persona con acento caribeño llega a preguntar por el cuadro. “$110.000 que está a color, $80.000 este blanco y negro”. “Gracias, amigo”, responde y se va abrazado de su pareja. “Se pronuncia Avelo, pero sí, todo el mundo le dice ‘Avello’”, dice antes de despedirse.

***

La casa es antigua, de fachada continua, en un barrio cuyo origen fluctúa entre 1920 y 1940 en Ñuñoa. Es viernes 13 de octubre. “Juntémonos ese día, si no es supersticioso”, había dicho por mail. Eduardo Vilches, Premio Nacional de Artes Plásticas 2019, abre la puerta. Usa bastón, está encorvado. Saca un manojo de llaves. “A la Alicia la asaltaron, por eso pusimos esta reja”. Adentro, a la derecha, una habitación: un estante que ocupa todo un muro, lleno de libros; también, algunos premios, galvanos, diplomas enmarcados. En mitad de la pieza, una mesa con hormas de sombrero. Delante, una ventana que enmarca la plaza que está frente a la casa. En el alféizar, artículos religiosos. A la izquierda, otra. Es su taller. Desde la puerta hacia allá, un ventanal que da a un patio interior: helechos, enredaderas, glicinas trepadoras color violeta; luz plena. “Aquí está la Alicia”. En el sillón, de piernas juntas con las manos sobre sus rodillas y bajo la altura del techo que parece inmensa, ahí está Alicia Vega, investigadora de cine y profesora de cientos de talleres. Su pareja de hace casi 60 años.

Se sientan uno al lado del otro en la mesa del comedor. El sol se asoma y se esconde. Una ventana angosta, con botellas azules, rodea el espacio. Detrás de Eduardo, un estante con frascos vacíos etiquetados con nombres de medicamentos. Detrás de Alicia, la biblioteca de la casa.

—Yo estoy con el problema de… qué hago con todas estas cosas que van a quedar —dice Eduardo, con la cabeza inclinada hacia arriba.

Eduardo Vilches y Alicia Vega.

Él tiene 91. Ella, 92. Se conocieron en 1964. “Yo podría vivir con ella toda mi vida”, pensó Eduardo la primera vez que la vio. Se casaron un año después. Hoy, piensan en lo que queda: los libros, las plantas. La compañía. El jardín. El paisaje que enmarca, por ejemplo, una ventana. Antecedida de una pausa que denota pudor, mencionan la palabra legado, arrastrada, como no queriendo salir de ninguno de los dos.

—Lo que hice en relación con la gente, ya lo hice. Y eso va a continuar, en la medida que se sigan exhibiendo obras mías -dice él.

—Yo estoy chocha con el trabajo que he hecho -agrega ella.

Muchas de las cosas en su casa parecen resabios recolectados de los casi sesenta años juntos. En voz de Eduardo y Alicia, esa palabra —legado— prescinde del artilugio pretencioso del artista cuando su vida se comienza a apagar. “La vida se acaba y punto”, dirá Alicia, levantando las manos y las cejas, con sus ojos pequeños apenas abiertos, “y es maravilloso”. La disposición de los objetos en una casa supone formas íntimas de austeridad en la vida de quienes la habitan.

El arte para Eduardo apareció por casualidad. Alguien vio sus dibujos, alguien lo recomendó a otro alguien. Hizo un taller de pintura, otro de acuarela. Pero siempre fue autodidacta. Fue becado por la Universidad de Yale. Gregorio de la Fuente, Julio Escámez y Nemesio Antúnez fueron nombres clave en su vida. Estudió muralismo en la Escuela de Bellas Artes. Dejó de trabajar en una oficina como contador. Empezó a hacer clases en el Pedagógico de la UC. Conoció a Sewell Sillman, artista gráfico estadounidense. Se formó la Escuela de Artes de la Universidad Católica. Se hizo profesor y artista. En ese orden. Un día Sillman le dijo a Eduardo: “Hay que inventar el paisaje”. La frase le quedó para siempre.

Eduardo Vilches adopta distintas posturas cuando habla. Se sienta de lado, mira hacia los costados, hace pausas, énfasis, se ríe, disgrega, vuelve. Alicia Vega se ríe a veces, asiente y no mucho más, mirando quieta hacia abajo. Alicia se para, va a su dormitorio, vuelve. Deja un libro sobre la mesa: “30 años del taller de cine para niños 1985 – 2015”, dice el título. “Ahí sale todo lo que yo hice”. Cuando Alicia habla, Eduardo siempre la mira. “Cuando estamos juntos, las cosas fluyen”.

