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27 de Octubre de 2023

La trama subterránea del Metro de Santiago: Cómo conviven el orgullo de la capital con los cantantes y el comercio ambulante bajo tierra

Metro de Santiago y Panamericanos Fotos: Joaquín Alvujar

La empresa mejor valorada por los chilenos, una de las estrellas de los Panamericanos 2023, "una especie de sueño de modernidad", dice el cronista Roberto Merino. El Metro de Santiago es la obra pública más respetada, cuidada y querida por los capitalinos. ¿De dónde viene ese nivel de arraigo? El Ministro de Transportes, Juan Carlos Muñoz, dice que del "altísimo estándar de calidad". Mientras, el tren subterráneo debe lidiar aún con un creciente comercio ambulante, cantantes, personas en situación de calle durmiendo por sus pasillos y problemas que la empresa aún no ha logrado poner atajo.

Por

Martes 24 de octubre, siete de la tarde, y la diferencia entre un momento y otro no es tanta. La gente que va en el vagón de la Línea 1 del Metro de Santiago, en sincronía con esa pose de estoicismo abatido —brazos cruzados, mirada entrecerrada—, no tiene más relación que estar viajando en metro a esa hora, del centro a la periferia, o al revés. La letanía, desprovista de toda espectacularidad, se quiebra de pronto con un video de TikTok, un audio de WhatsApp escuchado en voz alta, la mirada intrusa en el chat de una conversación ajena. Pero no mucho más que eso. O sí.

Misma hora, viernes 20 de octubre. Una cámara de televisión entra en el vagón. Hay gritos de alegría, a los rostros se les dibuja una sonrisa. Entran los atletas vestidos de rojo, cantan el himno, gritan “ce hache í” varias veces y golpean el techo con ánimo celebratorio. La Línea 6, inaugurada en 2017, representa el tope en el crecimiento de Metro hasta ahora: acceso, trenes de conducción automática, máquinas para cargar las tarjetas, barreras anti suicidio. Durante estos Juegos Panamericanos, los extranjeros recorren maravillados la Línea más mediática por estos días.

Steffy Ardillas, jugadora mexicana de soft ball, subió un video en TikTok contando la efectividad del Metro: 20 minutos exactos entre la Villa Olímpica y el Estadio Nacional. En el video se le ve sonriente y abriendo los brazos. Su coterránea Carolina Mendoza, finalista de clavados de un metro, quedó octava en la final disputada el día 22 de octubre, y en un video publicado en la misma plataforma, contó conmovida que mientras iba llorando en el vagón del metro alguien le pasó unos pañuelitos desechables. “Quédatelos”, le dijo.

Días antes de que comenzaran los Juegos, en video en la cuenta de Instagram del canal argentino TyC Sports, su corresponsal dice: “¿Viste cómo van a llegar los atletas a la apertura de estos Juegos Panamericanos? Es una locura”. “Locura” entendido como sinónimo de notable. “El subte de Santiago es una maravilla, me parece excelente iniciativa!”, dice el quinto comentario con más likes de la publicación. Y es que ahí, donde cada momento se parece al anterior y al siguiente, en esa pasividad susceptible, reposa también un sentimiento de pertenencia, de arraigo.

—Ha sido muy importante recibir el testimonio de múltiples deportistas extranjeros y visitantes en los Juegos Santiago 2023, que revelan el altísimo estándar de calidad que observan en nuestro Metro —comenta a The Clinic el Ministro de Transportes y Telecomunicaciones, Juan Carlos Muñoz.

Foto: Agencia Uno

Al mismo tiempo, el ritual cotidiano se diluye al menos por un momento con el jolgorio carnavalesco de los atletas: en las transmisiones de los canales entrevistan a gente que se sube al Metro, saliendo de sus trabajos o lugares de estudio, con cara de sorpresa y entusiasmo. “Me parece muy bueno”, dice un joven. Una guardia le pide una foto a Natalia Ducó, ella accede feliz.

El Metro quedó abierto de par en par para los ojos del mundo, bastión del progreso chileno, pero con sus problemas atávicos de servicio borrados: no se ven ambulantes, ni músicos, ni se oye la cándida voz femenina diciendo por los parlantes “estaremos detenidos por más tiempo de lo habitual”, muchas veces un disuasivo de que algo anda mal. “La seguridad de nuestros usuarios, pasajeros y trabajadores es uno de los principales objetivos del quehacer de Metro. Es parte de los principales pilares de gestión, y como tal, tiene todo nuestro foco puesto en ello de forma permanente”, dice la respuesta oficial de Metro.

—Todos los países, en cierto momento, exacerban las obras públicas cuando necesitan mostrar una imagen al extranjero —comenta el reconocido escritor y cronista Roberto Merino—. Pasó acá en la época del Centenario, Santiago se renovó totalmente. No es raro que en esta ocasión se haya expuesto. Hay una cuestión entre publicitaria y de identidad también. Se aprovechan estas instancias para hacer progreso.

La encuesta Plaza Pública Cadem del 1 de octubre reveló que el Metro de Santiago es la empresa mejor valorada por los chilenos y logró su mejor cifra desde octubre del 2015, registrando una aprobación de un 82%. Muy por sobre universidades y Fonasa, que le secundan en el ranking.

En una cuenta de Instagram, un meme subido el 16 de septiembre dice: “Pico con el horóscopo. Dime qué línea de metro usai más”. Ahí se teje gran parte de nuestro sistema idiosincrático, sus taras y fortalezas; la ilusión de un futuro pujante y los resabios de aquello que se resiste a dejar de existir.

***

Roberto Merino es profesor, escritor, ensayista, con vetas de poeta, pero es más conocido por sus crónicas sobre ciudad, casi siempre de Santiago, descrito en todas las dimensiones que lo componen. Por celular, de fondo se escucha el acorde ajetreado de Providencia. Es común verlo sentado en el café Sebastián de la calle Andrés de Fuenzalida, o circulando por el sector del Drugstore a paso lento, sopesando la ciudad.

—El Metro fue una especie de sueño de modernidad en un momento en que a Chile le parecía mucho más difícil, más inalcanzable que ahora. De hecho, los primeros proyectos fueron en los años 20. En esos años, surgieron las primeras iniciativas para construir un Metro, y Joaquín Edwards Bello decía que si construían un metro las calles se iban a vaciar, que no había suficiente población para tener Metro.

En un texto aún inédito, titulado Circularidades y fechado en 2013, Merino escribe: “Uno podría recorrer cien años de la ciudad en un fundido de imágenes y verá básicamente lo mismo: muchedumbres desplazándose, ajetreo intensificado en el centro y en los puntos de transbordo. Sólo van cambiando las ropas, los peinados, los diseños de los carteles. El mundo, a veces, da la impresión de un gran decorado en transformación permanente”.

—Y cuando empezó a funcionar, que fue el 75 creo, fue como un acontecimiento, realmente. Los primeros días que fue gratis, fue un desfile permanente de personas que iban a conocer este prodigio. Porque, si tú piensas, entonces estábamos muy atrasados.

Roberto Merino tiene 61 años. Para cuando fue inaugurado, tenía 13. Por celular dirá, entre otras cosas, que el lazo entre la gente y los rieles se ha vuelto casi indisoluble por acostumbramiento, pero también por una cuestión práctica: es algo que soluciona la vida, y eso suscita afecto.

—Me gustaba un paisaje que era totalmente nuevo en Santiago: los túneles, por los cuales corría a veces agua, esas cosas como literarias para mí, como de imágenes. Los reflejos en las ventanas, el hecho de que como no había nada que mirar hacia afuera se producía esa incomodidad del interior, de mirarse las caras. Todo eso era novedad.

Dice que ese afecto es posible que se traspase hacia las generaciones más nuevas, que, tal como los traumas, es heredable, pero en forma de arraigo. “Le cambió la vida a muchas personas”, dice. 

***

A las cinco de la tarde de un miércoles, un guardia vestido de negro frente a los torniquetes de Estación Central toma un sorbo de agua. El sonido que hacen las tarjetas en contacto con el sensor es sincopado, frenético e interminable. Según cifras del INE, solo en marzo de este año, el Metro de Santiago movilizó a más de 53 millones de personas: 53 millones de “bip”. Desde el centro de la estación hacia uno de los pasillos que conduce a la salida, puestos. Máscaras de Halloween. Zapatillas. Audífonos. Carcasas. Billeteras. Pantuflas. Fuentes plásticas. Máquinas tira burbujas. Juguetes —”son para niños, son antiestrés”—. Sandalias. Rejillas para la cocina. Accesorios para celular. Frazadas, sábanas, almohadas. Aros, cintillos. Medicamentos, desodorante ambiental, toallitas desinfectantes. Adornos navideños. Pisos plásticos de colores, plegables. Raquetas eléctricas mata insectos. Calcetines. En total, 27 puestos.