Alicia Vega se hizo conocida por el documental Cien niños esperando un tren (1988), de Ignacio Agüero, donde se ve cómo es su taller de cine para niños en la población Lo Hermida. El documental muestra las distintas clases de Alicia a lo largo de cuatro meses.

—En un momento de la película —dice Eduardo, después de escuchar con atención a Alicia apoyado en el respaldo y con la mano en la boca— le preguntan a un niño que qué quiere hacer cuando sea grande, entonces se queda pensando y dice… doctor.

La voz de Eduardo se quiebra. “Difícil”, dice. Tras sus lentes, sus ojos se enrojecen.

Vega dice que Agüero retrató fielmente los talleres: la pobreza matizada por la curiosidad voraz de los niños, con la distancia necesaria, para ver el privado momento de descubrimiento entre un niño y el cine, sin condescendencia. Formó a 100 tutores para los talleres donde asistieron más de 6.000 niños. Actualmente, en la Fundación que lleva su nombre, Alicia Vega tiene actividades recurrentemente donde participa de manera activa. “Yo estoy menos ocupado que la Alicia”, dice Eduardo cuando Alicia termina de mencionar —concretamente— a lo que ha dedicado su vida. “Uuf”, responde ella, girando los ojos. Eduardo continuó haciendo clases después de jubilado, y recién dejó el Campus Oriente de la Católica el 2019, luego de recibir el Premio Nacional.

—Las cosas se nos han ido dando, siempre— dice él varias veces.

Sobre la mesa, el afiche del documental diseñado por Eduardo Vilches. Los primeros años del taller de Alicia, Eduardo fue el fotógrafo. A la pregunta “¿cómo ha sido vivir una vida juntos?” ellos responden “entretenido”. La vida de ambos ha estado vinculada a la enseñanza y al cruce constante de sus oficios, de sus miradas. A la misma pregunta también responden “rigor”.

—Hemos coincidido en el rigor que cada uno tiene en la actividad propia y también en la exigencia que se le hace a la gente que acude a uno. Hemos actuado siempre con mucha dedicación —dice Alicia—. Lo que uno deja vivo es lo que le transmitió a través de toda la vida a los hijos. Y yo creo que en los hijos uno se mantiene, en la forma que ellos van a atacar algunas cosas durante su vida, por ejemplo que trabajen con rigor, que quieran su profesión, que estén ciento por ciento dedicado a las personas con las cuales están trabajando.

***

—Me ha costado la vejez. Tengo limitaciones físicas. No tener personajes. O sea, que no haya directores que quieran trabajar conmigo, personajes que yo pueda hacer a mi edad. Y también… con la plata. Para subsistir. Afortunadamente no he tenido problemas críticos.

Esa vida atravesada por roles tan ajenos como propios, comienza a disiparse hacia el único, el definitivo: el de José Soza como José Soza, con la vejez como escenario, con el rostro signado por el tiempo y la avidez intacta de un texto aprendido que aún espera ser dicho.

—Y lo otro son cuestiones más íntimas, respecto a mi soledad. Como diez años que no tengo una pareja… y que echo de menos tener una pareja. Porque la soledad es… muy fuerte.

En 2019, José Soza fue Michelsen en la película El hombre del futuro, de Felipe Ríos: un camionero veterano y solitario que emprende camino para reencontrarse con su hija, a quien abandonó hace unos años luego de separarse de su mujer.

José Soza llegó al área dramática de TVN el 1 de octubre de 1981. En 2009, Vicente Sabatini, con quien había armado una alianza de trabajo, asumió otras funciones en el canal y el cargo como directora del área dramática quedó en manos de María Eugenia Rencoret. Soza recuerda que no volvió a ser convocado para una teleserie en el canal público.

—Al camionero el despido lo saca de su vida. Y su vida, para él, era el camión y la ruta. Antes esa ruta no existía, él fue uno de los que la había hecho, inventado. Entonces esa era una cuestión vital para él. A mí me pasó. Yo tenía mucho miedo de quedarme sin trabajo y sin plata. Pero después me di cuenta que lo que más me afectó fue que me sacaran de un grupo, del hábitat que yo había hecho en esa televisión. Eso fue muy fuerte para mí en la realidad.

Su despido de TVN fue bullado. Inició un juicio contra el canal, que ganó el 6 de julio de 2010: la televisora pagó una indemnización, además de la jubilación del actor, plata con la que, sumada a otros ingresos, le permite vivir.

—Fui a hablar con la que quedó de jefa de área, que me adoraba según ella —se ríe—, varias veces en el mes, a preguntarle qué pasaba, en qué situación estaba. No me daba entrevistas. Y otro productor, un subordinado de ella, me dijo “mira, piensa en otro trabajo en otra parte, mejor”. Pero yo insistí, yo quería que me dijera exactamente en qué consistía el asunto. Y no, y no.