—Hay que correr. Hasta doce veces en un día nos han sacado.

Danilo tiene 27 años, es crespo, de contextura gruesa y tez morena. Usa ropa negra, una cadena. Con él, Adrián, su primo, delgado, de jockey para atrás, sudadera verde y pantalón, quien también se ríe de la cifra, con las cejas alzadas. Llevan casi dos años en Chile, siempre trabajando como ambulante. Cuando habla, se distrae, mira los vagones que llegan y mueve su cabeza en la medida que el tren avanza. Ambos prefieren omitir sus nombres para conversar.

—Pero los guardias si nos dicen, nos paramos —complementa Adrián.

—Nosotros los tratamos con respeto, nosotros le respetamos su trabajo. A ellos los mandan a que nos levanten. Hace un rato llegamos, acomodamos el paño y no pasaron ni diez minutos… —mientras Danilo habla, se acerca una mujer que sostiene su pelo para ver los dulces. Compra un chocolate. “Gracias, madre”, le dice, guardando el billete de $1.000 en el bolsillo.

Ambos coinciden en el hastío de trabajar en un ambiente de esas características. Comentan que, cuando el procedimiento llega más lejos, los guardias del Metro de Santiago le quitan la mercadería y les pasan una multa.

—Antes, la gente se ponía molesta por las cosas, pero ya ahorita no —dice Danilo—. Nosotros, como todos, más en un país ajeno, pagamos arriendo, hay que pagar servicio, la comida, ¿sabes? Nosotros no podemos dejar de trabajar. Si perdemos la mercancía de un día, bueno… Lo poco que hayamos guardado, de vuelta otra vez, arriesgando.

Desde Metro de Santiago comentan oficialmente que “a pesar del contexto actual de seguridad que vive el país y del cual Metro no es ajeno por ser parte de la ciudad, seguimos siendo uno de los lugares públicos más seguros para la ciudadanía (…) Una fuerza de tarea que se despliega en trenes, andenes y estaciones con foco en el control del comercio ilegal, delitos como robos, hurtos y otras incivilidades”.

—Obviamente, como en muchos otros metros del mundo, enfrentamos desafíos de los que nos estamos haciendo cargo. Uno de esos es el comercio ambulante. Es un problema complejo. Desde el año pasado la empresa ha implementado un plan de intervención o copamiento en las estaciones más impactadas por este fenómeno, con mayor presencia policial y de guardias tácticos para recuperar los espacios que son de todos —responde el Ministro Juan Carlos Muñoz sobre el crecimiento del comercio ambulante.

Un poco más allá, sobre los rieles de la estación, se erige el inmenso mural de Roberto Geisse, llamado “El Mural de la Ingeniería Chilena”. Con motivo del Bicentenario, la obra de Geisse retrata 31 escenas en torno a la ingeniería chilena a lo largo de estos doscientos años de historia.

—¿Y a cuánto valen las gomitas?

Un carro dentro de un vagón, llevado por quien grita “Bombón fino, bombón relleno, tres por quinientos” como un mantra, es susceptible a roces con una pantorrilla, con el borde de un zapato o zapatilla, y sus dimensiones despiertan resoplidos, ceños fruncidos y onomatopeyas que denotan queja, reprobación, desprecio, indeseabilidad. Los vendedores no representan esfuerzos de ingeniería y revisten una disonancia en el entorno del metro.

—Dos por mil, pa‘.

***

—Los tranvías estaban inmundos, era un pésimo servicio. Las micros en los años ‘60 eran muy viejas, como de los años 30, muchas. Se estaban cayendo a pedazos. La gente viajaba hasta apiñada, colgando en las pisaderas o de las ventanas, con la pata puesta en cualquier parte. Era traumático lo de las micros en Santiago, por lo tanto llegó el Metro, que era como limpio y rápido, silencioso y más o menos tenías la certidumbre de que ibas a llegar. Por supuesto que genera una adhesión, en esos momentos sobre todo por el contraste.

Roberto Merino recuerda la vez que el escritor Germán Marín vio al poeta Enrique Lihn colgando de una micro mientras leía un libro. En desmedro del trauma ruidoso de las micros de colores, y luego de las amarillas, el Metro de Santiago consolidó una relación que mezclaba costumbre y cariño, un sentido de pertenencia que se reforzó con los años.

—Empezó a generar orgullo, además que tenía esta cuestión de que no se tiraba un papel al suelo.

Merino recuerda una crónica del escritor argentino César Aira, quien cuenta que en 1986 anduvo en Metro, y que cuando tiró un papel de dulce al suelo, “lo habían mirado como para fusilarlo”. Acto seguido, llegó un guardia a recogerlo. “Como que había control sobre todo”. 

—Por eso el estallido fue tan desmoralizante. Es como el punto vital (el Metro). Me dejó totalmente perplejo.

El gran cambio del transporte público se vivió en el año 2007, con la puesta en marcha del Transantiago. Hasta la fecha, el actual sistema RED ni siquiera se ha acercado a la adhesión que ha tenido el Metro de Santiago.

—Esa fue una gran instancia de cambio. Además que por primera vez viste el Metro colapsado realmente. Porque se llenaba, pero no quedabas abajo. Y la primera vez que se vieron masas desplazadas, a la salida, las escaleras, eso fue una imagen nueva para lo que estábamos acostumbrados.

El ministro de Transportes y Telecomunicaciones, eso sí, difiere de la poca adhesión que tiene el sistema RED en comparación al atávico arraigo y afecto de la gente sobre el Metro de Santiago.

—En la última Encuesta de Satisfacción, el sistema alcanzó su mejor nota histórica puesta por las personas: un 5,2 en la escala de 1 a 7. Y cuando el entrevistado calificó el recorrido que usa, le puso un 5,4 —señala. —Todos estos indicadores reflejan que la percepción de la gente sobre Red Movilidad viene evolucionando positivamente, en concordancia con el proceso de modernización del sistema.

Al teléfono, Merino se ríe de que la profecía de Edwards Bello, de alguna manera, igualmente se cumplió, pero en un sentido inverso; el ecosistema de la superficie buscó el subsuelo donde urdir una trama nueva.

***

—Yo fui el primero que cantó en el Metro.

Tres de la tarde. Línea 4A, que va desde La Florida hasta La Cisterna. Arriba, un hombre de pelo entrecano, ojos zarcos, voz aguardentosa. “Permiso, buenas tardes”, dice antes de empezar a tocar su guitarra. La poca gente que viaja a esa hora oscila entre la atención ocasional y la plena imposibilidad de ignorarlo. Su bigote y barba es blanca. Es de estatura media. Usa un sombrero negro tipo fedora, una camisa manga corta negra y con rayas celestes, desabotonada bajo el cuello, jeans y zapatos café claro. No usa reloj, ni cadenas ni celular. “No hay nada más bueno y más hermoso… que tener un amigo”, canta, mientras cae el primer acorde de la guitarra.

Su nombre es Ángel Núñez, lo apodan “el viejo”. “Me conoce hasta el perro del hortelano”. Tiene 65 años, y toda su vida ha cantado en los dos mundos de la calle: la superficie y el subsuelo. Camina sin titubear, con la estampa de quien logró todo, o algo, hasta uno de los pilares de la combinación entre la línea 4A y la línea 2 —”Ven pa acá, para que podamos conversar un rato. Te voy a contar un cacho de mi historia”—. Ahí, a un costado del incipiente movimiento de gente, Ángel ya no canta; habla:

—Pasó el tiempo. Me casé. Gracias a la guitarra les di universidad a mis cuatro hijos. Gracias al talento que tengo, porque yo tengo un gran talento. Gracias al trabajo de la calle.

Dice que Jorge Yáñez le dijo que “si salía a la palestra, los iba a dejar sin pega”. Su carta de presentación es un repaso galopante por su vida, aprendido como un discurso de memoria, la letra de una canción sin melodía.

—Nunca se me dio la oportunidad para ser grande.