En 2016, se estrenó El aumento, una adaptación de la obra del novelista francés Georges Perec, dirigida por Carolina Sagredo. A través de seis voces alegóricas, la obra entrega un manual para sortear la humillante burocracia que hay a la hora de pedir un aumento de sueldo. José Soza protagonizó la obra en formato monólogo. Su tono asustadizo le da al personaje la nota ideal.

—Entonces un día me fui más temprano, y fui al área donde estaban las oficinas, donde tenía que entrar ella -prosigue José Soza en su relato- Era un pasillo largo. Yo estaba ahí, cerca de la escalera. Allá, al fondo, había una entrada a las oficinas. Entro por una de las puertas que estaba al lado de la entrada… Y allá entra ella con otra productora, también subordinada. La veo entrar, y la productora me ve. Y ella le hace como una cosa así -mueve las manos—, como “apúrate, dale, dale, dale, entra, entra, entra”… escondiéndose de mí. Y voy, y no está.

José Soza, ese día, cuenta que se paseó por el canal buscándola, preguntándole a la gente que encontraba si la había visto por ahí, que quería hablar con ella. En la obra, el personaje fracasa continuamente en su intento por encontrar a su jefe de sección. En ese tránsito infructuoso, la obra invita a la resignación.

—No lo podía creer… Cómo llegar a ese… colmo.

José Soza recuerda que habló con María Eugenia Rencoret, finalmente, por teléfono. La amargura no cambió. “No tengo ningún personaje para ti”, dice que le dijo. El 26 de noviembre de 2009 despedido.

José Soza, cada tanto, deja caer una de sus manos. Son cerca de las diez de la noche. No hay ruido de televisión, ni música, ni el murmullo de la ciudad. Hace cinco años vive en un pasaje cerrado en La Reina, junto a sus dos gatas. Se separó hace años. Algunos días a la semana va una señora que le ayuda a limpiar la casa. Tiene un hijo y una nieta, que viven en Concepción. Al actor le gusta la música clásica. Toma clases con el tenor José Quilapi. Uno de sus primeros roles fue de Salieri, para la obra Amadeus. Lee sobre la plasticidad cerebral, revisa textos sobre arquitectura y pintura en internet. No va al teatro hace tiempo, salvo para actuar.

Su última actuación, en Cómo volver al futuro, la hizo con una muela o sonoprompter. “Fue algo bastante doloroso”, recuerda. Su memoria falla. Dice que su memoria actoral no, pero que “si te veo de nuevo, lo más seguro es que no te reconozca, es algo que se ha ido acrecentando”. No celebra su cumpleaños desde el 2020, se deprime ese día, dice. De a poco está volviendo a la vida social. Prepara un reestreno, función única en Viña del Mar de El aumento, para noviembre. Dice que tendrá que usar muela de nuevo. “Pero también me da la posibilidad de seguir actuando”.

—Fue muy fuerte para mí. Mantuve el contacto con colegas, amigos, unos que fueron muy solidarios. No amigos de ir a las casas, de fiesta por ahí. Con algunos sí, muy pocos. Lucho Alarcón fue uno de ellos. Con él es con quien mejor me entendía. Bastaba apenas un gesto -recuerda.

Puertas adentro, la teleserie de 2003, tiene una escena emblemática con ambos actores, como Humberto y Efraín, la primera pareja homosexual mayor en ser representada en una ficción chilena. Es la escena del linchamiento de los pobladores a la pareja, cuando son descubiertos por las cartas que se enviaban. En la reja de la casa de Efraín, Humberto le pregunta: “Viejito, ¿tú creís que alguna vez vamos a tener un lugar en el mundo nosotros?”. Efraín responde: “Capaz, po’”. El plano se queda con la cara estremecida de Humberto, con la expresión rotunda de José Soza.

—Estoy entusiasmado con el trabajo que hago. Lo único que quiero es que me den un personaje, que es lo que amo: estudiarlo, y presentarlo, y probarlo. Así es que yo siento, porque en el teatro se siente al público, lo emocionado, con los silencios, con el humor, la risa, los aplausos. Y ese es mi pago. Me siento feliz. Podría decir que ese es mi lugar en el mundo.

José Soza cierra la puerta de la cocina. Frota sus brazos. Toma una taza que tiene de adorno sobre la mesa de centro. Su cara, o una de ellas, estampada: es Drago, de Romané. “¡Y qué me importa a mí, me da lo mismo: váyanse a la mierda!”, dice abajo. Se ríe cuando la lee. “Un amigo me dijo: entraste a la cultura popular”. La deja donde estaba. Vuelve a tararear una canción. Antes de cerrar la puerta, con la voz enternecida mientras se enrollan en sus piernas, le pregunta a sus gatas: “¿Y qué quieren ustedes?”