En el pasillo, un espacio demarcado con gráficas despegadas y letras gastadas. Se alcanza a leer “música a un metro”. En 2016, Metro de Santiago lanzó la iniciativa “Música a un Metro”, un concurso abierto a músicos para que formaran parte de un staff rotativo para tocar en distintas estaciones de Metro con la autorización y patrocinio de la institución. Sin embargo, la medida resultó ampliamente criticada, dado que las bases prohibía canciones con mensajes políticos o religiosos, los concursantes debían presentar un repertorio de doce temas, pero solo dos originales, además de mandar un video cuando el acceso no era transversal, y que el Metro de Santiago no se hacía responsable de posibles accidentes a los músicos, entre otras críticas relacionadas a la precariedad del trato. A esta hora, ese espacio en esta estación, está vacío.

—El encanto es que estay aquí, a centímetros del que está escuchándote. —dice Ángel sin quitar la mirada de los ojos.

Su escuela proviene de la calle envalentonada, el respeto impuesto y la voz más fuerte que el ruido del motor de una micro antigua, siempre fue reticente a ese plan de integración a los músicos: su lugar, sin nombramientos, lo siente ganado.

—Discriminación siempre hay. Pasa que esto es de siempre, que se disfraza el arte callejero con la limosna. Yo no soy limosnero; yo soy músico. Yo vine al mundo a cantar. No conozco la palabra cesantía.

“Decirle a nuestros pasajeros y usuarios que seguimos trabajando con fuerza y convicción para seguir siendo uno de los lugares públicos más seguros para el traslado de las personas y que frente a algún incidente de este tipo tomen contacto de inmediato con nuestros equipos de estación”, señalan desde Metro de Santiago.

Los hijos de Ángel tienen entre 32 y 40 años. Ingeniería, teatro, comercio exterior y decoración de interiores son sus profesiones. Ángel, arriba, casi en la superficie, saca los billetes y las monedas de un banano ajado. Son un poco más de $6.000. Dice que con eso tiene para el almuerzo. 

—Pero, ¿y usted quiso ser grande?

—Yo soy grande, el problema es que canto en la calle. Pero yo soy grande, soy respetado, soy querido por el público —dice Ángel antes de despedirse.

***

Encaminado hacia las estaciones terminales de su trama, el Metro de Santiago se desprende de su cariz de modernidad entusiasta y adquiere ciertas reminiscencias provincianas, cercanas a su origen.

—Me parece que, racionalmente, cualquier cosa que te solucione la vida en alguna dimensión, siendo la vida tan difícil, supone afecto. Y que te solucione la vida durante tantos años, con regularidad, porque en Chile muchas veces las cosas buenas duran poco. Que se chingan, que se abandonan, se empobrecen. Y en este caso, el Metro es la antítesis de eso— continúa Merino, poco antes de decir que tiene que colgar. Cerca suyo se escucha a alguien que pide la cuenta.

A lo ancho y largo de la red, los acentos se disgregan, el salto hacia adelante se diluye y el impulso se queda en una atemporalidad casi imperceptible, de quien canta canciones de alguien que tuvo otra vida, de atardeceres que atraviesan vidrios manchados y la Cordillera que se yergue en línea paralela con un riel elevado, con la perspectiva amplia de un Santiago que se desvanece. “Experimentamos siempre, por lo mismo, una alegría infantil cuando el tren pasa por los tramos abiertos y podemos apreciar las calles, los árboles, los techos”, concluye Roberto Merino en su crónica: “Esto se da en la Línea 5, con una perspectiva de melancólicos patios industriales, y en la Línea 2, frente a la Avenida Viel. Si me preguntaran qué me gusta más del Metro, mencionaría este paso de la oscuridad subterránea a la luz de la superficie”.

—Me gustó mucho cuando abrieron la estación Los Leones de la Línea 6, era increíble eso de bajar y bajar y bajar. Como parecido a las ilustraciones que se hacían antes sobre el futuro, la ciudad futura —continúa Roberto Merino—. Era como una suerte de soledad metafísica, y autonomizada, unas máquinas con luces. Y amplios espacios, eso es lo otro, cosa que… A mí me emocionan esas cosas, no sé por qué, llegamos a un punto que no lo puedo explicar.

El futuro se mantiene fulgurante, como la luz que se asoma en un vagón hacia la próxima estación del Metro de Santiago. Sin embargo, algo va quedando atrás, estanco, en la medida que el tren avanza —se aleja o se acerca, depende de qué lado se ve—; las vías que nos remiten a nuestra realidad, la única, que por muy segmentada que se vea, dividida en estaciones, líneas y vagones, es parte de una misma trama subterránea, con perspectiva de lo que está más allá, con los remanentes inherentes de lo que fuimos.

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