***

Luego de ir a su dormitorio, esa habitación a mano derecha desde la puerta de entrada, Eduardo Vilches está sentado en la resolana del living. Su respiración está algo agitada. Más que el legado, las inquietudes de Alicia Vega y Eduardo Vilches, a esta altura de sus vidas, pasan por el paisaje.

—Tenemos una parcela en Chiloé, entonces tengo que darle un destino a esa parcela. Es bien bonito el lugar, para los chilotes es un cacho. Y la señora que nos vendió nos dijo que nos había vendido el pantano. Nosotros felices con el pantano, porque crece todo así de una manera exuberante. Es una maravilla. Tengo treinta y tantas especies nativas plantadas -dice él.

—Es un parque, es precioso. Sería muy lindo que alguien lo conservara tal cual— apunta Alicia, mientras Eduardo la mira.

Alicia Vega

—Uno está viviendo al día, lo que hay para atrás…

—Eso —asiente Eduardo.

—…es una experiencia no más, que a uno lo enriquece. Pero no hay una nostalgia para atrás ni tampoco una angustia por el futuro. Uno está viviendo al día: eso es lo que existe, eso es lo real.

Según un estudio hecho por el Observatorio Cultural del Gobierno, de las personas mayores de 60 años, un 42,5% considera que puede “acceder a lo que les gusta consumir” en cultura. De los rangos etarios consultados, es el porcentaje más bajo de satisfacción.  

Alicia Vega dice que la vejez en Chile es “miserable”, que no se propicia el encuentro entre el arte y las personas mayores (“hace tiempo que no voy al cine, porque las funciones o eventos artísticos se hacen después de las siete de la tarde, y nosotros a esa hora desaparecemos”). Dice que el arte mantiene activos a la gente mayor, pero que está cómoda de no ver cine (“porque uno tiene que ponerse límites, fue una época, un instante. Hay que tomar las cosas como ciclos, y es bueno vivirlos”). Ambos se sienten afortunados de tener lucidez, la compañía. Dicho de otro modo, la falta de ausencia. “Hay gente de nuestra edad que ya ni siquiera saben cómo se llaman”, dice Eduardo Vilches.

—O que su pareja ya se murió —lamenta Alicia Vega.

Eduardo, con una mano encima de la otra sobre la empuñadura del bastón, mira a Alicia. “Cuando la conocí”, dice, “pensé: con esta persona yo me puedo morir a su lado”. La voz de él se inunda. Una de las comisuras de ella se alza.

***

En 1974, Eduardo Vilches hizo una serie de grabados a tres colores (azul, blanco y negro) llamados “Retratos”. Se ven siluetas de un hombre, que dice que es él, pero podría ser cualquiera. Estuvieron exhibidas en el Museo de Bellas Artes en 2013 y luego en 2016. El Museo tiene cerca de 6.000 obras. La obra está guardada en el depósito del Museo de Bellas Artes, junto a otras 3.000. El espacio vacante es ocupado por otra obra, distinta: igualmente única. Continuamente. Año 2005, y el Museo exhibe 60 piezas originales del escultor francés Auguste Rodin. El viernes 16 de junio de ese año, uno de los plintos amanece vacío. El ‘Torso de Adèle’, un torso de mujer forjado en bronce, de 50 cm de largo y de 20 kilos de peso, había desaparecido. A los días, la obra apareció. Mientras el plinto estuvo vacío, la exhibición se convirtió en la más vista en la historia del museo: la gente se aglomeró para ver algo que no estaba.

En la Plaza de Armas, además de la vejez en su crepúsculo, hay bancas, escaleras, bordes y espacios vacíos: plintos sin esculturas, donde alguien se hizo más viejo, donde alguien estuvo, miró, esperó. Olvidado. Y que ya no está. Bajo la sombra de un árbol, la imagen adquiere un sentido imperfecto: alguien de pelo canoso poco a poco se queda dormido, pero no del todo. Quién es. Quién fue. A dónde va. El hueco queda ahí, desapercibido como cualquiera que esté ahí. En la grieta que abre la metáfora sostenida hasta aquí, cabe la pregunta: ¿A dónde van las esculturas que ya no están en el jardín? El instante se hace eterno, hasta que descubre su reloj tapado por el puño de la camisa, lo mira, se levanta. Se va. El espacio vacante es ocupado por otra escultura, distinta, pero casi igual y continuamente: que está, que mira, que espera.

Temas relevantes

#adultos mayores

Notas relacionadas

Deja tu comentario